Tocó la puerta con los dedos y se aferró a ella. Entonces un escalofrío le recorrió el brazo extendido y retiró la mano súbitamente, retrocediendo, como si hubiera tocado algo inesperado. Al recostarse en la pared, mordiéndose los nudillos, sintió que se le erizaban los pelos de la barba: era como si en aquella habitación hubiese algo, una presencia que su cuerpo hubiera notado antes de saber que estaba allí.
Avanzando despacio, con cautela, se apartó de la pared y cruzó el umbral. Se quedó paralizado, sin poderlo creer. Le cedieron las rodillas y cayó al suelo.
Sentado como un gnomo en medio del cuarto de estar había un hombre desnudo. Una mata de pelo enmarañado y correoso le caía hasta la mitad de un vientre hinchado y prominente; tenía paja y hojas muertas pegadas al torso, y los muslos cubiertos de una costra de barro y excrementos. Las manos, ceñidas con unas esposas de acero, descansaban sobre su regazo.
Miraba fijamente a Antar con unos ojos inyectados en sangre y llenos de mugre; sus labios estaban abiertos en una sonrisa que descubría unos dientes amarillentos y cariados.
-¿Qué ocurre? -exclamó de pronto una voz, llenando el cuarto a través de los ocultos altavoces de Ava-. ¿Es que no querías verme? He venido un poco pronto, eso es todo.
Antar se levantó y se dirigió despacio hacia el teclado de Ava. Se dio cuenta de que iba rodeando el cuarto, con la espalda contra la pared, manteniéndose lo más lejos posible de la figura, aunque no se tratase de una presencia real.
-¿Dónde te habías metido? -le gritó la figura-. ¿Por qué me has hecho esperar tanto?
La mirada de Antar cayó sobre los muslos cubiertos de una capa de barro y se volvió de espaldas, con un involuntario escalofrío. Alargando la mano hacia el teclado de Ava, volvió a definir los vectores de la imagen.
La figura experimentó un temblor y el torso del hombre desapareció. Ahora sólo quedaba la cabeza, muy ampliada, de tamaño mayor que el normal, a escala de una estatua monumental.
-Supongo que no podías soportar más la vista de mi cuerpo -dijo el hombre, volviendo a reír.
Antar distinguía ahora los gusanos que tenía en el pelo; era algo tan grotesco que se volvió al teclado y puso la cabeza en escorzo. Pero entonces, mientras el corte transversal iba surgiendo poco a poco a la vista, descubrió que Ava había hecho un trabajo tan realista al separar la cabeza, que resultaban claramente visibles todas las venas y arterias. Veía los palpitantes capilares; se reproducía hasta la dirección del flujo de la sangre en movimiento, de modo que parecía que el cuello soltaba cuajarones de sangre.
Antar sintió un sofoco: la cabeza tenía un asombroso parecido con una visión recurrente que se le presentaba en sus peores pesadillas; una imagen de una pintura medieval que había visto una vez en un museo europeo, un cuadro de un santo decapitado que sujetaba bajo el brazo su propia cabeza sangrante, con plena indiferencia, como si se tratase de un repollo recién cogido.
El hombre empezó a gritar mientras su cabeza se echaba cada vez más hacia atrás.
-Bájame, cabrón -gritó-. Mírame a los ojos.
Con una señal, Antar inclinó la imagen de nuevo, y los ojos sanguinolentos se clavaron en él.
-Así que quieres saber lo que le pasó a Murugan, ¿eh? -dijo la cabeza.
-Sí -repuso Antar.
El hombre soltó otra carcajada enloquecida.
-Deja que te lo pregunte otra vez. ¿Estás completamente seguro?
43
Llovía mucho cuando salieron al porche de columnas de la vieja y destartalada mansión. Las farolas de neón de la calle Robinson tenían un resplandor nebuloso y verduzco, como luces de acuario. Urmila y Sonali se pusieron el sari por la cabeza al salir al pórtico y ver la lluvia torrencial. Murugan echó a correr por el camino de grava. Al llegar a la verja se detuvo a mirar a las dos mujeres, que seguían esperando indecisas en el porche.
-Vamos -gritó con todas sus fuerzas, apremiándolas-. Venga, vámonos.
Su voz llegó al porche como incorpórea, zarandeada por el viento y amortiguada por la lluvia. Urmila tiró del brazo de Sonali y ambas se lanzaron a la carrera, vacilantes al principio, y luego más aprisa, en pos de Murugan, mientras éste corría calle abajo a toda velocidad, hacia el portal del número ocho.
Torciendo a ciegas por la verja del edificio de la señora Aratounian, Murugan chocó de frente con algo que estaba en medio del estrecho camino de entrada. Se incorporó y vio que en medio del paso había dos carritos de bambú, bloqueando la entrada. Parecían tiendas de campaña, cargados hasta arriba con montones de objetos diversos y cubiertos con una lona traslúcida bien estirada.
Murugan se frotaba las rodillas, maldiciendo, cuando Sonali y Urmila le alcanzaron. Urmila pasó rápidamente de costado entre los carritos, llegó a la entrada y se dirigió al ascensor. Cuando estaba en medio del vestíbulo, tenuemente iluminado, vio a dos hombres en cuclillas junto a las escaleras, en camiseta y lungi, que fumaban biris. A su lado había un mueble grande, un pesado aparador de caoba.
Urmila se detuvo en seco, mirando sucesivamente a los hombres y al aparador. Los hombres le devolvieron la mirada sin perder la calma, mientras el humo de los biris ascendía sobre sus cabezas en dilatadas espirales.
Sonali se detuvo al lado de su amiga.
-¿Qué ocurre?
-Eso es de la señora Aratounian -dijo Urmila, señalando el aparador-. Lo tenía en el cuarto de estar. Me acuerdo bien.
-Tienes razón -dijo Murugan-. Anoche lo vi allí.
Dirigiéndose a los dos hombres, Urmila dijo, en hindi:
-¿De dónde han sacado eso?
Uno de ellos movió el pulgar por encima del hombro, señalando la escalera. Un momento después oyeron un fuerte estrépito, seguido de gritos y gruñidos. Tres hombres con el torso desnudo aparecieron por el recodo de la escalera cargando con un enorme sofá de cretona estampada.