En parte, su celebridad se debía a su difunta madre, famosa actriz de teatro en los años cuarenta y cincuenta. Pero también Sonali había interpretado un par de películas en Bombay antes de cumplir los veinte. La primera causó sensación, porque no era la historia de siempre con canciones y bailes. Y justo cuando parecía destinada a una gran carrera, se marchó de Bombay y volvió a Calcuta. Pocos años después publicó un pequeño y maravilloso libro de memorias, divertido pero también nostálgico, incluso triste. Trataba principalmente de su madre, pero en parte también de su propia infancia: de los amigos de su madre en el mundo literario, de los viejos estudios de Tollygunge y Bombay, de cuando acompañaba a su madre en las tournées con la compañía jatra que atravesaba todo el país representando melodramas históricos. Un joven director experimental hizo una versión dramática del libro; esa obra, a su vez, se llevó al cine y fue muy aclamada por la crítica y los círculos cinematográficos. A partir de entonces, Sonali Das se hizo famosa para siempre, aunque nunca hizo nada más; o al menos no hasta que aceptó trabajar en Calcutta, a petición especial del dueño, para ocuparse del suplemento femenino.
A Urmila le intrigó la incorporación de Sonali a la revista, pero ni por un momento imaginó que se harían amigas. Y un día se encontró con ella en el ascensor. La reconoció al momento, aunque sólo la había visto en persona una vez, años atrás. Había cambiado mucho, pero Urmila consideró que aquellos cambios le sentaban perfectamente: el mechón blanco del pelo, por ejemplo; hacía bien exhibiéndolo. Le iba a las mil maravillas, le daba distinción.
Tras la primera y rápida ojeada, Urmila mantuvo cuidadosamente la vista en la puerta del ascensor, resuelta a no mirarla. Pero antes de que se diera cuenta, Sonali se puso a hablar con ella. Momentos después estaban sentadas en la mugrienta cafetería de la revista, charlando y bebiendo té.
Aquella mañana, cuando luchaba por mantener el equilibrio en un autobús atestado, a Urmila se le había roto la correa del reloj. Se sintió ridicula al mencionarlo: ¿qué interés podía tener en la rotura de una correa de reloj una persona como Sonali Das? Pero, lejos de mostrar aburrimiento, Sonali resultó de gran utilidad: le habló de un puesto cerca del cine Metro donde podían arreglarle la correa por un par de rupias. Urmila se quedó asombrada de que pudiera saber algo así.
Y ahora, con la misma indiscriminada amabilidad, Sonali decía al desconocido de la perilla que el vicepresidente había viajado expresamente desde Delhi para entregar el premio a Phulboni.
Urmila comprendió que la única manera de librarse del desconocido era entrar en la sala.
-Venga, Sonali-di -dijo, tirándola del brazo-. Vámonos o nos lo perderemos todo.
Sonali dio una última y profunda calada al cigarrillo y metió la chispeante colilla en un cenicero lleno de arena.
-Creo que tenemos que irnos -dijo, dedicando a Murugan una destellante sonrisa-. Mi amiga tiene trabajo que hacer.
Urmila fue hasta la puerta y la abrió de un empujón. La sala estaba atestada: oleadas de cabezas ondeaban hacia el escenario brillantemente iluminado, donde un hombre alto de pelo blanco estaba de pie frente a un atril, vestido con una sencilla camisa blanca y unos pantalones anticuados, de cintura alta y un descolorido verde militar. Los focos que le iluminaban desde arriba arrojaban largas sombras sobre su huesudo rostro, pero a nadie podían escapársele los ojos oscuros y brillantes bajo la prominente frente. Urmila se quedó quieta: había oído hablar mucho de él y conocía su obra bastante bien, pero nunca le había visto en persona.
Dio un paso titubeante por el oscuro pasillo. Distraídamente observó que el vicepresidente cabeceaba soñoliento en el escenario, a espaldas de Phulboni.
El escritor se inclinaba hacia adelante, apoyado en el borde del atril, y hablaba en tono bajo, con voz áspera.
-El silencio de la ciudad -decía- ha sido mi sustento a lo largo de mi vida de escritor: me ha mantenido vivo en la esperanza de que a mí también me reclamaría cuando se me secara la tinta. Durante más años de los que alcanzo a recordar, he vagado por la oscuridad de las calles, buscando la invisible presencia que reina sobre ese silencio, intentando que me aceptara, rogando que me llevara al otro lado antes de que se me acabara el tiempo. Sé que ha llegado el momento de la travesía, y por eso estoy aquí ahora, delante de vosotros: para rogar, para suplicar a la dueña de ese silencio, a la más secreta de las diosas, que me conceda lo que durante tanto tiempo me ha negado: que se aparezca ante mí…
Urmila miró hacia la puerta por encima del hombro. Vio que Murugan había entrado y estaba a su lado, tratando de avanzar por el pasillo. Se acercó un acomodador, linterna en mano. Echó un vistazo a la tarjeta de prensa de Sonali y luego a la de Urmila y les hizo un gesto para que pasaran. Caminando por el oscuro pasillo, Urmila volvió a mirar atrás. Sintió alivio al ver que el acomodador sacaba sin contemplaciones a Murugan de la sala.
7
Con una señal de seguridad del código Dakala, Antar envió un mensaje a la sede central del Consejo para comunicarles que había encontrado la tarjeta de identidad de un empleado de Alerta Vital desaparecido desde el 21 de agosto de 1995. Luego se recostó en la silla y se puso a recorrer el expediente que Ava había extraído de los archivos del Consejo. Querían que lo devolviese en una hora más o menos, y él tenía que leerlo por si a la oficina central se le ocurría encargarle algún trabajo de seguimiento. Por su aspecto, calculaba que tardaría unos veinte minutos, lo que le dejaría el tiempo justo para dar el paseo hasta Penn Station antes de la cita para cenar con Tara.
En unos minutos descubrió que el expediente consistía sobre todo en reseñas y recortes de periódicos que se habían publicado en el momento de la «desaparición» de L. Murugan. En su mayor parte, se limitaban a reproducir las habladurías que habían circulado por la oficina. En aquella época, recordó Antar, todo el mundo suponía que la «desaparición» era un eufemismo para no decir suicidio.