El niño pronto comenzó a esbozar sonrisas. Eran rictus alegres que se metían en el alma de la madre y la llenaban de felicidad.
Cuando el niño sonreía Elena tenía la impresión de que nada en el mundo podía superar el gozo que le causaba aquella sonrisa.
Todo era bello en el sosiego que reflejaba el pequeño. Nada era ya pasto de vergüenzas y calamidades.
Tampoco el huracán atormentaba ya el sueño de Elena. Únicamente se despertaba cuando Manuel gemía un poco y precisaba cambiar su posición.
Con el paso del tiempo le salieron dientes y balbuceaba la palabra "mamá", como si su voz fuera extraída de un tesoro inesperado.
Los domingos servían para cerrar la tienda y metido en un cochecito, darle un garbeo (al impulso casi orgulloso de la madre) por la plaza de aquel barrio.
El mar ya no formaba parte de los sueños de Elena. El mar era una ilusión conseguida que de ningún modo podía superar el pedazo de tierra ciudadana donde Manuel había decidido nacer.
A veces Manuel caía en fiebres: los dientes, la tos, los pequeños quejidos; todo podía convertirse en una amenaza para la madre.
Los cuidados eran pocos y Elena no vacilaba en cerrar la tienda para dedicarse sólo a su hijo.
La tienda cerrada era siempre el anuncio de un revés causado por, el niño. Y los vecinos se ofrecían desinteresadamente para ayudar a la madre.
Pero Manuel pronto se recuperaba de sus achaques y Elena no tardaba en reabrir la tienda.
Pronto Manuel dio muestras de una inteligencia despierta. A los dos años hablaba.
A los tres mantenía largas conversaciones y a los cuatro comenzaba a meditar, a comparar, a imaginar y, sobre todo, a preguntar. Quería saber, quería comprender muchas cosas que nadie le explicaba. No obstante, su intuición era amplia y lo que nadie le aclaraba no tardaba mucho en convertirse en algo que su mente elaboraba.
En cierta ocasión preguntó a su madre quién era el hombre que el cuadro rescatado ofrecía.
– Es tu padre -dijo Elena. Y enseguida cambió de conversación.
El trastorno comenzó a surgir cuando Elena decidió enviarlo al colegio. Para no ausentarse de la tienda, le pidió a una vecina que, al tiempo que llevaba a su hijo a la escuela, también pudiera llevar a Manuel. Al niño aquella novedad le atraía. Era muy gratificante conocer a otros niños, jugar con ellos, reír con ellos y dormir la siesta con ellos. Enseguida tuvo amigos; niños como él pero con ciertas diferencias. Por ejemplo, algunos se quejaban de cualquier bobada, otros decían incongruencias que Manuel no sabía asimilar; la mayoría nunca sonreía y a la hora de la siesta lloraban.
Al finalizar el curso, se organizó una obra escenificada dirigida por la maestra principal. A Manuel le vistieron de ángel y de su espalda se alzaban un par de alas blancas, que hacían juego con su túnica de raso.
Aquella tarde la sala de actos se llenó de gente. La mayoría la formaban los padres y abuelos de los niños.
Al terminar la representación, niños y familiares se concentraron en el jardín del colegio. Allí los esperaba un pequeño refrigerio para celebrar el fin de curso.
Elena disfrutaba mucho cuando veía a su hijo, tan unido a sus amigos.
No obstante, cuando regresaron a su casa, algo parecido a un ceño ensombrecía la faz del niño. Parecía abstraído, como preocupado por una extraña interioridad que no acababa de salir a flote.
– ¿Te ocurre algo? -preguntó la madre.
Manuel no contestó. Continuaba inmerso en sus cavilaciones.
– ¿Qué te ocurre, hijo? -insistió Elena.
– Pensaba -contestó el niño.
– ¿Y qué pensabas?
– Algo raro. Algo que no entiendo.
– Dime lo que es y yo te lo aclararé todo.
A veces ciertas respuestas no concuerdan con las preguntas. A veces las respuestas pueden incluso hacer estallar la caja secreta de nuevas preguntas sin explicación posible. A veces aclarar ignorancias y ciertas dudas contribuye a multiplicar las dudas y las ignorancias.
El niño miró a su madre y le dijo:
– Todos mis amigos tienen un padre. ¿Dónde está el mío? ¿Por qué no ha venido al colegio como lo han hecho los padres de mis amigos?
Elena fingió no haberlo oído.
Precisaba darse tiempo para decidir cuál debía ser su respuesta.
En realidad, nunca se detuvo a meditar que el pequeño pudiera hacerle semejante pregunta. Siempre imaginó que cuando fuera mayor, ella podría inventar un padre descastado que al nacer el pequeño la dejó sola.
Tras un breve examen de lo que debía responderle, exclamó como si no diera importancia a la pregunta del pequeño:
– No todos los padres de los alumnos estaban en la sala de actos. -Y para distraerle de la pregunta se aproximó llevando al niño de la mano a un escaparate donde vendían juguetes.
Manuel se abstuvo enseguida de hacer preguntas. Los juguetes podían más que su curiosidad: El escaparate era una especie de pregón para los niños. Pertenecía a una tienda de dimensiones considerables y sus vitrinas grandes y bien iluminadas eran como brotes de luz propia de El País de las Maravillas.
– Mamá, quiero ese tren; lápices de colores, esos perritos que caminan…
Lo que ya no quería Manuel era un padre.
Los grandes deseos casi nunca pueden más que las grandes ofertas prontas a convertirse en posesiones. Y Elena aprovechó la ocasión para entrar en la tienda y satisfacer, modestamente algún pequeño deseo del hijo.
Al llegar a su casa la pregunta temida se había esfumado. Manuel era feliz con su juguete.
Se trataba de un perrito que lanzaba tímidos ladridos y movía la cola. Tanto le gustaba aquel regalo inesperado, que al acostarse lo metía en la cama y dormía con él.
Aquella vez la madre se olvidó de la pregunta que había quedado en el aire.
En ocasiones el aire recoge conceptos que jamás vuelven a surgir.
Pocas veces se recupera lo que el recuerdo ventolero esfuma al arrimo del vacío.
Y la madre de Manuel dejó de pensar en la respuesta que debía darle al hijo.
Aquel verano fue tranquilo. Elena decidió cerrar la tienda y alquilar un apartamento sencillo ubicado en cierto pueblo pequeño que también tenía mar.
Compró un flotador para ella y otro para el niño. Ninguno sabía nadar, pero compartían con los bañistas que los rodeaban juegos, risas, escalofríos y ciertos compañerismos que acabaron en amistades aparentemente sólidas.
En el grupo se apiñaban niños de la edad de Manuel y padres de la edad de Elena.
Fue un verano alegre sin incidentes graves y exento de preocupaciones.
Otra vez el mar. Para Elena fue de nuevo algo digno de ser contemplado y admirado. Los cambios de la masa líquida eran constantes. Mirarla suponía vislumbrar infinidad de sensaciones nuevas que enriquecían la vista y despertaban clamores internos. A veces era lisa como una pista de hielo azul. Otras en cambio se encabritaba ligeramente formando corderitos blancos, y otras se enfurecía alzando olas que inundaban la playa para retroceder y llenar de aire las parcelas lejanas que rompían los bultos hinchados del agua al llegar a la orilla formando espumas blancas un tanto furiosas.
También aquello servía para divertir a los bañistas. Generalmente eran los padres los que, para jugar con sus pequeños, desafiaban el oleaje alzando a sus hijos para rehuir las salpicaduras.
Y de nuevo la pregunta vedada:
– ¿Por qué no viene mi padre a jugar conmigo?
Elena una vez más procuró desviar la respuesta.
– Para eso está tu madre. Yo jugaré contigo.
Y jugaba, lo alzaba, lo besaba. Pero Manuel se decía que aquellos juegos de la madre no eran similares a los que realizaban los padres de los otros niños.
Así comenzó de nuevo la cantinela de Manueclass="underline" Cualquier contingencia lo ponía en trance de reclamar a su padre.
Él no era una niña. Él era un niño y como tal precisaba un padre.
Incluso a veces, en la soledad de su cuarto, contemplaba el cuadro que se había salvado del huracán y hablaba con él.