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Su madre lo había colgado en la pared sobre la cabecera de la cama para que velara por él. A Manuel aquel rostro no le era familiar. Su mirada parecía contemplar al niño con verdadero amor de padre. Incluso a veces sonreía. Era un cuadro con vida.

El niño lo miraba con ilusión: "Hola padre", le decía. Y se liaba a hablar con el cuadró como hacían otros niños con sus padres.

Le contaba sus pequeños secretos, sus travesuras, sus ganas de jugar con él.

– Mamá no me quiere decir donde estás, pero yo te encontraré -le decía.

Según el humor que se apoderaba de él, incluso se enfrentaba al cuadro, y volcaba los sentimientos convencido de que el padre le escuchaba:

– Hoy estoy enfadado -le decía-, un niño me ha pegado y yo también lo he pegado a él. Pero la maestra me ha castigado a mí. Eso no es justo, ¿verdad, papá?

Otras veces, se declaraba feliz: "La maestra me puso la mejor nota por mi dibujo y mamá dice que seré un gran pintor."

Hablar con su padre pronto se convirtió en una costumbre. No lo consideraba un monólogo. Manuel tenía la convicción de que el hombre del cuadro lo escuchaba.

Según discurría, Manuel se daba a sí mismo la réplica. La cuestión era mantener con su padre una conversación jugosa, íntima y muy propia de un padre con un hijo.

En cierta ocasión el niño le preguntó por qué nunca lo veía. Y él padre le contestó que lo buscara. "Si me buscas me encontrarás" -le dijo.

Y Manuel se propuso buscarlo.

4

Inesperadamente un día llegó a la tienda de Elena un hombre de aspecto impecable, bien vestido, bien afeitado mientras esbozaba una sonrisa agradable.

– Elena.

Lo miró ella con cierto temor mientras despachaba a una clienta.

– Un momento, por favor, estoy con usted en cuanto termine con esa señora.

Fue un terminar algo angustioso.

En el fondo lo que Elena deseaba era que el trato con la clienta no terminara, que se quedara mucho rato eligiendo prendas y dudando cuál de ellas era la adecuada.

Había clientas dubitativas que siempre prolongaban sus decisiones. Eran seres flotantes y exentos de seguridad que con excusas torpes solían prolongar las elecciones de las prendas que les proponían porque la duda era la directriz constante en sus formas de vida.

Pero aquella clienta era decidida y casi nunca dudaba sobre lo que precisaba comprar.

Elena trató de dar largas, pero la clienta tenía prisa y tras pagar la mercancía, cogió la bolsa y se fue.

El hombre que aguardaba tras el mostrador inmediatamente trató de abordarla:

– Por fin, dijo.

– ¿Sabes cuánto tiempo llevo buscándote? Más o menos seis o siete años.

Elena lo miró fijamente pero no le contestó y el hombre continuó hablando:

– Tristana me dijo que ya no trabajabas con ella, que te habías establecido por tu cuenta y que habías tenido un hijo. Pero no quiso hablarme de tu nuevo trabajo, ni tampoco me dio tus señas.

– Yo le rogué que no las diera a nadie.

– Pero, Elena, ¿cómo puedes considerarme nadie? Tú sabes hasta que punto tu historia llegó a interesarme. ¡Cuántas veces estuvimos juntos únicamente hablando! Tu historia me apasionaba mucho más que tu belleza. Cuando te escuchaba, mi calma interior vencía el deseo. Nada me conmovía tanto como el sonido de tu voz; entrar en el dolor de tu vida y contemplar hasta qué punto la tarea que realizabas más que beneficiarte te estaba matando poco a poco.

– Es cierto, pero yo no pretendía que me compadecieras. Al fin y al cabo fuiste tú quien se empeñaba en saber las razones de mi vida.

– Porque oírte era una novedad muy positiva que nunca hasta entonces había experimentado. De pronto comprendí que vuestra profesión, lejos de ser algo degradante, podía ocultar un mundo de impotencias desesperadas que forzosamente exigían lo que de algún modo os obligaba a soportar -y tras un breve silencio continuó hablando-, tu ausencia fue algo más que perder un hábito sin destino, una de esas costumbres que en ocasiones se nos antojan necesarias para nivelar las exigencias del sexo. Hablar contigo era como pasar un examen de conciencia. Algo parecido a introducirse en un palacio bellísimo, pero saqueado y vacío.

Elena lo miraba fijamente pero no hablaba. Durante aquellos siete años más de una vez se había acordado de aquel hombre. Se llamaba Fabián Hibernón, y cuando ella abandonó la empresa de Tristana fue la única persona que, de vez en cuando, se metía en sus insomnios y en sus depresiones.

Era difícil averiguar por qué razón aquel cliente no se parecía a los otros.

Bastaba mirarlo para comprender que se trataba de alguien distinto del resto de los clientes. Jamás hablaba de si mismo. Era ponderado y casi respetuoso. A veces la miraba como sí Elena no fuese una mujer sin rumbo y a la deriva de un mar enfurecido que la incitaba a naufragar.

Comprendió pronto que su idiosincrasia no llegaba a encajar en su profesión.

Probablemente fue ese descubrimiento lo que poco a poco iba trocando su voluntad intuitiva en una necesidad entre espiritual y un tanto intelectual.

Acercarse a ella pronto dejó de ser el objeto de un deseo físico.

Pensó también que el ser humano precisaba algo más que el sexo.

Nada era importante si los placeres físicos no se conectaban con cierto toque espiritual.

Al principio fue la belleza de Elena lo que motivó su instinto. El cambio tardó un poco en llegar.

No fue repentino. Iba asomando lentamente como esas lluvias veraniegas que sólo pertenecen a ciertas nubes inofensivas.

De improviso, ciertos aspectos de aquellos conocimientos clandestinos fueron ladeándose hacia el terreno de las confidencias.

Para Elena aquellos encuentros comenzaban a convertirse en algo más que en el cumplimiento de un deber.

A menudo se preguntaba "¿Vendrá hoy Fabián?" No quería cuestionarse la razón de su pregunta. Surgía repentinamente como de repente surgen las setas en otoño en los bosques y en las tierras algo alejadas de la civilización.

Sabía que las ilusiones eran globos deshinchados en los ambientes donde ella trabajaba. Por eso no quería fomentarlas.

De pronto un día Elena recordó a Fabián desde un punto de vista diferente:

"No es un cliente," pensó. "Es algo distinto." Tampoco era un amigo, ni un conocido, ni siquiera un familiar. Era algo inesperado, una especie de regalo venido de la lejanía que tenía voz y oídos. Que preguntaba, opinaba y escuchaba las historias de Elena con el interés de alguien muy unido a ella. Pero nunca se planteó que aquella sensación que Fabián le producía podía ser algo similar a lo que todos llamaban amor.

Por ello decidió marcharse de aquel lugar sin dejar rastro. Lo pasado, pasado estaba.

Lo esencial para Elena consistía en paralizar su ayer en todas sus facetas, (Fabián incluido), y comenzar una vida decente junto a su hijo.

No obstante, olvidar no supone arrancar raíces del alma. Las raíces son tercas y casi siempre se adentran en la tierra para rebrotar cuando menos se espera.

– ¿Te expliqué alguna vez que además de notario soy escritor?

– Sí. Incluso leí uno de tus libros. Se titulaba Bancarrota.

– ¿Te gustó?

– Me apasionó.

– ¿Qué viste en las páginas del libro?

– Te vi a ti. Descubrí tu talento.

– ¿Eso fue todo? -y como Elena no contestaba, Fabián indagó- ¿No te viste también a ti misma?

– Un poco sí -confesó ella.

Hubo un silencio grande que las palabras de la mirada no interrumpieron, al contrario; era precisamente aquel silencio lo que enriquecía la elocuencia muda.

Se acercó Fabián a ella y cogió su mano.

– Lo cierto es que por fin te he encontrado. Confío en que de ahora en adelante no me rehuyas. Se lo dijo con aire de hombre desconfiado y al mismo tiempo indefenso. En aquellos momentos no era el cliente de una empresa que exigía un pago, sino un indigente que lo pedía.