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Elena no se atrevía a mirarlo. Cabizbaja meditaba, comparaba y sobre todo recordaba. Eran evocaciones que durante siete años, lejos de disminuir se habían conservado y fortalecido a pesar de su empeño en olvidarlas. Las llevaba escondidas en lo más íntimo de sí misma, como se esconden ciertas alhajas que difícilmente pueden reponerse si alguien las roba.

– No quisiera retroceder -dijo ella-. Mi vida ha cambiado; tengo un hijo al que adoro.

– Lo comprendo. Es un niño precioso.

– ¿Lo has visto alguna vez?

– Hace pocos días lo descubrí. Tú ibas con él; entraste en una juguetería y cuando salisteis de allí, os seguí. Así supe donde vivíais.

Elena no llegaba a comprender con exactitud lo que aquel hombre esperaba de ella. Todo se volvía confuso. Aunque nada en torno a ellos se parecía a los encuentros de antaño, los recuerdos se empeñaban en borrar la limpieza del presente.

– Quería desconectarme de mi pasado -murmuró ella- y que mi hijo nunca supiera el origen de su nacimiento.

– Comprendo. Pero la realidad humana no hay que medirla por sus hechos sino por las circunstancias que obligan a realizarlos. -Y tras una breve pausa añadió- a veces uno se pregunta "¿Qué somos?" pero no podemos contestarnos. Siempre corremos el riesgo de falsear nuestra verdad. De hecho, siempre somos lo que las circunstancias nos obligan a ser. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo, Elena?

Asintió ella sin decir palabra. No podía hablar. Algo parecido a una emoción se lo impedía. Sólo miraba. Pero los ojos se le llenaron de lágrimas. Fabián le prestó su pañuelo.

– Gracias -dijo ella.

– ¿Por el pañuelo?

– No; por tu comprensión.

5

Manuel ignoraba la causa, pero sabía que algo en el ambiente casero había cambiado.

Las intuiciones infantiles no se basan en situaciones concretas. Están en el aire; se captan, como se capta el vuelo de un mosquito que no se deja atrapar.

Son únicamente sensaciones que llegan y se van; que desconciertan y sacuden la mente sin saber por qué.

Su madre no parecía la madre de siempre: La rutina ya no era rutina. De improviso había en ella algo que Manuel desconocía. Pero no podía definir lo que era.

El cariño que medraba entre ambos era el mismo pero ciertas formas de la vida cotidiana habían cambiado.

Como tenía por costumbre, Manuel, en la soledad de su cuarto, se enfrentó al cuadro y le preguntó porqué se notaba tan desconcertado.

En su mente no cabían explicaciones. Sólo respuestas que el cuadro le daba. Eran coloquios mentales que, según el niño, siempre tenían contestaciones muy sabias..

– Mamá sale de noche pero no me deja solo. Ha contratado a una "canguro" para que me cuide.

Y el cuadro le decía que no se preocupara porque la "canguro" era muy buena.

Lo difícil era comprender la razón de aquel cambio.

La madre parecía otra persona. A veces la oía cantar mientras se duchaba. Otras hablaba por teléfono y sonreía como si la voz que escuchaba la llenara de felicidad.

En cierta ocasión llegó un señor a su casa y le dio un beso.

Parecía amable, atento y dispuesto a complacerle a él y a su madre.,

Traía regalos. Lo cogía en brazos y jugaba con él a darle volteretas. La madre reía, y el hombre continuaba entreteniéndole como si fuera su mejor amigo.

Al cabo de un tiempo el hombre le preguntó a Manueclass="underline"

– ¿Te gustaría que yo fuese tu padre?

El niño frunció el entrecejo y sin pensarlo dos veces le contesto:

– No.

El hombre se quedó perplejo.

– ¿Por qué? ¿No te gusto?

– Sí me gustas, pero yo tengo otro padre.

Elena lo miró extrañada. No entendía la reacción de su hijo. Hacía mucho tiempo que aquel dilema no se mencionaba, ni se planteaba como un enigma indescifrable.

Pero el hombre no quiso hurgar en la mentalidad del niño y se limitó a cambiar de conversación.

A pesar de todo Manuel sentía una extraña predilección por aquel amigo de su madre.

Gracias a él, la atmósfera de siempre se había despejado de rutinas. Todo era más diáfano y alegre. Pero eso no era un motivo que justificara su paternidad.

Su verdadero padre seguía siendo para el niño una verdad escondida.

Desde siempre supo que la faz de su padre era la del cuadro y que tarde o temprano acabaría por encontrarlo.

Cierto día, mientras contemplaba el rostro de aquel hombre, le planteó el problema.

– Mamá se empeña en asegurarme que Fabián es mi padre, pero yo sé que no es verdad.

La respuesta del cuadro no tardó en darle la razón.

– Fabián no es tu padre. Tu padre soy yo. Por eso tu madre ha colgado en tu habitación mi retrato.

– Pero yo quiero verte.

– Me encontrarás si me buscas.

Y el niño le respondió:

– Te buscaré.

***

Un día Manuel escuchó la conversación que Elena mantuvo con una vecina mientras hablaban por teléfono.

Eran buenas amigas y con frecuencia se explayaban en confidencias amables.

Pero aquel día la confidencia para Manuel fue algo más que una revelación: Fue una sorpresa, una especie de "susto" alegre, algo inesperado y de difícil comprensión,

– Es notario y escritor -le decía a la amiga goza de buena posición y lleva bastantes años viudo.

Luego, bajando la voz como si temiera que alguien la oyera, continuó hablando.

– Quiere casarse conmigo.

La palabra casarse era un poco vaga para Manuel. Sabía que las bodas entre un hombre y una mujer eran sagradas pero no sabía por qué.

Aquella misma noche se lo preguntó al cuadro.

– Eso de casarse. ¿Qué es?

Pero el cuadro no contestaba y la mente de Manuel se hacía un lío tremendo.

Cuando los cerebros se desplazan más allá del tiempo y del espacio, las mentes corren el peligro de embotarse y de oscurecerse, por eso algunos conceptos se extravían en confusiones.

No obstante, Manuel continuó insistiendo. Aunque sabía que las respuestas que le daban tenían su propia voz, no se arredraba porque estaba convencido de que su padre hablaba cuando le apetecía metiéndose en la mente del hijo.

Además, también los silencios eran elocuentes. Más de una vez el hombre del cuadro le había dicho: "Cuando crezcas y seas mayor, lo sabrás todo."

– ¿Y cuándo seré mayor?

– Cuando sepas discernir el bien del mal, y tus sentimientos no se dejen llevar por los instintos y tus ímpetus no se vuelvan agresivos y el amor no se ciña únicamente a las apariencias sino a los sentimientos, a la bondad y a la inteligencia.

– ¿Y cómo sabré quién es inteligente y bueno?

– Cuando aprendas a sufrir con el que sufre, y perdonar al que te desprecia y rechazar las actitudes y declaraciones de los soberbios. Nadie que se envanezca de sí mismo y desprecie a quien puede hacerle sombra es inteligente.

– No entiendo muy claramente lo que me dices. Espero que cuando te encuentre me lo expliques otra vez.

– Tenlo por seguro.

– ¿Tardaré en encontrarte?

– No. Pronto nos veremos.

– ¿Cuándo es pronto?

– Depende de ti. Búscame -insistió el cuadro-, si me buscas te prometo que nos veremos cara a cara y siempre estaré contigo.

***

Manuel inmerso en sus coloquios era feliz.

Tenía la convicción de que el cuadro le hablaba y eso era muy superior a todas las diversiones que sus amigos le proporcionaban.

En alguna ocasión a punto estuvo de contarle a su madre lo que el hombre del cuadro le decía, pero temía que Elena no le creyera. Con frecuencia decía que Manuel era un niño fantasioso y que le gustaba mucho fingir que sus fantasías eran reales.

Pero él no se defendía, "que piensen lo que quieran," se decía.