Lo esencial era su verdad. Nunca se enfadaba, al contrario. "Tarde o temprano la conocerán."
Lo peor era el desengaño de su madre cuando Manuel se negó a aceptar a Fabián como padre.
– ¿No te gusta Fabián?
– Sí, me gusta mucho.
– ¿Entonces por qué no lo admites como padre? Es un hombre bueno, inteligente y te quiere como a un hijo.
– ¿Cómo sabes que me quiere?
– Me lo ha probado mil veces. Cuando se case conmigo irás a un colegio privado y yo podré acompañarte porque dejaré la tienda.
– Fabián me gusta -insistió Manuel- pero no es mi padre.
Y sin esperar respuestas se dirigió a su cuarto para hacer los deberes.
A veces lo sueños podían tener los efectos de una droga.
Y el que invadió la mente adormilada de Manuel aquella noche tuvo cierta similitud con las inclinaciones indiscriminadas que suelen producir los alucinógenos.
El sueño era tan real como la lluvia que caía sobre la ciudad a modo de un chaparrón inclemente. Manuel se levantó para acercarse al ventanal cerrado de su habitación. Amanecía. Era un amanecer sin sol, ni estrellas. Únicamente las farolas iluminaban la plaza desierta y mojada.
En cambio el sueño que había tenido del niño, era resplandeciente porque tenía un sol inmenso.
Se llevó una desilusión grande cuando contempló la enorme desolación de la plaza y el triste deambular de los escasos peatones que la cruzaban.
Se metió en la cama y de nuevo volvió soñar.
Lo primero que vio fue el rostro del cuadro. Pero nada en aquella faz era estático. Al hablar, las facciones del rostro se movían y los ojos eran dos focos que irradiaban una gran paz.
– Búscame -insistía- no temas, te espero. La lluvia ha cesado y el sol comienza a caldear la ciudad.
Manuel volvió a levantarse y empezó a vestirse.
Luego se cercioró de que su madre dormía. Bajó por la escalera que finalizaba junto a la puerta de entrada. La abrió y salió de la casa.
6
Como era un día festivo, Elena durmió algo más de lo habitual. Además se notaba tan feliz que se permitió quedarse en la cama pensando en el gran cambio que iba a experimentar su vida.
Nada distorsionaba ni amenazaba destruir la dicha que, desde su encuentro con Fabián, venía experimentando.
Jamás podía olvidar su forma tan respetuosa de tratarla; aquella manera de mostrarle hasta qué punto la quería y la admiraba, y sobre todo, el gran cariño que profesaba al pequeño Manuel.
"Es un niño excepcional," le decía. "Se parece a ti."
Fabián, en su primer matrimonio, no tuvo hijos, y desde que conectó con Manuel, fue como si descubriera un mundo nuevo.
Todo en aquel pequeño le sorprendía: Sus continuas salidas de tono, como extraídas de un cerebro adulto; sus deseos de ayudar a su madre en las tareas caseras y, sobre todo, las constantes deducciones rebosantes de una imaginación desbordada. Cualquier elemento era en aquel niño un chorro de ideas propias de una mente mágica.
Para él, lo que todos consideraban normal, podía ser una fuente de certidumbres a las que nadie prestaba atención: "La lluvia son lágrimas de un cielo triste -decía. "Y las nubes son enemigas del sol."
En ocasiones, cuando lo llevaban al puerto, miraba al mar como si fuera otro cielo. "He visto volar a un pez." Y explicaba un mundo marino que su mente forjaba como verdades que sólo él conocía.
A veces Elena temía que su hijo se dejara llevar por fantasías que él consideraba certidumbres desconocidas por los mayores: "Su mente es un nido de fábulas que él mismo inventa."
Pero Fabián decía que su tendencia a fabular historias era una descarga de su inteligencia.
"Con el tiempo, esa imaginación desbordante puede convertirlo en un gran escritor" -decía.
Y Manuel, a su modo, agradecía que aquel hombre lo arropara con tanta seguridad y muestras de cariño.
Todo eso pensaba Elena mientras aguardaba el momento de entrar en la habitación de su hijo. Como era un día festivo sin duda dormía.
Tras asearse, se dirigió a la habitación de Manuel para despertarlo.
– ¿Dónde estás, hijo? -preguntó.
No obstante el niño no le dio respuesta.
– ¿Dónde te has metido? – insistió ella.
Pero sólo respondió el silencio. Sin embargo a Elena no le extrañó su silencio. Con frecuencia jugaba al escondite para que su madre lo buscara. Y al encontrarlo lo abrazara y lo llenara de besos.
Aunque todavía serena, Elena fue escudriñando todos los rincones de la casa.
Manuel no estaba en las habitaciones, ni en los armarios, ni en el patio trasero.
Alarmada bajó por la escalera. La puerta de entrada de la casa estaba abierta. La plaza comenzaba a despertarse y algunos peatones deambulaban con el sueño todavía incrustado en sus actitudes, pero Manuel no se encontraba entre ellos.
Algo muy doloroso convirtió la plaza en un suplicio. La puerta abierta era un indicio brutal de un adiós inesperado y en la mente de Elena se acumularon infinidad de probabilidades terribles.
Manuel había desaparecido. ¿Por qué? ¿Lo habían raptado? ¿Había huido?
Nada era comprensible ni aceptable pero todo evidenciaba la extraña ausencia de su hijo.
Inmersa en un conjunto de horribles sensaciones, lo primero que hizo Elena fue llamar por teléfono a Fabián.
– Manuel ha desaparecido -le dijo-. No entiendo lo que ha ocurrido. No sé lo que debo hacer. Estoy muy angustiada.
– No te angusties. Conociendo a tu hijo seguramente te ha gastado una broma. Aguarda a que yo llegue. Estaré en tu casa dentro de cinco minutos.
Tras cerciorarse Fabián de la desaparición del niño, removió cielos y tierra para intentar descubrir lo ocurrido.
Desde su posición de hombre influyente no sólo se valió de la policía para buscarlo: también contrató detectives y personas medio legales que conocían trucos y maneras de averiguar lo más oculto de ciertos enigmas indescifrables.
La mañana fue agitada: Las cadenas de televisión se afanaron por dar la noticia y la fotografía de Manuel (un Manuel sonriente y alegre) se imprimió en varios programas.
Pero el desasosiego y la angustia iban en aumento. Las hipótesis fallaban: Manuel había desaparecido sin dejar rastro, sin un motivo que justificara su huida y sin que las alertas anunciadas tuvieran una lógica respuesta.
Se estableció una línea directa con la policía. Pero el aparato, cuando sonaba, era por otros motivos. Consultas o noticias vacías de respuestas. Una especie de esperanza diluida en la sentencia cruel del silencio.
Fabián sugirió hablar con los vecinos.
Nadie daba razones contundentes. Los que habían llegado a sus casas en la madrugada, únicamente hablaban de una lluvia inclemente cuando amanecía.
Por supuesto, también algún vecino medio sospechoso fue interrogado. Pero sus respuestas no reflejaban delito alguno.
Y el miedo crecía. Era un miedo que lentamente iba adquiriendo volumen.
Era inútil que Fabián tratara de amortiguarlo para calmar el dolor de Elena.
Todo en aquella mujer era una herida que, lejos de sangrar, iba cerrándose en falso para infectarla de miedos y angustias.
Eso era lo que Elena experimentaba al tratar de constatar la extraña desaparición de su hijo: Un veneno en la sangre, una fuga inevitable de cualquier motivo que le permitiera respirar en paz y una acumulación de proyectos alegres destruidos:
Ni siquiera los ánimos que Fabián trataba de comunicarle eran consistentes. No servían.
Todo estaba en el aire. Todo se convertía en una inmensa decepción insalvable.
Los "¿Porqués?" eran las únicas respuestas plausibles. Y Elena tuvo que ser atendida por un psicólogo.
Fabián no se apartaba de su lado. También alguna vecina procuraba calmar la desazón de aquella madre desesperada.