Siete años habían transcurrido siempre preso de un recuerdo que nunca se borraba. La imagen de una mujer doliente que desde los derribos de sus esperanzas mantenían intactos los pilares del dolor, sin más apoyo que el de la vergüenza.
Fueron sus confidencias y sus realidades internas, lo que día a día iba inundando de admiración la realidad de aquella mujer que, en su desvío, llenaba poco a poco los huecos vacíos del sentimiento.
Algo había en Elena que le atraía más allá de los instintos; algo que se apoderaba de él cada vez que solicitaba su presencia y que sin darse cuenta iba aumentando su interés por escucharla.
Nadie ni nada habían conseguido alterar todos los esquemas de su vida, como los había alterado Elena.
Lentamente fue descubriendo en ella lo que nunca había descubierto en otra mujer.
Definir aquella nueva sensación era muy difícil. Tal vez por ir condicionada a la tristeza que, incluso cuando se mostraba alegre, se le estancaba en los ojos, o a los brotes verbales que, a instancia de Fabián, ella le exponía.
Sin apenas darse cuenta, estar con Elena iba siendo mucho más que estar con un cuerpo hermoso. La auténtica belleza se escondía en su interior al filo de los breves comentarios que hacía, o de sus pequeños suspiros al verse tan alejada de su verdadera forma de ser.
Cualquier detalle de aquella mujer contribuía a forjar en Fabián una atención que no merecían sus compañeras de trabajo.
Pronto hubo entre ellos un nexo especial que ninguno de los dos se atrevía a reconocer.
Ella porque su profesión le impedía explayarse y confesar a Fabián lo feliz que se encontraba a su lado. Y él porque todavía dudaba de que Elena fuera capaz de comprender que, lejos de ser él un cliente, era ya un asombrado descubridor de su calidad humana.
Así pasaron los días, las semanas y los meses. Hasta que de improviso se produjo la ausencia de Elena. Inútil fue preguntarle a Tristana por ella. Tristana le contestaba que no lo sabía, pero que si lo supiera, no se lo diría:
– Piensa dejar ese tipo de trabajo. No quiere que la reconozcan. Además espera un hijo.
La primera reacción de Fabián fue algo brusca.
– Vaya fastidio -dijo- esa mujer me gustaba.
Pero mientras se mostraba despectivo y decepcionado, lo que de verdad le dolía era sentirse preso de su ausencia.
Hasta entonces la costumbre no le obligaba a pensar que las mejores certezas podían convertirse en incertidumbres de la noche a la mañana, y que lo más cercano a la costumbre era capaz de convertirse en un recuerdo sin más adiós, que la ausencia.
En un principio Fabián se negaba a admitir que la desaparición de Elena podía suponer para él una especie de pérdida vital.
Incluso se permitía achacar su indudable vacío a la pérdida de una rutina.
Pero a medida que el tiempo transcurría, aquella rutina se iba convirtiendo en nostalgia.
A ello contribuía la extraña forma de recordarla cuando los sueños se empeñan en devolverla.
De improviso la veía esbozando aquella extraña sonrisa triste que siempre la acompañaba, y aquel modo de abrir su alma como si para ella lo esencial no consistiera en vender su cuerpo, sino en lamentar que lo invisible careciese de valor.
En vano trató Fabián de esquivar el recuerdo de aquella mujer.
Los sueños se encargaban de darle vida.
Fue así como lentamente comprendió que la necesitaba.
Las huidas supitañas capacitadas para dejar recuerdos irremplazables pueden convertirse en constantes tiranías.
Nada podía borrar el recuerdo de Elena. Cualquier hecho, o circunstancia le obligaba a recordarla.
Llegó un momento en que, por más que lo intentaba, olvidarla era imposible.
La buscó sin éxito. En su tenacidad trató de comprar a Tristana el secreto del lugar donde Elena vivía. Pero Tristana supo callar y olvidar la oferta. Y Fabián volvió a sus nostalgias como los sueños volvían a él, invadiendo sus despertares.
Así pasaron los años hasta que la pesadilla dio en convertirse en casualidad.
De pronto Fabián imaginó que las casualidades no son más que el resultado de una tenacidad constante.
Comprendió también que aquellos años sin Elena habían sido necesarios para convencerse a sí mismo de que sus sentimientos por aquella mujer, habían superado los niveles de la supuesta indiferencia que a veces pretendía adjudicarse.
La siguió. La visitó y le pidió que se casara con él.
Luego ocurrió lo del niño. Y en cierto modo Fabián tuvo la impresión de que su rencuentro con Elena se había producido para tratar de apoyarla en un trance doloroso.
9
Manuel y su padre se habían sentado en un banco de piedra que se hallaba junto a la gran escalera. La felicidad del pequeño era inmensa. Haber encontrado a quien siempre buscaba era para él un verdadero regalo.
– ¿Por qué te escondías? -le preguntó el pequeño-. ¿Por qué no vives en mi casa?
– Siempre estoy allí.
– Pero metido en un cuadro.
– Sin embargo yo hablo contigo.
Manuel le dio la razón. Lo importante para un hijo es que su padre pueda hablar con él. No obstante quiso cerciorarse.
– ¿Cómo te llamas?
– Como tú.
Manuel esbozó una sonrisa que denotaba satisfacción.
– Es verdad. Muchos amigos del colegio se llaman como sus padres. -Y tras un breve silencio añadió una pregunta- ¿Podré decirle a mi madre que he estado contigo?
– Naturalmente. Tu madre es una mujer muy buena. Obedécela siempre.
– Yo la quiero mucho. También Fabián la quiere.
– Es un hombre muy sensato. Le hará muy feliz.
– Fabián dice que quiere ser mi papá. Pero yo he dicho que mi verdadero padre eres tú. Cuando aún no lo conocía tú ya me hablabas.
– Pero a partir de hoy deberás obedecerlo. Él sabrá guiarte.
– ¿Y tú? ¿No podré hablarte como hacemos ahora?
– Por supuesto. Y en adelante si me necesitas y me llamas yo estaré a tu lado.
De pronto el niño frunció el entrecejo. Había cosas que no entendía.
– ¿Por qué no vives con nosotros?
– Vivo. Los demás tal vez no me vean. Pero tú me verás.
Aquella frase le bastó al niño para sentirse feliz. En adelante sus amigos del colegio dejarán de hacerle preguntas, y Manuel tampoco las hará a su madre.
Lo esencial consistía en que su padre era una realidad indiscutible.
El tiempo transcurría deprisa, pero la fascinación de Manuel era tan grande que el tiempo para él era como un lago estancado lleno de dichas inesperadas. El padre le propuso llevarlo a un restaurante.
– Tendrás apetito, ¿verdad?
Afirmó Manuel con la cabeza. Y el padre lo cogió de la mano para llevarlo a un restaurante cercano. Allí Manuel sació su apetito casi con avaricia. De hecho la escena que transcurría en aquel lugar había sido imaginada por él infinidad de veces. Pero en aquellos momentos era una verdad plena, una ilusión conseguida y un principio de algo nuevo que jamás tendría un final.
Cuando terminaron de almorzar, padre e hijo continuaron deambulando por la ciudad sin dejar de intercambiar pareceres y, preguntas.
– ¿Dónde vives? ¿En qué trabajas? ¿Cuántos hijos tienes? ¿Conoces a mis amigos?
Y el padre nunca dejaba que sus interrogantes se taponaran. Siempre respondía.
– Tengo muchas casas. Pero no en todas me tratan como me tratas tú. Mi trabajo consiste en querer mucho a mis hijos para que sus verdaderas vidas no se hundan en abismos.
– Entonces tengo hermanos.
– Por supuesto.
– ¿Los conozco?
– Ver no supone conocer -contestó el padre. Y aunque Manuel no lo entendió siguió hablando: -A veces podrás ver e imaginar, pero la verdad sólo el padre la conoce. Los seres humanos casi siempre "imaginan" pero sus verdades pueden ser únicamente conceptos susceptibles de transformarse en algo completamente opuesto a lo imaginado. En este mundo la verdad roza siempre la posibilidad de un cambio. Todo corre el peligro de dispersarse y destruirse.