A la mañana siguiente, Lubji se instaló con su caja cerca de la entrada al mercado. Descubrió rápidamente que mucha más gente se detenía a considerar lo que tenía en oferta, y fueron varias los que preguntaron en distintos idiomas qué estaría dispuesto a aceptar a cambio de la sortija de oro. Algunos llegaron incluso a probársela, para comprobar si era de la talla adecuada pero, a pesar de varias ofertas, no pudo cerrar un trato que considerara ventajoso para él.
Lubji trataba de cambiar doce patatas y tres botones por un cubo que no filtrara el agua, cuando observó a un distinguido caballero con un largo abrigo negro, de pie a un lado, que esperaba pacientemente a que terminara de hacer su transacción.
En cuanto el muchacho levantó la mirada y vio quién era, se levantó, despidió rápidamente a su otro cliente, y lo saludó:
– Buenos días, señor Lekski.
El anciano se adelantó un paso, se inclinó y empezó a tomar los objetos colocados en lo alto de la caja. Lubji no podía creer que al joyero le interesaran sus artículos. El señor Lekski consideró primero la vieja moneda con la efigie del zar. La estudió durante un rato. Lubji se dio cuenta en seguida de que, en realidad, no se sentía interesado por la moneda; eso no era más que una estratagema que le había visto emplear muchas veces, antes de preguntar el precio del objeto que realmente deseaba. «No permitas nunca que sepan qué es lo que te interesa», le había dicho por lo menos cien veces al muchacho.
Lubji esperó pacientemente a que el anciano dirigiera su atención hacia el centro de la caja.
– ¿Cuánto esperas conseguir por esto? -preguntó finalmente el joyero, que tomó la sortija de oro.
– ¿Cuál es vuestra oferta? -preguntó el chico, empleando con él su propio juego.
– Cien coronas -contestó el anciano.
Lubji no estuvo muy seguro de saber cómo reaccionar ya que, hasta entonces, nadie le había ofrecido más de diez coronas por nada de lo que tenía en oferta. Entonces recordó uno de los lemas de su mentor: «Pide el triple y prepárate para cerrar el trato por el doble». Miró fijamente al anciano.
– Trescientas coronas.
El joyero se inclinó y volvió a dejar la sortija en el centro de la caja.
– Doscientas es mi mejor oferta -dijo con firmeza.
– Doscientas cincuenta -replicó Lubji, esperanzado.
El señor Lekski no dijo nada durante un rato, pero no dejaba de mirar la sortija.
– Doscientas veinticinco -dijo finalmente-. Pero sólo se incluyes también esa vieja moneda.
Lubji asintió inmediatamente y trató de ocultar su satisfacción ante el resultado de la transacción.
El señor Lekski se sacó una bolsa del bolsillo interior del abrigo, le entregó doscientas veinticinco coronas y se guardó la moneda antigua y la pesada sortija de oro. Lubji miró al anciano y, por un momento, se preguntó si aún le quedaba algo por enseñarle.
Aquella tarde, Lubji no pudo hacer ninguna transacción más, de modo que recogió pronto su caja de cartón y se encaminó hacia el centro de la ciudad, satisfecho con su día de trabajo. Al llegar a la calle Schull compró un cubo completamente nuevo por doce coronas, un pollo por cinco y, en la panadería, una hogaza de pan fresco por una corona.
El joven comerciante se puso a silbar al descender por la calle principal. Al pasar ante la tienda del señor Lekski miró por el escaparate para ver si todavía estaba a la venta el hermoso broche que tenía la intención de comprarle a su madre antes del siguiente Rosh Hashanah.
Lubji dejó caer el cubo al suelo con incredulidad. Sus ojos se abrieron más y más. El broche había sido sustituido por una vieja moneda, con una etiqueta en la que se decía que llevaba la efigie del zar Nicolás I y que era de 1829. Luego, comprobó el precio escrito sobre la tarjeta situada por debajo.
– ¡Mil quinientas coronas!
4
Hay muchas ventajas y algunas desventajas en el hecho de nacer como australiano de segunda generación. No tuvo que transcurrir mucho tiempo para que Keith Townsend descubriera algunas de las desventajas.
Keith nació a las 14,37 del 9 de febrero de 1928 en una gran mansión colonial en Toorak. La primera llamada telefónica que hizo su madre desde la cama fue al director de la escuela de St. Andrew para inscribir a su primogénito en la matrícula para el año 1941. La primera que hizo su padre, desde su oficina, fue a la secretaria del Club de Criquet de Melbourne, para incluir el nombre de su hijo recién nacido como candidato a socio, ya que había una lista de espera de quince años.
Sir Graham Townsend, el padre de Keith, era oriundo de Dundee, Escocia, pero él y sus padres habían llegado a Australia a principios de siglo en un barco de ganado. A pesar de la posición de sir Graham como propietario del Melbourne Courier y del Adelaide Gazette, coronada con la obtención de un título de caballero durante el año anterior, la alta sociedad de Melbourne, algunos de cuyos miembros llevaban casi un siglo en el país y no se cansaban de recordar a todos que no eran descendientes de convictos, o bien lo desdeñaban, o se referían a él, simplemente, en tercera persona.
A sir Graham le importaban un bledo sus opiniones o, si le importaban, ciertamente no lo demostraba nunca. La gente con la que le gustaba relacionarse trabajaba en los periódicos, y aquellos que contaba entre sus amigos también solían pasar por lo menos una tarde a la semana en las carreras de caballos. Caballos o galgos, eso no suponía diferencia alguna para sir Graham.
Pero Keith tenía una madre a quien la alta sociedad de Melbourne no podía dejar de lado tan fácilmente; una mujer cuyo linaje se remontaba a un alto oficial naval de la Primera Flota. Si ella hubiera nacido una generación más tarde, esta historia bien podría haberse referido a ella, y no a su hijo.
Al ser Keith su único hijo varón, ya que fue el segundo de tres hijos, siendo las otras dos niñas, sir Graham imaginó desde que nació que el muchacho le seguiría en el negocio de la prensa, y con ese propósito se dispuso a educarlo y prepararlo para hacer frente al mundo real. Keith hizo su primera visita a la imprenta de su padre, en el Melbourne Courier, a la temprana edad de tres años, y se sintió inmediatamente intoxicado por el olor de la tinta, el teclear de las máquinas de escribir y el estruendo de la maquinaria. A partir de ese momento, acompañó a su padre a la oficina cada vez que se le presentaba la oportunidad.
Sir Graham nunca desanimó a Keith, e incluso le permitía acompañarlo alguna que otra tarde de los sábados, cuando desaparecía para acudir al hipódromo. Lady Townsend no aprobaba aquellas andanzas, e insistía en que el joven Keith acudiera siempre a la iglesia a la mañana siguiente. Ante su desilusión, su único hijo varón pronto reveló sus preferencias por los corredores de apuestas, antes que por el predicador.
Lady Townsend se mostró tan decidida a invertir esta inclinación inicial que se dispuso a lanzar una contraofensiva. En una ocasión en que sir Graham estuvo fuera, durante un largo viaje de negocios a Perth, contrató a una niñera llamada Florrie, la descripción de cuyo trabajo simplemente fue la de controlar a los niños. Pero Florrie, una viuda de algo más de cincuenta años, no demostró estar a la altura de Keith, que sólo tenía cuatro años, y pocas semanas después le prometió al niño no contarle a su madre las ocasiones en que fuera llevado a las carreras. Al descubrir finalmente este subterfugio, lady Townsend esperó hasta que su esposo emprendió su viaje anual a Nueva Zelanda, y puso un anuncio en la primera página del Times de Londres. Tres meses más tarde, la señorita Steadman desembarcó en el muelle Station y se presentó en Toorak para hacerse cargo de su trabajo. Resultó ser todo aquello que indicaban sus excelentes referencias.