Durante sus primeras vacaciones, Keith le dijo a su madre que si los tiempos de la escuela eran los días más felices de nuestra vida, no existía para él ninguna esperanza en el futuro. Incluso ella misma se había dado cuenta de que tenía pocos amigos y de que se estaba convirtiendo en un solitario.
El único día de la semana que Keith esperaba con impaciencia era el miércoles, cuando podía escapar de St. Andrew al mediodía y no regresar hasta últimas horas del atardecer. Una vez que sonaba la campana del colegio, tomaba la bicicleta y recorría los once kilómetros que lo separaban del hipódromo más cercano, donde pasaba una tarde feliz, deambulando entre las cercas y el recinto de los ganadores. A la edad de doce años ya se consideraba una especie de mago de la pista, y sólo deseaba disponer de algo más de dinero propio para poder hacer apuestas serias. Terminada la última carrera, se iba en bicicleta a las oficinas del Courier, donde veía salir los ejemplares de la primera edición, y luego regresaba al colegio justo a últimas horas de la tarde.
Lo mismo que le sucedía a su padre, Keith se sentía mucho más a gusto con los periodistas y la hermandad de los aficionados a las carreras de caballos que con los hijos de la alta sociedad de Melbourne. Cuánto anhelaba decirle al jefe de estudios que lo único que realmente deseaba hacer cuando abandonara la escuela era ser el corresponsal de las carreras del Sporting Globe, otro de los periódicos de su padre. Pero nunca dio a conocer su secreto a nadie, por temor a que le transmitiera la información a su madre, que ya le había dejado entrever que tenía otros planes para su futuro.
Cuando su padre le llevaba a las carreras, sin informar nunca a su madre o a la señorita Steadman de lo que se disponían a hacer, Keith le veía apostar grandes sumas de dinero en cada carrera, y de vez en cuando le entregaba a su hijo una moneda de seis peniques para que probara suerte. Al principio, las apuestas de Keith no hacían sino reflejar las elecciones de su padre, pero, ante su sorpresa, no tardó en descubrir que solía regresar a casa con los bolsillos vacíos.
Después de varias de estas excursiones al hipódromo, los miércoles por la tarde, y tras haber descubierto que la mayoría de sus monedas de seis peniques terminaban en la abultada bolsa de cuero del corredor de apuestas, Keith decidió invertir un penique a la semana para comprar el Sporting Globe. Al revisar las páginas, se enteró de la forma en que se hallaba cada jockey, entrenador y propietario reconocidos por el Club Hípico de Victoria, pero ni siquiera esos conocimientos recién adquiridos impidieron que siguiera perdiendo su dinero como antes. A la tercera semana del trimestre ya se había jugado todo el dinero del que disponía.
La vida de Keith cambió el día en que localizó un libro anunciado en el Sporting Globe, titulado Cómo superar al corredor de apuestas, escrito por «Toe, el Afortunado». Convenció a Florrie para que le prestara media corona y envió su pedido por correo a la dirección indicada en la parte inferior del anuncio. Cada mañana acudió a saludar al cartero, hasta que finalmente llegó el libro, diecinueve días más tarde. Desde el momento en que abrió la primera página, Joe el Afortunado sustituyó a Homero como lectura obligada durante el período nocturno previo a acostarse. Después de leer el libro dos veces, se sintió lo bastante seguro de sí mismo como para creer que había encontrado un sistema que le permitiría ganar siempre. Al miércoles siguiente regresó a las carreras, extrañado al pensar por qué su padre no se había aprovechado del método infalible de Joe el Afortunado.
Aquella noche, Keith regresó a casa en bicicleta después de haber perdido el dinero de bolsillo de todo el trimestre en una sola tarde. Pero se negó a echarle la culpa de su fracaso a Joe el Afortunado y supuso que, sencillamente, no había comprendido del todo cómo funcionaba el sistema. Después de leer el libro por tercera vez, se dio cuenta de su error. Según explicaba Joe el Afortunado en la página setenta y uno, se tiene que disponer de un cierto capital para empezar ya que, de otro modo, nunca se puede confiar en superar al corredor de apuestas. En la página setenta y dos se sugería que la suma necesaria era de diez libras, pero como el padre de Keith todavía estaba en el extranjero, y el lema favorito de su madre era «No seas nunca prestamista, ni tomes nunca prestado», no encontró ninguna forma inmediata de demostrar que Joe el Afortunado tenía razón.
En consecuencia, llegó a la conclusión de que tenía que ganar dinero extra de algún modo, pero puesto que iba en contra de las normas de la escuela ganar dinero durante el curso, tuvo que contentarse con la lectura, una vez más, del libro de Joe el Afortunado. En los exámenes de fin de curso habría obtenido un sobresaliente si lo hubieran examinado del texto de Cómo superar al corredor de apuestas.
Una vez terminado el curso, Keith regresó a Toorak y analizó sus problemas financieros con Florrie. Ella le habló de los diversos métodos utilizados por sus hermanos para ganarse un dinero extra en sus tiempos de la escuela. Tras escuchar sus consejos, Keith regresó a las carreras de caballos al sábado siguiente, pero esta vez no para hacer ninguna apuesta, ya que seguía sin tener un céntimo, sino para recoger estiércol en los establos, que luego introdujo con la pala en un saco de azúcar proporcionado por la propia Florrie. Regresó después a Melbourne, llevando el pesado saco sobre el manillar de la bicicleta, antes de extender el estiércol alrededor de los macizos de flores de sus parientes. Después de cuarenta y siete viajes de ida y vuelta a la pista de carreras en el término de diez días, Keith se embolsó treinta chelines y, una vez satisfechas las necesidades de todos sus parientes, se dedicó a atender las de sus vecinos más próximos.
Al final de las vacaciones había acumulado la pequeña fortuna de tres libras, siete chelines y cuatro peniques. En cuanto su madre le entregó el dinero de bolsillo para su siguiente trimestre, una libra, se sintió impaciente por regresar al hipódromo y ganar una fortuna. El único problema era que el sistema infalible de Joe el Afortunado afirmaba en la página setenta y dos, y repetía en la página setenta y tres: «No pruebe el sistema con menos de diez libras».
Keith habría leído Cómo superar al corredor de apuestas por décima vez si el señor Clarke no le hubiera descubierto ojeándolo antes de acostarse. Keith no sólo vio confiscado y probablemente destruido su más preciado tesoro, sino que tuvo que sufrir la humillación pública de una azotaina administrada por el director de la escuela delante de toda la clase. Al inclinarse sobre la mesa, miró fijamente a Desmond Motson, sentado en la primera fila, incapaz de contener la sonrisa burlona de su rostro.
Aquella noche, antes de que se apagaran las luces, el señor Clarke le dijo a Keith que, de no haber intervenido en su favor, habría sido indudablemente expulsado del colegio. Keith sabía que eso no le gustaría a su padre, que en aquellos momentos regresaba a casa procedente de un lugar llamado Yalta, en Crimea, como tampoco a su madre, que ya empezaba a hablar de enviarlo a estudiar a Inglaterra, a una universidad llamada Oxford. Pero a Keith le preocupaba mucho más cómo podría convertir sus tres libras, siete chelines y cuatro peniques en diez libras.