Fue durante la tercera semana del trimestre cuando a Keith se le ocurrió una idea para doblar su dinero. Una idea que, estaba seguro de ello, jamás descubrirían las autoridades de la escuela.
La tienda de golosinas de la escuela se abría cada viernes, entre las cinco y las seis de la tarde, y luego permanecía cerrada hasta la misma hora de la semana siguiente. El lunes por la mañana, la mayoría de los chicos ya habían devorado sus pirulíes de cereza, varios paquetes de patatas fritas e innumerables botellas de limonada Marchants. Aunque se sentían temporalmente saciados, a Keith no le cabía la menor duda de que les gustaría tener más. Así pues, y teniendo en cuenta esas circunstancias, consideró que de martes a jueves existía una oportunidad ideal para crearse un mercado. Lo único que necesitaba hacer era acumular algunos de los artículos más populares vendidos en la tienda, y luego revenderlos con un beneficio, una vez que los otros chicos hubieran consumido sus reservas de dulces para la semana.
Al viernes siguiente, en cuanto abrió la tienda, Keith se encontró en el primer puesto de la fila. Al encargado le sorprendió que el joven Townsend gastara tres libras en comprar una gran caja de Minties, otra todavía más grande de treinta y seis paquetes de patatas fritas, dos docenas de pirulíes de cereza, y dos cajas de madera que contenían una docena de botellas de limonada Marchants. Informó del incidente al señor Clarke, encargado del curso de Keith, cuyo único comentario fue:
– Me sorprende que lady Townsend le entregue tanto dinero de bolsillo a su hijo.
Keith llevó todas sus compras a los vestuarios, y lo ocultó todo en el fondo de su armario. Luego, esperó pacientemente a que transcurriera el fin de semana.
El sábado por la tarde, Keith se dirigió en bicicleta al hipódromo, aunque se suponía que debía acudir a ver el partido anual de los First Eleven contra los de Geelong. La tarde fue frustrante para él, incapaz de hacer ninguna apuesta. Reflexionó sobre lo extraño que era el poder elegir a un ganador tras otro cuando no se tenía dinero para apostar.
El domingo, después de asistir a la capilla, Keith comprobó las salas comunes de los estudiantes de los cursos inferiores y superiores, y quedó encantado al descubrir que los suministros de comida y bebida empezaban ya a disminuir. Durante el recreo del lunes por la mañana observó a sus compañeros de clase, de pie en el pasillo, dedicados a chupar sus últimos dulces, desenvolver las últimas barras de chocolate y tomar los últimos tragos de limonada.
El martes por la mañana vio las hileras de botellas vacías junto a los cubos de basura, en una esquina del patio. Por la tarde, ya estaba preparado para poner en práctica su teoría.
Durante el período de juegos, se encerró en la pequeña imprenta de la escuela, cuyo equipo había regalado su padre el año anterior. Aunque la prensa era bastante antigua y sólo funcionaba a mano, resultó bastante adecuada para satisfacer las necesidades de Keith.
Una hora más tarde abandonó la estancia con treinta ejemplares de su primer periódico, donde anunciaba que cada miércoles, entre las cinco y las seis, se abriría una tienda alternativa, delante del armario número diecinueve del vestuario de alumnos mayores. En el otro lado de la página se mostraba la variedad de artículos en oferta y se indicaban sus precios «revisados».
Keith entregó un ejemplar de la hoja a cada uno de los miembros de su clase al principio de la última clase de la tarde, y terminó su tarea apenas un momento antes de que el profesor de geografía entrara en el aula. Ya planeaba una edición mucho mayor para la semana siguiente si el experimento resultaba tener éxito.
Pocos minutos antes de las cinco de la tarde siguiente, cuando Keith apareció en el vestuario, descubrió que ya se había formado una cola frente a su armario. Abrió rápidamente la puerta de estaño y sacó las cajas, que depositó en el suelo. Mucho antes de que hubiera terminado la hora, había vendido todas sus existencias. Con un beneficio de por lo menos el 25 por ciento en la mayoría de los artículos, consiguió un beneficio total de algo más de una libra.
Sólo Desmond Motson, que permaneció en un rincón, viendo cómo cambiaba el dinero de manos, gruñó algo sobre los precios excesivamente caros aplicados por Townsend. El joven empresario se limitó a decirle:
– Tienes una alternativa. Te pones en la cola, o esperas a que llegue el viernes.
Motson abandonó precipitadamente el vestuario, sin dejar de murmurar veladas amenazas por lo bajo.
El viernes por la tarde, Keith volvió a situarse en primer lugar en la cola formada ante la tienda y, habiendo tomado buena nota de qué artículos vendió primero, adquirió sus nuevas existencias de acuerdo con ello.
Cuando el señor Clarke fue informado de que Townsend había gastado en la tienda del viernes un total de cuatro libras y diez chelines, admitió sentirse extrañado, y decidió hablar con el director.
Aquel sábado por la tarde, Keith no acudió a las carreras, y empleó su tiempo en imprimir cien páginas de la segunda edición de su hoja de ventas, que distribuyó al lunes siguiente, no sólo entre sus compañeros de clase, sino también entre los alumnos de las dos clases inferiores.
El martes por la mañana, durante una clase sobre historia británica de 1815 a 1867, y sobre el dorso de una copia de la Ley de Reforma de 1832, calculó que, si mantenía el mismo ritmo, sólo tardaría tres semanas más en disponer de las diez libras que necesitaba para poner a prueba el sistema infalible de Joe el Afortunado.
Fue durante la clase de latín del miércoles por la tarde cuando el propio sistema infalible de Keith empezó a fallar estrepitosamente. El director entró en la clase sin anunciarse, y le pidió a Townsend que saliera inmediatamente al pasillo con él.
– Y traiga consigo la llave de su armario -añadió ominosamente.
Mientras caminaban en silencio por el largo pasillo gris, el señor Jessop le presentó una sola hoja de papel. Keith repasó la lista que habría podido recitar con mayor fluidez que cualquiera de los cuadros del Manual latino de Kennedy. «Minties a 8 peniques, Patatas fritas a 4 peniques, Pirulíes de Cereza a 4 peniques, Limonada Marchants a un chelín. Situarse frente al armario 19 del vestuario de alumnos mayores, el jueves a las cinco en punto. Nuestro lema es: "Al que llega primero, se le sirve primero".»
Keith consiguió mantener una expresión seria en el rostro mientras avanzaba por el pasillo junto al director.
Al entrar en el vestuario, se encontró con el encargado de curso y el encargado de deportes que ya estaban situados junto a su armario.
– Abra la puerta, Townsend -fue todo lo que dijo el director.
Keith introdujo la pequeña llave en la cerradura y la hizo girar lentamente. Abrió la puerta y los cuatro miraron al interior. Al señor Jessop le sorprendió ver que allí dentro no había más que un bate de críquet, un par de viejas almohadillas, y una camisa blanca y arrugada que daba la impresión de que nadie se había puesto en varias semanas.
La expresión del director fue de enfado, la del jefe de estudios extrañada, y la del encargado de deportes azorada.
– ¿No será que se han equivocado ustedes de alumno? -preguntó Keith con actitud de dolida inocencia.
– Cierre la puerta y regrese inmediatamente a su clase, Townsend -ordenó el director.
Keith obedeció con un insolente gesto de asentimiento de la cabeza y luego se dirigió lentamente hacia el pasillo.
Una vez sentado de nuevo ante su pupitre, se dio cuenta de que tenía que decidir qué debía hacer a continuación. ¿Debía rescatar sus artículos y salvar su inversión, o dejar caer una indirecta acerca de dónde se encontraba realmente la tienda clandestina, para que la descubrieran, y solucionar de ese modo una vieja rencilla de una vez por todas?
Desmond Motson se volvió a mirarlo. Pareció sorprendido y decepcionado al encontrar de nuevo a Townsend en su puesto.
Keith le dirigió una amplia sonrisa y en seguida supo cuál de las dos opciones elegiría.