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Lubji sólo oyó hablar de Adolf Hitler después de que los alemanes remilitarizaran la Renania.
Su madre hizo una mueca al leer las hazañas del Führer en el semanario publicado por el rabino. Al terminar de leer cada página, se la entregaba a su hijo. Sólo se detuvo cuando se hizo demasiado oscuro como para seguir leyendo las palabras. Lubji pudo seguir leyendo unos pocos minutos más.
– ¿Tendremos que llevar todos una estrella amarilla si Hitler cruza nuestra frontera? -preguntó.
Zelta fingió haberse quedado dormida.
Ya hacía algún tiempo que su madre no podía ocultar al resto de la familia el hecho de que Lubji era su favorito, aunque sospechaba que había sido él el responsable de la desaparición de su precioso broche, y había observado con orgullo cómo se convertía en un joven alto y agraciado. Pero se mostraba inexorable en su determinación de que, a pesar de los éxitos de Lubji como comerciante, de los que admitía que se beneficiaba toda la familia, el joven estaba destinado a convertirse en un rabino. Quizá ella hubiera desperdiciado su vida, pero estaba decidida a que Lubji no desperdiciara la suya.
Durante los últimos seis años, Lubji había dedicado cada mañana a recibir clases de su tío en la casa situada sobre la colina. Lo dejaba en libertad hacia el mediodía, para que pudiera regresar al mercado, donde recientemente había adquirido su propio puesto de venta. Pocas semanas después de su bar mitzvah, el anciano rabino le entregó a la madre de Lubji una carta en la que se le informaba que su hijo había conseguido una beca para estudiar en la academia de Ostrava. Fue el día más feliz en la vida de Zelta. Sabía que su hijo era inteligente, quizá excepcional, pero también se dio cuenta de que aquella oferta sólo pudo conseguirse gracias a la fama de su tío.
Cuando Lubji recibió la noticia de la beca obtenida, trató de no demostrar su consternación. Aunque sólo se le permitía ir al mercado por las tardes, ya estaba ganando dinero suficiente como para proporcionar a cada miembro de la familia un par de zapatos y dos comidas diarias. Deseaba explicarle a su madre que no le serviría de nada convertirse en un rabino si lo único que deseaba hacer era montar su propia tienda en el solar que había quedado vacante junto al del señor Lekski.
El señor Lekski cerró la tienda y se tomó el día libre para llevar al joven estudiante a la academia y, durante el largo viaje hasta Ostrava, le dijo que confiaba en que pudiera hacerse cargo de su tienda una vez terminados los estudios. Lubji sólo deseaba regresar a casa inmediatamente, y se necesitó de mucho poder de persuasión para que tomara la pequeña bolsa de cuero, la última transacción hecha el día anterior, y cruzara bajo el enorme arco de piedra que conducía a la academia. Si el señor Lekski no hubiera añadido que no consideraría la idea de aceptarlo a menos que terminara sus cinco años de estudio en la academia, Lubji habría vuelto a saltar al coche.
Lubji no tardó en descubrir que en la academia no había otros niños procedentes de un ambiente tan humilde como el suyo. Algunos de sus compañeros de clase dejaron bien claro, directa o indirectamente, que él no era la clase de persona con la que esperaban relacionarse. A medida que pasaron las semanas, también descubrió que las habilidades aprendidas como comerciante en el mercado le servían de bien poco en aquella institución, aunque ni el más indispuesto podía negar que él poseía un don natural para los idiomas. Y, ciertamente, las largas horas de estudio, el poco sueño y la disciplina rigurosa, no despertaban ningún temor en el muchacho procedente de Douski.
Al final de su primer año en Ostrava, Lubji terminó situado en la mitad superior de la clase en la mayoría de las asignaturas. Fue el mejor en matemáticas y el tercero en húngaro, que se había convertido ahora en su segunda lengua. Pero ni siquiera para el director de la academia le pasó por alto el hecho de que aquel joven tan bien dotado tuviera pocos amigos y fuera casi un solitario. Le aliviaba al menos tener la certeza de que nadie se haría el valiente con el muchacho, ya que el único que lo intentó terminó en el sanatorio.
Al regresar a Douski, a Lubji le sorprendió comprobar lo pequeña que era la ciudad, lo pobre que era su familia, y lo mucho que se habían acostumbrado a depender de él.
Cada mañana, después de que su padre se marchara hacia los pastos, Lubji subía por el camino de la colina, hasta la casa del rabino, y allí continuaba sus estudios. El anciano erudito se maravillaba ante el dominio de los idiomas que demostraba el muchacho, y admitía incluso que ya no estaba en condiciones de mantenerse a su altura en matemáticas. Por las tardes, Lubji regresaba al mercado y en un buen día era capaz de regresar a casa con suministros suficientes para alimentar a toda la familia.
Intentó enseñar a sus hermanos a comerciar, para que pudieran dirigir el puesto por las mañanas, mientras él no estaba. Llegó rápidamente a la conclusión de que se trataba de un empeño inútil, y sólo deseaba que su madre le permitiera quedarse en casa y crear un negocio del que todos pudieran beneficiarse. Pero Zelta no demostró el menor interés por lo que él conseguía en el mercado, y sólo le interrogaba acerca de sus estudios. Leía una y otra vez los informes sobre sus notas y al final de las vacaciones llegó a sabérselos de memoria. Eso hizo que Lubji se sintiera más decidido que nunca a complacerla cuando le presentara las notas del curso siguiente.
Una vez terminadas sus vacaciones de seis semanas, Lubji metió de mala gana sus cosas en la pequeña bolsa de cuero y fue conducido de regreso a Ostrava por el señor Lekski.
– La oferta de unirte a mí sigue en pie -le recordó al joven-, pero sólo después de que hayas terminado tus estudios.
Durante el segundo año de estancia de Lubji en la academia, el nombre de Adolf Hitler surgió en las conversaciones casi con tanta frecuencia como el de Moisés. Cada día llegaban judíos que cruzaban huyendo la frontera e informaban de los horrores que tenían lugar en Alemania; Lubji no dejaba de preguntarse qué planearía hacer el Führer a continuación. Leía todos los periódicos que encontraba, en el idioma que fuese y aunque fueran atrasados.
«Hitler mira hacia el Este», decía un titular de la primera página del Ostrava. Al pasar a la página siete para seguir leyendo el artículo, descubrió que no estaba. Eso, sin embargo, no le impidió preguntarse cuánto tiempo pasaría antes de que los tanques del Führer marcharan sobre Checoslovaquia. En cualquier caso, estaba seguro de una cosa: la raza dominante de Hitler no incluiría a personas como él.
Más tarde, aquella misma mañana, expresó sus temores ante su profesor de historia, pero éste parecía incapaz de desarrollar sus ideas más allá de Aníbal y la cuestión de si podría cruzar los Alpes. Lubji cerró su viejo libro de historia y, sin considerar las consecuencias que pudieran tener sus actos, abandonó la clase, recorrió el pasillo y se dirigió al despacho privado del director. Se detuvo ante una puerta que nunca había cruzado, y sólo vaciló un momento antes de llamar.
– Pase -dijo una voz.
Lubji abrió la puerta despacio y entró en el despacho del director. Aquel hombre piadoso vestía todos sus ropajes académicos, de color rojo y gris, y un casquete negro sobre sus tirabuzones largos y negros. El hombre levantó la mirada.
– Imagino que esta visita será por algo de vital importancia, ¿no es así, Hoch?
– Sí, señor -contestó Lubji con seguridad.
Pero luego perdió los nervios y no supo qué añadir.
– ¿Y bien? -le animó el director tras un largo silencio.
– Tenemos que estar preparados para marcharnos en cualquier momento -barbotó finalmente Lubji-. Tenemos que suponer que no pasará mucho tiempo antes de que Hitler…