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El anciano le sonrió al joven de quince años e hizo un gesto despreciativo con la mano.

– Hitler nos ha dicho cientos de veces que no tiene intención de ocupar ningún otro territorio -dijo, como si corrigiera un pequeño error que Lubji hubiese cometido en un examen de historia.

– Siento mucho haberle molestado, señor -dijo Lubji al darse cuenta de que, por muy bien que expusiera sus argumentos, no iba a convencer a un hombre tan poco realista.

Pero, a medida que transcurrieron las semanas, primero su tutor, luego su jefe de estudios y finalmente el propio director, tuvieron que admitir que la historia se estaba escribiendo ante sus propios ojos.

Fue una cálida noche de septiembre cuando el director, que llevaba a cabo su ronda habitual, empezó a alertar a los alumnos y a decirles que recogieran sus pertenencias, ya que se marcharían al amanecer del día siguiente. No se sorprendió al encontrar ya vacía la habitación de Lubji.

Pocos minutos después de la medianoche, una división de tanques alemanes cruzó la frontera y avanzó hacia Ostrava sin encontrar resistencia. Los soldados registraron minuciosamente la academia antes de que sonara la campana que anunciaba el desayuno, y empujaron a todos los estudiantes hacia unos camiones que esperaban. Sólo hubo un alumno que no estuvo presente para contestar al pase final de la lista. Lubji Hoch se había marchado la noche anterior. Después de guardar todas sus pertenencias en la pequeña bolsa de cuero, se unió a la corriente de refugiados que se dirigían hacia la frontera húngara. Rezó para que su madre hubiera leído no sólo los periódicos, sino la mente de Hitler, y hubiera podido escapar de algún modo junto con el resto de su familia. Recientemente, había oído rumores de que los alemanes reunían a los judíos y los metían en campos de internamiento. Intentó no pensar en lo que podría sucederle a su familia si eran capturados.

Aquella noche, al cruzar sigilosamente las puertas de la academia, Lubji ni siquiera se detuvo a observar a las gentes locales, que se precipitaban de una casa a otra para buscar a sus parientes, mientras que otros cargaban sus posesiones en carros tirados por caballos que seguramente serían alcanzados hasta por el vehículo armado más lento. No era una noche para preocuparse por las posesiones personales; no se puede fusilar a una posesión, hubiera querido gritarles. Pero nadie se quedó quieto el tiempo suficiente como para escuchar al joven alto, de fuerte constitución, con los largos tirabuzones negros, vestido con su uniforme académico. Cuando los tanques alemanes rodearon la academia, él ya había recorrido varios kilómetros por la carretera del sur, hacia la frontera.

Lubji ni siquiera se detuvo para dormir. Ya podía escuchar el rugido de los cañones, mientras el enemigo avanzaba hacia la ciudad, procedente del oeste. Siguió caminando, adelantó a aquellos cuyo paso era más lento porque tenían que tirar y empujar de las posesiones de sus vidas. Adelantó a burros excesivamente cargados, a carros que necesitaban reparar una rueda y a familias con niños pequeños y parientes ancianos, retenidos por el paso de los más lentos. Vio a las madres que cortaban los tirabuzones de sus hijos y que empezaban a abandonar todo aquello que pudiera identificarles como judíos. Se hubiera detenido para reprenderlas, pero no deseaba perder un tiempo precioso. Se juró a sí mismo que nada le haría abandonar su religión.

La disciplina que le inculcaron en la academia durante los dos años anteriores le permitió a Lubji continuar su camino sin comida ni descanso, hasta el amanecer. Cuando finalmente se tumbó a dormir un rato, lo hizo en el fondo de un carro y, más tarde, en el asiento delantero de un camión. Estaba decidido a que nada detuviera su avance hacia un país amistoso.

Aunque la libertad sólo estaba apenas a 180 kilómetros de distancia, Lubji vio salir y ponerse el sol tres veces antes de escuchar los gritos de quienes iban por delante de él, al llegar ante la frontera del estado soberano de Hungría. Se detuvo al final de una desordenada cola de futuros inmigrantes. Tres horas más tarde sólo había avanzado un par de cientos de metros y quienes hacían cola, por delante de él, empezaron a prepararse para pasar la noche. Ojos angustiados miraron hacia atrás para mirar las columnas de humo que se elevaban en el cielo, y se escuchaba el tronar de los cañones, mientras los alemanes continuaban su avance implacable.

Lubji esperó hasta que se hizo de noche. Luego, silenciosamente, avanzó por entre las familias dormidas, hasta que pudo ver con claridad las luces del puesto fronterizo, por delante de él. Se tumbó en una zanja, y trató de pasar lo más inadvertido posible, con la cabeza apoyada sobre la pequeña bolsa de cuero. A la mañana siguiente, en cuanto el oficial de aduanas levantó la barrera, Lubji esperaba delante de la fila. Los que estaban detrás, despertaron y al ver a aquel joven con su atuendo académico, que canturreaba un salmo por lo bajo, no consideraron oportuno preguntarle cómo es que se había colocado al principio de la cola.

El oficial de aduanas no perdió el tiempo registrando la pequeña bolsa de Lubji. Una vez que hubo cruzado la frontera, no se alejó en ningún momento de la carretera que conducía a Budapest, la única ciudad húngara de la que había oído hablar. Después de otros dos días y noches de compartir la comida con familias generosas, aliviado por haber escapado de la ira de los alemanes, llegó a las afueras de la capital el 23 de septiembre de 1939.

Casi no pudo creer en la vista que se ofreció ante sus ojos. Aquella le pareció la ciudad más grande del mundo. Dedicó sus primeras horas a deambular por las calles, y se sentía más y más entusiasmado a cada paso que daba. Finalmente, se derrumbó en los escalones de una enorme sinagoga y al despertar a la mañana siguiente, lo primero que hizo fue preguntar la dirección del mercado.

Lubji quedó muy impresionado al contemplar hilera tras hilera de puestos de venta cubiertos, que ocupaban todo el espacio que era capaz de ver. Algunos sólo vendían verduras, otros sólo fruta, unos pocos comerciaban con muebles, y uno simplemente con imágenes, algunas de ellas enmarcadas.

A pesar de que hablaba su idioma con fluidez, al ofrecer sus servicios a los comerciantes, la única pregunta que le hacían era:

– ¿Tienes algo que vender?

Por segunda vez en su vida, Lubji se encontró con el problema de no tener nada con lo que comerciar. Se quedó observando a los refugiados, que cambiaban valiosas pertenencias familiares, a veces sólo por una hogaza de pan o un saco de patatas. Se dio cuenta rápidamente de que la guerra permitía a algunas personas amasar una gran fortuna.

Lubji buscó trabajo incansablemente, día tras día. Por la noche, se desmoronaba sobre la acera, hambriento y agotado, pero todavía decidido a salir adelante. Después de haber sido rechazado por todos los comerciantes del mercado, se vio obligado a pedir limosna en las esquinas de las calles.

A últimas horas de una tarde, al borde ya de la desesperación, pasó ante una mujer vieja que estaba en un quiosco de periódicos en la esquina de una calle tranquila, y al observar que llevaba la estrella de David colgada de una delgada cadena de oro que le colgaba del cuello, le dirigió una sonrisa, confiando en que se apiadara de él. Pero la mujer ignoró al sucio y joven inmigrante y continuó con su trabajo.

Lubji se disponía a seguir su camino cuando un hombre joven, apenas unos pocos años mayor que él, se acercó al quiosco, eligió un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas y luego se marchó sin pagar a la mujer. La mujer salió corriendo del quiosco moviendo los brazos y gritando.

– ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!

Pero el hombre joven se limitó a encogerse de hombros y encendió uno de los cigarrillos. Lubji lo siguió calle abajo y le puso una mano sobre el hombro. El hombre se volvió.

– No ha pagado usted los cigarrillos -le dijo Lubji.

– Piérdete por ahí, condenado eslovaco -exclamó el hombre, que lo empujó para apartarlo antes de continuar su camino.