Armstrong tenía previsto levantarse temprano y disponer de tiempo suficiente para destruir varios papeles que guardaba en su caja fuerte, pero le despertaron las campanadas del Big Ben que anunciaban las noticias de las siete en la televisión. Maldijo el cansancio producido por el cambio de horario y se levantó, consciente de todo lo que aún le quedaba por hacer.
Se vistió y se dirigió al comedor, donde ya encontró el desayuno servido: bacon, salchichas, budín negro y cuatro huevos fritos, que regó con media docena de tazas de humeante café negro.
A las 7,35 abandonó el ático y bajó en el ascensor hasta el undécimo piso. Salió al rellano, encendió las luces, recorrió rápidamente el pasillo, pasó ante la mesa de su secretaria y se detuvo para teclear un código en la plancha electrónica situada junto a la puerta de su despacho. Al pasar el piloto indicador de rojo a verde, empujó la puerta y abrió.
Una vez en el interior, dejó de lado el montón de correspondencia que le esperaba sobre la mesa y se dirigió directamente a la gran caja de seguridad situada en un rincón del despacho. Tuvo que marcar un código mucho más largo y complicado antes de poder abrir la pesada puerta de la caja fuerte.
La primera carpeta que encontró estaba marcada como «Liechtenstein». Se dirigió a la trituradora de documentos y empezó a alimentarla, página tras página. Luego volvió a la caja fuerte y extrajo una segunda carpeta, marcada «Rusia (Contratos de libros)», cuyo contenido sometió al mismo proceso. Estaba enfrascado de hacer lo mismo con una carpeta marcada como «Territorio de distribución», cuando oyó una voz tras él.
– ¿Qué demonios cree estar haciendo?
Armstrong se giró en redondo para encontrarse con uno de los guardias de seguridad, que le enfocaba con una linterna.
– Salga de aquí, estúpido -le gritó-. Y cierre la puerta al salir.
– Lo siento, señor -dijo el guardia-. Nadie me dijo que estaba en el edificio.
Una vez cerrada la puerta, Armstrong continuó triturando documentos durante otros cuarenta minutos, hasta que oyó llegar a su secretaria. Ella llamó a la puerta.
– Buenos días, señor Armstrong -dijo con tono alegre-. Soy Pamela. ¿Necesita alguna ayuda?
– No -gritó por encima del ruido de la trituradora-. Saldré dentro de un momento.
Pero pasaron otros veinticinco minutos antes de que abriera finalmente la puerta.
– ¿De cuánto tiempo dispongo antes de que empiece el consejo? -preguntó.
– Poco más de media hora -contestó ella.
– Dígale al señor Wakeham que se reúna inmediatamente conmigo.
– No esperamos hoy al vicepresidente -dijo Pamela.
– ¿Que no lo esperan? ¿Por qué no? -aulló Armstrong.
– Creo que ha pillado la gripe que nos afecta a casi todos. Sé que ya ha presentado sus disculpas al secretario de la compañía.
Armstrong se dirigió a su mesa, buscó el número de Peter en su Filofax y lo marcó. El teléfono sonó varias veces antes de que lo contestara una voz femenina.
– ¿Está Peter ahí? -bramó.
– Sí, pero está en la cama. Se encuentra bastante mal y el médico ha dicho que necesita unos días de descanso.
– Sáquelo de la cama.
Se produjo un largo silencio, antes de que una voz carrasposa preguntara:
– ¿Es usted, Dick?
– Sí, soy yo -contestó Armstrong-. ¿Qué demonios cree estar haciendo al no asistir a una reunión tan crucial?
– Lo siento, Dick, pero tengo un resfriado terrible y el médico me ha recomendado unos días de descanso.
– Me importa un comino lo que le haya recomendado el médico -bramó Armstrong-. Quiero que esté presente en esta reunión. Voy a necesitar todo el apoyo que pueda conseguir.
– Bueno, si cree que es tan importante… -dijo Peter.
– Desde luego que sí -replicó Armstrong-. Así que venga aquí, y hágalo rápido.
Armstrong se sentó tras su mesa, consciente de los ruidos que llegaban desde los despachos exteriores, que demostraban que el edificio iba cobrando vida. Miró el reloj; sólo faltaban unos diez minutos para que empezara la reunión del consejo. Pero ninguno de los ejecutivos se había acercado a su despacho para charlar un rato con él, como solían hacer, o para asegurarse su apoyo para cualquier propuesta que desearan recomendar al consejo. Quizá era porque no sabían que había regresado.
Pamela entró en su despacho, nerviosa, y le entregó una gruesa carpeta informativa sobre la agenda de la reunión de esa mañana. El primer punto en el orden del día, tal como había leído la noche anterior, era: «El fondo de pensiones». Sin embargo, al comprobar el contenido de la carpeta, no encontró notas aclaratorias para consideración de los directores; la primera de esas notas pertenecía al segundo punto del orden del día: el descenso en la circulación del Citizen, después de que el Globe recortara su precio a diez peniques.
Armstrong siguió revisando el contenido de la carpeta hasta que Pamela regresó para decirle que faltaban dos minutos para las diez. Se levantó de la silla con un esfuerzo, tomó la carpeta bajo el brazo y salió seguro de sí mismo al pasillo. Al dirigirse hacia la sala del consejo de administración, se cruzó con varios empleados que le saludaron con un «Buenos días». Dirigió a cada uno de ellos una cálida sonrisa y les devolvió el saludo, a pesar de que no estaba muy seguro de conocer sus nombres.
Al acercarse a la puerta abierta de la sala del consejo, escuchó a los otros directores, que hablaban en voz baja entre ellos. Pero en cuanto entró en la sala se produjo un extraño silencio, como si su presencia los hubiera dejado mudos a todos.
Townsend fue despertado por una azafata cuando el avión iniciaba ya su aproximación al aeropuerto Kennedy.
– Una tal señorita Beresford llama desde Cleveland. Me ha asegurado que aceptaría usted la llamada.
– Acabo de salir de la reunión con Pierson -le informó-. Ha durado más de una hora, pero él seguía sin tomar una decisión cuando le dejé.
– ¿Que no ha tomado una decisión?
– No. Todavía necesita consultar con el comité financiero del banco, antes de tomar una decisión final.
– Pero, seguramente, ahora que todos los demás bancos están de acuerdo, Pierson no puede…
– Puede hacerlo, y es posible que lo haga. Procure recordar que es el presidente de un pequeño banco de Ohio. No le interesa lo que otros bancos hayan podido acordar. Y después de toda la mala prensa que ha recibido usted en las últimas semanas, a él sólo le interesa ahora una cosa.
– ¿Y qué es?
– Cubrirse las espaldas -contestó la asesora.
– Pero ¿es que no se da cuenta de que todos los demás bancos se echarán atrás si él no está de acuerdo con el plan general?
– Sí, se da cuenta de ello, pero al decírselo así se limitó a encogerse de hombros y replicó: «En ese caso, tendré que correr mi suerte junto a todos los demás». -Townsend empezó a maldecir y E. B. añadió-: Pero me prometió una cosa.
– ¿Qué fue?
– Que llamaría en cuanto el comité hubiera tomado su decisión.
– Muy generoso por su parte. ¿Qué espera que haga si la decisión va en contra de mis intereses?
– Que anuncie la declaración de prensa que acordamos -contestó ella.
Townsend sintió náuseas.
Veinte minutos más tarde salió precipitadamente de la terminal. Una limusina le esperaba y subió al asiento trasero antes de que el chófer pudiera abrirle la portezuela. Lo primero que hizo fue marcar el número de su apartamento en Manhattan. Por lo visto, Kate esperaba la llamada junto al teléfono, porque contestó inmediatamente.
– ¿Has tenido ya alguna noticia de Cleveland? -fue su primera pregunta.
– Sí, E. B. se ha entrevistado con Pierson, pero él todavía no ha decidido nada -contestó Townsend mientras el coche se unía al denso tráfico de Queen's Boulevard.