Lubji lo miró fijamente.
– Pensaré en su oferta, señor Farkas -le dijo y, una vez más, se quitó el sombrero al despedirse.
De regreso en la casa, ya tenía decidido informar de toda la conversación al señor Cerani, antes de que se enterara por otros medios.
El anciano se tocó el poblado bigote y suspiró cuando Lubji terminó de contarle lo acaecido. Pero no dijo nada.
– Le dejé bien claro que no estaba interesado en trabajar para él -dijo Lubji, a la espera de ver cómo reaccionaría su jefe.
Pero el señor Cerani no dijo nada, y no volvió a plantear el tema hasta que los tres estuvieron sentados a la mesa para cenar, a la noche siguiente. Lubji sonrió al saber que recibiría un aumento de sueldo al final de la semana. Pero el viernes se sintió decepcionado al abrir el pequeño sobre marrón y descubrir lo exiguo que había resultado ser el aumento prometido.
Al sábado siguiente, cuando el señor Farkas se le aproximó de nuevo y le preguntó si había tomado ya alguna decisión, Lubji se limitó a contestarle que se sentía satisfecho con el salario que recibía actualmente. Luego, se inclinó ante él y se alejó, convencido de haberle causado la impresión de que seguía abierto a una contraoferta por su parte.
Durante las semanas siguientes, mientras realizaba su trabajo con la misma eficacia de siempre, Lubji miraba de vez en cuando hacia la gran habitación situada por encima de la papelería de la competencia, al otro lado de la calle. Por la noche, antes de dormirse, intentaba imaginar cómo sería vivir allí.
Después de trabajar durante seis meses para los Cerani, Lubji se las había arreglado para ahorrar casi todos sus salarios. El único gran gasto que hizo fue comprar un traje de segunda mano, de chaqueta cruzada, dos camisas y una corbata moteada con los que recientemente había sustituido su vestimenta académica. Pero, a pesar de su recién encontrada seguridad, experimentaba cada vez más y más temor acerca de dónde atacaría Hitler a continuación. Después de que el Führer invadiera Polonia, siguió pronunciando discursos en los que aseguraba al pueblo húngaro que lo consideraba como un aliado. Pero, a juzgar por lo sucedido en el pasado, «aliado» no era una palabra que hubiese mirado en el diccionario polaco.
Lubji intentó no pensar en la disyuntiva de tener que trasladarse otra vez, pero a medida que pasaban los días cobraba dolorosa conciencia de la gente que lo señalaba como judío, y no pudo dejar de observar que algunos de los habitantes locales se preparaban para dar la bienvenida a los nazis.
Una mañana en que se dirigía al trabajo, un viandante le abucheó. Se sintió pillado por sorpresa, pero al cabo de unos pocos días aquello se había convertido en un incidente repetido con regularidad. Luego, alguien arrojó las primeras piedras contra el escaparate de la tienda del señor Cerani, y algunos de los clientes habituales empezaron a cruzar la calle para acudir a la tienda del señor Farkas. El señor Cerani, sin embargo, seguía insistiendo en que Hitler había afirmado categóricamente que nunca violaría la integridad territorial de Hungría.
Lubji le recordó a su jefe que aquellas fueron exactamente las mismas palabras que empleó el Führer antes de invadir Polonia. Luego le habló de un caballero británico llamado Chamberlain, que había presentado su dimisión como primer ministro apenas unos meses antes.
Lubji sabía que todavía no contaba con ahorros suficientes para cruzar la frontera, de modo que al lunes siguiente, mucho antes de que los Cerani bajaran a desayunar, cruzó osadamente la calle y entró en la tienda de la competencia. El señor Farkas no pudo ocultar su sorpresa al ver a Lubji entrar en su tienda.
– ¿Sigue abierta su oferta como ayudante de dirección? -le preguntó Lubji sin preámbulos, pues no quería que lo pillaran en aquel lado de la calle.
– No, para un muchacho judío, no -contestó el señor Farkas, que lo miró directamente-. Por muy bueno que crea ser. En cualquier caso, en cuanto Hitler invada, me apoderaré de vuestra tienda.
Lubji se marchó sin decir una sola palabra más. Una hora más tarde, cuando el señor Cerani llegó a la tienda, le dijo que el señor Farkas le había hecho otra oferta.
– Pero le dije que a mí no me podía comprar -añadió.
El señor Cerani asintió con un gesto y no dijo nada. El viernes, al abrir el sobre de su salario, a Lubji no le sorprendió descubrir que contenía otro pequeño aumento de sueldo.
Siguió ahorrando casi todas sus ganancias. Cuando empezaron a detener a los judíos por pequeños delitos, consideró cuál podría ser su ruta de escape. Cada noche, después de que los Cerani se hubieran retirado a descansar, Lubji bajaba la escalera con sigilo y estudiaba el viejo atlas que el señor Cerani guardaba en su pequeño despacho. Repasó varias veces las alternativas. Tendría que evitar el cruzar por Yugoslavia; seguramente, sólo era cuestión de tiempo que sufriera el mismo destino que Polonia y Checoslovaquia. Italia quedaba descartada, lo mismo que Rusia. Se decidió finalmente por Turquía. Aunque no tenía documentos oficiales decidió acudir el fin de semana a la estación y ver si podía tomar de algún modo un tren que efectuara el viaje a través de Rumania y Bulgaria hasta Estambul. Poco después de la medianoche, Lubji cerró los viejos mapas de Europa por última vez y regresó a su pequeña habitación en lo alto de la casa.
Sabía que se acercaba el momento en el que tendría que comunicarle sus planes al señor Cerani, pero decidió aplazarlo hasta el viernes siguiente, cuando recibiera el sobre con su salario. Se metió en la cama y se quedó dormido, mientras trataba de imaginar cómo sería la vida en Estambul. ¿Habría allí un mercado y les gustaba a los turcos hacer trueques?
Unos golpes fuertes lo despertaron de un profundo sueño. Saltó de la cama y corrió hacia la pequeña ventanuca que daba a la calle. Había soldados por todas partes, armados con rifles. Algunos golpeaban las puertas de las casas con las culatas de sus rifles. De un momento a otro llegarían a la casa de los Cerani. Lubji se vistió rápidamente, extrajo el fajo de billetes de debajo del colchón y se lo metió en la cintura, sujetándolo con el ancho cinturón de cuero con el que se sostenía los pantalones.
Bajó al primer rellano y desapareció en el cuarto de baño que compartía con los Cerani. Tomó la cuchilla de afeitar del anciano y se cortó rápidamente los largos tirabuzones negros que le colgaban sobre los hombros. Arrojó los mechones de cabello a la taza y tiró de la cadena. Luego, abrió el pequeño armario de baño y sacó el tarro de brillantina del señor Cerani. Se puso un puñado en la cabeza, con la esperanza de que ocultara el hecho de que acababa de cortarse el pelo.
Lubji se miró en el espejo y rezó para que, con su traje gris claro de chaqueta cruzada y solapas anchas, la camisa blanca y la corbata azul moteada, los invasores creyeran que no era más que un hombre de negocios húngaro de visita en la capital. Al menos ahora ya podía hablar el idioma sin el menor rastro de acento. Se detuvo un momento, antes de regresar al rellano. Mientras bajaba la escalera, sin hacer ruido, oyó que alguien golpeaba ya con fuerza la puerta de la casa de al lado. Miró rápidamente hacia la salita, pero no había la menor señal de los Cerani. Se dirigió hacia la cocina, donde encontró a los dos viejos ocultos bajo la mesa, abrazados el uno al otro. Con el candelabro de siete brazos de David en un rincón de la estancia, no les iba a resultar nada fácil ocultar el hecho de que eran judíos.
Sin decir una sola palabra, Lubji se dirigió de puntillas hacia la ventana de la cocina, que daba al patio de atrás. La levantó con precaución y asomó la cabeza. No se veía a ningún soldado. Dirigió la mirada hacia la derecha, y vio a un gato que se subía a un árbol. Miró luego a la izquierda y se encontró ante un soldado, que le miraba fijamente. Junto a él estaba el señor Farkas, que asintió con un gesto y dijo: