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– Es él.

Lubji sonrió, esperanzado, pero el soldado le hundió brutalmente la culata del rifle en la barbilla. Cayó fuera de la ventana, con la cabeza por delante y se derrumbó sobre el sendero.

Levantó la mirada y se encontró con una bayoneta que se balanceaba entre los ojos.

– ¡Yo no soy judío! -gritó-. ¡No soy judío!

El soldado quizá podría haber quedado más convencido si Lubji no hubiera barbotado aquellas palabras en yiddish.

6

Yalta: la Conferencia Tripartita

Cuando Keith regresó para pasar su último año en la escuela St. Andrew, a nadie le sorprendió que el director no lo invitara a convertirse en monitor escolar para los alumnos de menor edad.

Había, sin embargo, un puesto de autoridad que Keith deseaba ocupar antes de abandonar la escuela, aunque ninguno de sus contemporáneos le ofreciera la menor oportunidad de ocuparlo.

Keith confiaba en convertirse en el director del St. Andy, la revista escolar, como había hecho su padre antes que él. El único rival para ocupar el puesto era un chico de su misma clase llamado Tomkins El Empollón, que fuera subdirector durante el trimestre anterior, y que era considerado por el director como «una apuesta segura». Tomkins, a quien ya se le había ofrecido un puesto para estudiar en Cambridge, era considerado como el favorito por los sesenta y tres alumnos de sexto curso que tenían voto. Pero eso fue antes de que nadie se diera cuenta de hasta dónde estaba dispuesto a llegar Keith para asegurarse el puesto.

Poco antes de que tuviera lugar la elección, Keith analizó el problema con su padre mientras daban un paseo por la propiedad campestre de la familia.

– Los electores cambian con frecuencia de idea en el último momento -le dijo su padre-, y la mayoría de ellos son susceptibles al soborno o al temor. Ésa ha sido siempre mi experiencia, tanto en la política como en el mundo de los negocios. No veo razón alguna por la que las cosas tengan que ser diferentes para el sexto curso de St. Andrew. -Sir Graham se detuvo al llegar a lo alto de la colina desde donde se dominaba la propiedad-. Y no olvides que cuentas con una ventaja sobre los candidatos que se presentan a la mayoría de las otras elecciones -afirmó.

– ¿Qué ventaja? -preguntó el joven de diecisiete años mientras descendían de la colina, camino de regreso a la casa.

– Con un electorado tan exiguo, conoces personalmente a todos los votantes.

– Eso podría ser una ventaja si yo fuera más popular que Tomkins -dijo Keith-. Pero no lo soy.

– Son pocos los políticos que dependen exclusivamente de la popularidad para salir elegidos -le aseguró su padre-. Si fuera así, la mitad de los dirigentes del mundo perderían sus cargos. No tenemos mejor ejemplo de ello que Churchill.

Keith escuchó con mucha atención las palabras de su padre durante el camino de regreso a la casa.

Cuando Keith regresó a St. Andrew, sólo disponía de diez días para poner en práctica las recomendaciones de su padre, antes de que se celebrara la elección. Probó todas las formas de persuasión que se le ocurrieron: entradas para el MCG, botellas de cerveza, paquetes ilegales de cigarrillos. A uno de los votantes llegó a prometerle incluso una cita con su hermana mayor. Pero cada vez que trataba de calcular cuántos votos se había asegurado, seguía sin estar convencido de poder alcanzar la mayoría. Sencillamente, no había forma de saber cuál sería el voto de sus compañeros en una votación secreta. Y a Keith no le ayudó en nada el hecho de que el director no vacilara en dejar bien claro quién era su candidato preferido.

Cuarenta y ocho horas antes de la votación, Keith empezó a considerar la segunda opción recomendada por su padre, la del temor. Pero por muy tarde que se quedara despierto por la noche, dándole vueltas a la idea, no se le ocurrió nada factible.

A la tarde siguiente recibió una visita de Duncan Alexander, el recién nombrado jefe de curso.

– Necesito un par de entradas para el partido de Victoria contra Australia del Sur en el estadio MCG.

– ¿Y qué puedo esperar a cambio? -preguntó Keith, que levantó la mirada hacia él.

– Mi voto -contestó el jefe de curso-, por no hablar de la influencia que podría ejercer sobre los otros votantes.

– ¿En una votación secreta? -preguntó Keith-. Debes de estar bromeando.

– ¿Sugieres que no te fías de mi palabra?

– Algo así -contestó Keith.

– ¿Y cuál sería tu actitud si pudiera ofrecerte algunos trapos sucios sobre Cyril Tomkins?

– Eso dependería del grado de suciedad -contestó Keith.

– Lo bastante como para verse obligado a retirar su candidatura.

– Si fuera así, no sólo te proporcionaría dos entradas en el palco de socios de honor, sino que yo personalmente te presentaría a cualquier miembro del equipo al que quisieras conocer. Pero antes de considerar siquiera la idea de entregarte las entradas, necesitaría saber qué tienes sobre Tomkins.

– No te lo diré mientras no tenga las entradas -afirmó Alexander.

– ¿Sugieres acaso que no te fías de mí? -preguntó Keith con una risita burlona.

– Algo así -replicó Alexander con la misma risa.

Keith abrió el cajón superior de su mesa y sacó una pequeña caja de estaño. Introdujo en la cerradura la llave más pequeña que colgaba de su llavero y la hizo girar. Levantó la tapa, removió algunas cosas y finalmente extrajo dos entradas alargadas.

Se las entregó a Alexander, que las observó con atención. Una sonrisa se extendió sobre su rostro.

– Bien -dijo Keith-, ¿qué tienes sobre Tomkins que te hace estar tan seguro de que abandonará?

– Es homosexual -dijo Alexander.

– Eso lo sabe todo el mundo -dijo Keith.

– Pero lo que no saben -continuó Alexander-, es que estuvo a punto de ser expulsado del colegio el curso anterior.

– Yo también -dijo Keith-, así que eso no es gran cosa.

Tomó las dos entradas y las volvió a guardar en la caja de estaño.

– Pero no por haber sido descubierto en los lavabos con el joven Julian Wells, del curso inferior. -Hizo una pausa antes de añadir-: Y los dos con los pantalones bajados.

– Si fue algo tan evidente, ¿por qué no lo expulsaron?

– Porque no hubo pruebas suficientes. Según me han dicho, el profesor que los descubrió abrió la puerta un momento demasiado tarde.

– ¿O un momento demasiado pronto? -sugirió Keith.

– Y también estoy bastante bien informado de que al director le pareció que no era esa la clase de publicidad que necesitaba la escuela, sobre todo después de que Tomkins consiguiera una beca para estudiar en Cambridge.

La sonrisa de Keith se hizo mucho más amplia. Volvió a introducir la mano en la caja de estaño y extrajo una de las entradas.

– Me prometiste las dos -dijo Alexander.

– Recibirás la otra mañana… si gano. De ese modo estaré bastante seguro de que pondrás la cruz en la casilla correcta de la papeleta.

– Regresaré mañana a por la otra -dijo Alexander, que tomó la entrada que se le ofrecía.

Una vez que Alexander hubo cerrado la puerta tras él, Keith permaneció sentado ante la mesa y empezó a teclear furiosamente en la máquina de escribir. Redactó un par de cientos de palabras en la pequeña Remington que su padre le había regalado por Navidad. Una vez terminado el escrito, revisó el texto, hizo unas pocas correcciones y luego se dirigió hacia la imprenta de la escuela para preparar una edición limitada.

Salió de allí cincuenta minutos más tarde con una página recién impresa. Miró su reloj. Cyril Tomkins era uno de esos chicos de quien siempre se podía confiar que estaría en su habitación entre las cinco y las seis, repasando sus lecciones. Hoy no sería ninguna excepción. Keith recorrió el pasillo y llamó tranquilamente a su puerta.