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– Entre -respondió Tomkins.

El estudioso alumno levantó la mirada de la mesa cuando Keith entró en la habitación. No pudo ocultar su sorpresa. Townsend nunca le había hecho una visita. Antes de que pudiera preguntarle qué deseaba, Keith le informó.

– Pensé que te gustaría ver la primera edición de la revista de la escuela, bajo mi dirección.

Tomkins apretó los abultados labios.

– Creo que terminarás por darte cuenta, por usar una de tus manidas expresiones, que una vez terminada la votación de mañana, seré yo el que gane por amplia mayoría.

– No, porque si has retirado tu candidatura no podrás ganar -dijo Keith.

– ¿Y por qué haría yo una cosa así? -preguntó Tomkins, que se quitó las gafas y las limpió con el extremo de su corbata-. A mí, desde luego, no puedes sobornarme como has tratado de hacer con el resto de la clase.

– Cierto -asintió Keith-, pero sigo teniendo la sensación de que querrás retirarte una vez que hayas leído esto.

Le entregó la página.

Tomkins volvió a colocarse las gafas, pero no llegó a leer más allá del titular y las primeras palabras del párrafo inicial, antes de experimentar una arcada sobre el libro que estudiaba.

Keith tuvo que admitir que aquella era una respuesta mucho mejor de lo que había esperado. Tuvo la sensación de que su padre estaría de acuerdo con él en que había logrado llamar la atención del lector con el titular.

«Alumno de sexto descubierto en el lavabo con nuevo chico. Bajados los pantalones. Negada la acusación.»

Keith recuperó la página y la rasgó en pequeños trozos, mientras un Tomkins muy pálido trataba de recuperar la calma.

– Naturalmente -dijo Keith después de arrojar los pequeños trozos en la papelera, al lado de Tomkins-, estaré encantado de que ocupes el puesto de subdirector, siempre y cuando retires tu candidatura antes de que se produzca la votación de mañana.

Bajo la batuta del nuevo director, el principal titular de la primera edición del St. Andy fue: «Razones para el socialismo».

– Desde luego, la calidad del papel y de la impresión son muy superiores a lo que recuerdo -comentó el director durante la reunión de profesores, a la mañana siguiente-. No obstante, no puede decirse lo mismo del contenido. Supongo que debemos estar agradecidos por el hecho de que sólo tengamos que soportar dos ediciones en un trimestre.

El resto del profesorado asintió con gestos de acuerdo.

El señor Clarke informó que Cyril Tomkins había dimitido de su puesto de subdirector pocas horas después de que se publicara la primera edición de la revista.

– Es una pena que no fuera él el encargado de realizar el trabajo -comentó el director-. Y a propósito, ¿sabe alguien por qué retiró su candidatura en el último momento?

Keith se echó a reír cuando le llegó esa información a la tarde siguiente, comunicada por alguien que la había escuchado repetir a su vez en la mesa del desayuno.

– Pero ¿tratará de hacer algo al respecto? -le preguntó Keith a la chica, que se subía la cremallera de la falda.

– Mi padre no comentó nada más sobre el tema, excepto que se sentía agradecido por el hecho de que no se te hubiera ocurrido defender la idea de que Australia se convierta en una república.

– Bueno, no deja de ser una idea -dijo Keith.

– ¿Puedes venir a la misma hora el próximo sábado? -preguntó Penny, que se puso por la cabeza el suéter de cuello de polo.

– Lo intentaré -contestó Keith-. Pero la próxima semana no podrá ser en el gimnasio porque ya está reservado para un combate de boxeo, a menos, claro está, que quieras que lo hagamos en medio del cuadrilátero, rodeados por los espectadores, mientras nos vitorean.

– Creo que será mucho más prudente dejar que sean otros los que caigan tumbados sobre la lona -dijo Penny-. ¿Tienes alguna otra sugerencia que hacerme?

– Te daré a elegir -contestó Keith-. En la galería de tiro o en el pabellón de críquet.

– En el pabellón de críquet -dijo Penny sin vacilar.

– ¿Qué tiene de malo la galería de tiro? -preguntó Keith.

– Ahí abajo hace siempre mucho frío, y está todo muy oscuro.

– ¿De veras? -preguntó Keith. Tras una pausa, añadió-: Entonces tendrá que ser en el pabellón de críquet.

– Pero ¿cómo entraremos?

– Con una llave.

– Eso no es posible -dijo ella, mordiendo el anzuelo-. Siempre lo cierran con llave cuando no juegan los First Eleven.

– No cuando el hijo del cuidador de las instalaciones trabaja en el Courier.

Penny lo tomó en sus brazos, apenas un momento después de que él hubiera terminado de abrocharse los botones de la bragueta.

– ¿Me quieres, Keith?

Keith procuró pensar en una respuesta convincente que no le comprometiera a nada.

– ¿Acaso no he sacrificado una tarde en las carreras por estar contigo? -Penny frunció el ceño y lo soltó. Se disponía a presionarlo un poco más cuando él añadió-: Te veré a la semana que viene-. Hizo girar la llave que abría la puerta del gimnasio, se asomó al pasillo y miró. Luego se volvió hacia ella, sonrió y le dijo-: Quédate ahí por lo menos otros cinco minutos.

Efectuó un desvío para llegar a su dormitorio, donde entró por la ventana de la cocina.

Una vez que entró en el despacho encontró una nota sobre la mesa. Era del director, y le pedía que pasara a verlo a las ocho. Miró el reloj. Sólo faltaban diez minutos para las ocho. Suspiró aliviado por no haber sucumbido a los encantos de Penny y no haberse quedado un poco más en el gimnasio. Se preguntó de qué se iba a quejar el director esta vez, pero sospechó que Penny ya le había indicado la dirección correcta.

Se miró en el espejo situado sobre la palangana, para asegurarse de que no quedara el menor rastro exterior de las actividades extracurriculares de las dos últimas horas. Se arregló la corbata y se limpió un resto de pintalabios de la mejilla.

Mientras caminaba sobre la gravilla, hacia la casa del director, se dedicó a ensayar su defensa contra la reprimenda que esperaba desde hacía días. Procuró dar a su pensamientos un orden coherente, y cada vez se sintió más y más seguro de poder contestar con total seguridad en sí mismo todas y cada una de las advertencias que pudiera hacerle el director. Libertad de prensa, el ejercicio de los propios derechos democráticos, los males de la censura y, si después de todo eso el director se mantenía en sus trece, le recordaría el discurso que él mismo pronunció ante los padres durante la celebración del Día del Fundador del año anterior, en el que condenó a Hitler por emplear exactamente la misma táctica amordazante con la prensa alemana. La mayoría de aquellos argumentos se los había oído comentar a su padre en la mesa del desayuno desde que regresara de Yalta.

Keith llegó ante la casa del director en el momento en que el reloj de la capilla hacía sonar las ocho campanadas. Una doncella contestó a su llamada ante la puerta.

– Buenas noches, señor Townsend.

Era la primera vez que alguien le llamaba «señor». Le acompañó directamente al despacho del director. El señor Jessop levantó la mirada desde detrás de una mesa cubierta de papeles.

– Buenas noches, Townsend -le saludó, renunciando a la costumbre habitual de llamar por su nombre de pila a un alumno que cursara el último año.

Evidentemente, Keith iba a tener problemas.

– Buenas noches, señor -replicó, y se las arregló para que la palabra «señor» sonara con un ligero tono de condescendencia.

– Siéntese -dijo el señor Jessop, que indicó con un gesto de la mano la silla situada ante la mesa.

Keith se sorprendió. Si a uno le ofrecen un asiento, eso suele indicar que no hay ningún problema. Seguramente, no iría a ofrecerle…

– ¿Le apetece tomar un jerez, Townsend?