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– A Heathrow -ladró, sin pensar ni por un instante en el permiso del control de tráfico aéreo, o en la disponibilidad de canales de despegue.

El piloto aplastó rápidamente el cigarrillo y corrió hacia la plataforma de despegue donde estaba el helicóptero. Mientras volaban sobre la City de Londres, Armstrong empezó a considerar la secuencia de acontecimientos que se producirían durante las pocas horas siguientes, a menos que se materializaran de algún modo milagroso cincuenta millones de dólares.

Quince minutos más tarde, el helicóptero se posó sobre la pista privada conocida como Terminal Cinco por aquellos que pueden permitirse utilizarla. Descendió a tierra y se dirigió lentamente hacia su jet privado.

Otro piloto, que ya esperaba para recibir sus órdenes, le saludó desde lo alto de la escalerilla.

– A Niza -dijo Armstrong, antes de dirigirse hacia el fondo de la carlinga.

El piloto desapareció en la cabina de mando, e imaginó que el «capitán Dick» iba a tomar su yate en Monte Carlo, para pasar unos pocos días de descanso.

El Gulfstream despegó y tomó la ruta hacia el sur. Durante el vuelo de dos horas, Armstrong sólo hizo una llamada telefónica, a Jacques Lacroix, en Ginebra. Pero, por mucho que rogó, la respuesta se mantuvo inflexible.

– Señor Armstrong, dispone usted hasta la hora de cierre de hoy para reponer los cincuenta millones de dólares. En caso contrario, no tendré más alternativa que dejar el tema en manos de nuestros abogados.

La única otra acción que hizo durante el vuelo fue rasgar el contenido de las carpetas que sir Paul había dejado sobre la mesa del consejo de administración. Luego, desapareció en el lavabo y arrojó los pequeños trozos por la taza.

Cuando el avión evolucionó hasta detenerse en el aeropuerto de Niza, un Mercedes conducido por un chófer se situó junto a la escalerilla. No hubo necesidad de decir nada después de que Armstrong se instalara en el asiento posterior; el chófer ya sabía adónde quería su patrono que lo llevara. Armstrong no pronunció una sola palabra durante todo el trayecto desde Niza a Monte Carlo; al fin y al cabo, su chófer no estaba en situación de prestarle cincuenta millones de dólares.

Al detenerse el coche en el puerto deportivo, el capitán del yate de Armstrong se puso firmes y esperó a darle la bienvenida a bordo. Aunque Armstrong no había advertido a nadie de sus intenciones, fueron otros los que telefonearon para alertar a la tripulación de trece hombres del Sir Lancelot, y advertir que el jefe no tardaría en llegar.

– Aunque sólo Dios sabe adónde quiere ir -fue el último comentario de su secretaria.

Cada vez que Armstrong decidía que había llegado el momento de dirigirse al aeropuerto, su secretaria era informada inmediatamente. Ésa era la única forma de que el personal que estaba a su servicio en todo el mundo pudiera abrigar la esperanza de sobrevivir en su puesto durante más de una semana.

El capitán se sentía receloso. No esperaban al jefe a bordo durante por lo menos otras tres semanas, cuando estaba previsto que se tomara dos semanas de vacaciones con el resto de la familia. Aquella mañana, al llegar la llamada desde Londres, el patrón se encontraba en el astillero local, dedicado a supervisar unas reparaciones menores en el Sir Lancelot. Nadie sabía hacia dónde quería dirigirse Armstrong, pero el patrón no estaba dispuesto a correr riesgos. A pesar de los considerables gastos que eso supuso, consiguió sacar el yate del astillero y tenerlo amarrado junto al muelle, apenas minutos antes de que el jefe llegara a Francia.

Armstrong recorrió la plancha de embarque y pasó ante cuatro hombres, todos ellos vestidos con impecables uniformes blancos, que se pusieron firmes y le saludaron. Armstrong se quitó los zapatos y descendió a sus camarotes privados. Al abrir la puerta del camarote principal, descubrió que otros se habían anticipado a su llegada; sobre la mesa, junto a la cama, ya había amontonados varios faxes.

¿Acaso Jacques Lacroix había cambiado de opinión? Desechó la idea en seguida. Después de tratar con los suizos desde hacía muchos años, los conocía demasiado bien. Seguían formando una nación poco imaginativa y unidimensional, cuyas cuentas bancarias tenían que estar siempre en números negros, y en cuyo diccionario no se encontraba la palabra «riesgo».

Empezó a revisar las hojas de arrollado papel de fax. El primero era de sus banqueros de Nueva York, para informarle que, tras la apertura del mercado esa misma mañana, el precio de las acciones de Armstrong Communications no había dejado de caer. Revisó rápidamente la página, hasta que su mirada encontró la línea que más temía leer. «No hay compradores, sólo vendedores», afirmaba asépticamente. «Si continúa esta tendencia durante mucho más tiempo, el banco no tendrá más remedio que considerar su posición.»

Dejó caer todos los faxes al suelo y se dirigió hacia la pequeña caja fuerte oculta tras una gran fotografía enmarcada de él mismo estrechándole la mano a la reina. Movió el disco giratorio a un lado y a otro, hasta dejarlo en el 10-06-23. La pesada puerta se abrió y Armstrong introdujo las dos manos y retiró los abultados fajos de billetes. Tres mil dólares, veintidós mil francos franceses, siete mil dracmas y un grueso fajo de liras italianas. Una vez que se hubo guardado el dinero, abandonó el yate y se dirigió directamente al casino, sin decirle a nadie de la tripulación adónde iba, cuánto tiempo estaría fuera o si regresaría. El capitán ordenó a un joven marinero que le siguiera a distancia, de modo que, cuando decidiera regresar al puerto, no les pillara por sorpresa.

Le colocaron delante un gran helado de vainilla. El maître empezó a verter chocolate caliente sobre el helado; como quiera que Armstrong no sugirió en ningún momento que se detuviera, continuó hasta vaciar la chocolatera de plata. Se inició de nuevo el movimiento cíclico de la cuchara, que no cesó hasta que hubo rebañado la última gota de chocolate del lado de la copa de helado.

La copa fue sustituida por una humeante taza de café. Armstrong seguía mirando fijamente hacia la bahía. En cuanto se corriera la noticia de que no podía cubrir una cantidad tan pequeña como cincuenta millones de dólares, no quedaría un solo banco en el mundo dispuesto a hacer negocios con él.

El maître regresó minutos más tarde, y se sorprendió al ver que no había tocado el café.

– ¿Quiere que le traiga otra taza, señor Armstrong? -preguntó con un susurro respetuoso.

– Sólo la cuenta, Henri -contestó Armstrong con un movimiento negativo de la cabeza.

El maître se alejó presuroso y regresó casi inmediatamente con una hoja de papel blanco doblada sobre una bandeja de plata. Se trataba de un cliente que no soportaba esperar por nada, ni siquiera por la cuenta.

Armstrong abrió con un gesto rápido la hoja doblada pero no demostró el menor interés por su contenido. Setecientos doce francos, service non compris. La firmó y la redondeó hasta los mil francos. Por primera vez durante aquella noche, una sonrisa apareció en el rostro del maître…, una sonrisa que desaparecería cuando descubriera que el restaurante sólo era uno más en la larga lista de acreedores.

Armstrong retiró la silla, dejó la servilleta arrugada sobre la mesa y salió del restaurante sin decir una sola palabra más. Varios pares de ojos le siguieron al hacerlo, y otro par de ojos le observó en cuanto salió a la acera. No se dio cuenta del joven marinero que se escabulló corriendo, en dirección al Sir Lancelot.

Armstrong eructó mientras caminaba por el paseo y pasaba ante docenas de yates, muy juntos unos contra otros, atracados para pasar la noche. Habitualmente, disfrutaba con la sensación de saber que el Sir Lancelot era, casi con toda seguridad, el yate más grande de la bahía, a menos que durante la noche hubieran llegado el sultán de Brunei o el rey Fahd. Lo único en lo que pensaba esta noche, sin embargo, era en la cifra que alcanzaría cuando fuera puesto a la venta en el mercado abierto. Pero ¿querría alguien comprar un yate que había sido propiedad de Richard Armstrong, una vez que se supiera la verdad?