– ¿Para qué molestarse por eso? -comentó Penny-. Si acabaras por irte allí no harías sino confirmar tus peores temores sobre los ingleses.
– Lo sé, pero mi… -empezó a decir mientras se ponía los pantalones por segunda vez.
– Y en cualquier caso, oí a mi padre comentarle al señor Clarke que sólo añadió tu nombre a la lista final para complacer a tu madre.
Penny lamentó aquellas palabras en cuanto las pronunció.
Keith estrechó los ojos y miró fijamente a una joven que, normalmente, nunca se ruborizaba.
Keith utilizó la segunda edición de la revista de la escuela para airear sus opiniones sobre la educación privada.
«Al acercarnos a la segunda mitad del siglo veinte, el dinero, por sí solo, no debería ser suficiente para garantizar una buena educación -declaró el líder-. La asistencia a las escuelas más exquisitas debería estar abierta a cualquier niño que demostrara la capacidad adecuada, y no decidirse simplemente por la cuna en la que uno haya nacido.»
Keith esperó a que la cólera del director descendiera sobre él, pero de su despacho sólo brotó el silencio. El señor Jessop no se mostró a la altura del desafío. En su actitud, quizá se sintiera influido por el hecho de que Keith ya había ingresado en la cuenta bancaria 1.470 de las 5.000 libras necesarias para construir un nuevo pabellón de críquet. Cierto que la mayor parte de ese dinero se había obtenido de los bolsillos de los contactos de su padre que, según sospechaba Keith, lo pagaban con la esperanza de que sus nombres no aparecieran en las primeras páginas del futuro.
De hecho, el único resultado de publicar el artículo no fue una queja, sino una oferta de diez libras, presentada por el Melbourne Age, el principal competidor de sir Graham, que deseaba reproducir completo el artículo de quinientas palabras. Keith aceptó encantado sus primeros honorarios como periodista, pero se las arregló para perder toda esa cantidad al miércoles siguiente, con lo que finalmente se demostró que el sistema de Joe el Afortunado no era infalible.
A pesar de todo, esperaba con impaciencia la oportunidad de impresionar a su padre con aquel pequeño golpe. El sábado, sir Graham leyó su prosa, reproducida en el Melbourne Age. No habían cambiado una sola palabra, pero habían recortado el artículo drásticamente, y le habían puesto un título que inducía a engaño: «El heredero de sir Graham exige becas para los aborígenes».
Se dedicaba la mitad de la página a exponer los radicales puntos de vista de Keith; la otra mitad aparecía ocupada por un artículo del principal corresponsal del periódico en asuntos pedagógicos que, naturalmente, defendía la educación privada. Se invitaba a los lectores a responder a sus opiniones y, al sábado siguiente, el Age tuvo un gran día de ventas, a expensas de sir Graham.
Keith se sintió aliviado al comprobar que su padre no planteaba el tema, aunque oyó que lo comentaba con su madre.
– Ese muchacho habrá aprendido mucho con la experiencia. Y, en cualquier caso, estoy de acuerdo con mucho de lo que ha dicho.
Su madre, en cambio, no se mostró tan comprensiva.
Durante las vacaciones, Keith se pasaba cada mañana bajo la tutoría de la señorita Steadman, como forma de prepararse para sus exámenes finales.
– La enseñanza no es más que otra forma de tiranía -declaró al final de una de sus exigentes sesiones.
– Eso no es nada comparado con la tiranía de ser un ignorante durante el resto de su vida -le aseguró ella.
Después de que la señorita Steadman le indicara algunos temas más para revisar, Keith se marchó para pasar el resto del día en el Courier. Lo mismo que le sucedía a su padre, se sentía mucho más a gusto entre los periodistas que con los ricos y poderosos antiguos alumnos del St. Andrew, a quienes seguía tratando de sacar dinero para el pabellón de críquet.
Para su primer trabajo oficial para el Courier, Keith fue asignado bajo las órdenes de Barry Evans, el especialista en crímenes, que cada tarde lo enviaba para que cubriera las noticias sobre los juicios celebrados en la audiencia: delitos menores, robos, hurtos en las tiendas y algún que otro caso de bigamia.
– Busca nombres que puedan ser reconocidos -le dijo Evans-. O mejor aún, aquellos que puedan ser relacionados con personas muy conocidas. Y, lo mejor de todo, nombres de personas que sean muy conocidas.
Keith trabajó con presteza, pero sin grandes resultados que demostrar a cambio de sus esfuerzos. Cada vez que conseguía introducir un artículo en el periódico, terminaba por descubrir que había sido recortado sin piedad.
– No quiero saber tus opiniones -le repetía el viejo periodista-. Únicamente los hechos.
Evans se había formado en el Manchester Guardian, y nunca se cansaba de repetir las palabras de G. P. Scott: «Los comentarios son libres, pero los hechos son sagrados». Keith decidió que si alguna vez llegaba a ser dueño de un periódico, jamás emplearía a nadie que hubiera trabajado para el Manchester Guardian.
Regresó al St. Andrew para el segundo trimestre y utilizó el artículo de fondo de la primera edición de la revista de la escuela para sugerir que había llegado el momento de que Australia rompiera sus lazos con Gran Bretaña. El artículo declaraba que Churchill había abandonado a Australia a su suerte, mientras se concentraba en la guerra en Europa.
Una vez más, el Melbourne Age le ofreció a Keith la posibilidad de difundir sus puntos de vista entre un público más amplio, pero esa vez se negó, a pesar de la tentadora oferta de 20 libras que le hicieron, el cuádruple de lo que había ganado en su quincena como periodista en prácticas para el Courier. Decidió ofrecer el artículo al Adelaide Gazette, uno de los periódicos de su padre, pero el director lo rechazó sin haber llegado a leer siquiera el segundo párrafo.
Durante la segunda semana del trimestre, Keith se dio cuenta de que su mayor problema consistía en encontrar una forma de librarse de Penny, que ya no creía en sus excusas para no verla, aunque él le dijera la verdad. Ya le había pedido a Betsy ir juntos al cine el siguiente sábado por la tarde. No obstante, seguía existiendo el problema irresuelto de cómo salir con la siguiente chica antes de haberse librado de su predecesora.
En sus encuentros más recientes en el gimnasio, al sugerir que quizá había llegado el momento para que los dos… Penny dejó entrever que le contaría a su padre cómo habían pasado los sábados por la tarde. A Keith le importaba un bledo a quién se lo dijera, pero sí le importaba mucho la posibilidad de dejar a su madre en una situación embarazosa. Durante la semana, se quedaba en su cuarto, donde solía trabajar duro y evitaba ir a ninguna parte donde pudiera encontrarse con Penny.
El sábado por la tarde siguió un camino secundario para ir a la ciudad, donde se encontró con Betsy frente al cine Roxy. No había nada como transgredir tres reglas de la escuela en un solo día, pensó. Compró dos entradas para ver a Chips Rafferty en Las ratas de Tobruk, y condujo a Betsy hacia un asiento doble en las filas de atrás. Cuando el «Fin» apareció en la pantalla, no había visto gran cosa de la película y le dolía la lengua de tanto ejercicio. Ya estaba impaciente porque llegara el siguiente sábado, cuando los First Eleven jugarían fuera y él podría mostrarle a Betsy los placeres del pabellón de críquet.
Le tranquilizó descubrir que Penny no hizo el menor intento por ponerse en contacto con él durante la semana siguiente. Así pues, el jueves, al ir a Correos para enviarle otra carta a su madre, acordó una cita para verse con Betsy el sábado por la tarde. Le prometió llevarla a un lugar en el que nunca había estado hasta entonces.