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Una vez que el autobús del primer equipo se hubo perdido de vista, Keith se ocultó entre los árboles del lado norte de la zona deportiva, y esperó a que Betsy apareciera. Al cabo de media hora ya se preguntaba si ella iba a dejarlo plantado cuando, unos momentos más tarde, la distinguió caminando por entre los campos, y se olvidó inmediatamente de su impaciencia. Llevaba el largo cabello rubio formándole una cola de caballo, sujeta con una cinta elástica. Lucía un suéter amarillo tan ceñido a su cuerpo que le hizo pensar en Lana Turner; y llevaba una falda negra tan ceñida que al caminar no tenía más remedio que hacerlo a pasos muy cortos.

Keith esperó a que se uniera a él, tras los árboles. Luego, la tomó por el brazo y la condujo rápidamente hacia el pabellón. Se detenía a cada pocos metros para besarla y a pesar de que todavía le faltaban por lo menos veintidós metros por recorrer, ya había descubierto dónde estaba la cremallera de su falda.

Al llegar a la puerta de atrás, Keith extrajo una llave grande del bolsillo de la chaqueta y la introdujo en la cerradura. La hizo girar despacio y empujó la puerta, tanteó para encontrar el interruptor de la luz. Lo apretó y entonces escuchó los gemidos. Keith miró fijamente, con incredulidad, la escena que se desplegó ante él. Cuatro ojos parpadearon al mirarlo. Uno de los dos cuerpos trataba de protegerse de la bombilla desnuda, pero Keith no tuvo ninguna dificultad para reconocer aquellas piernas, a pesar de que no pudo verle la cara. Luego, volvió su atención hacia el otro cuerpo situado sobre el de ella.

Estuvo seguro de que Duncan Alexander jamás olvidaría el día en que perdió su virginidad.

7

Hungría arrastrada a la red del Eje
Ribbentrop fanfarronea: «Otros seguirán»

Lubji estaba en el suelo, encogido, sujetándose la barbilla. El soldado mantuvo la bayoneta apuntada entre sus ojos, y con un gesto de la cabeza le indicó que debía unirse a los demás, en el camión que esperaba.

Lubji trató de continuar su protesta en húngaro, pero sabía que ya era demasiado tarde.

– Ahórrate el aliento, judío, o te lo sacaré a patadas -le abroncó el soldado.

La bayoneta descendió hacia sus pantalones y le desgarró la piel del muslo derecho. Lubji cojeó tan rápidamente como pudo hacia el camión, y se unió a un grupo de gente atónita e impotente que sólo tenían una cosa en común: de todos ellos se creía que eran judíos. El señor y la señora Cerani fueron obligados a subir a la caja antes de que el camión iniciara su lento trayecto para salir de la ciudad. Una hora más tarde llegaron al complejo de la prisión local, donde Lubji y sus compañeros de infortunio fueron descargados como si no fueran más que ganado.

Los hombres fueron formados en fila y conducidos a través del patio, hacia una gran sala de piedra. Pocos minutos más tarde apareció un sargento de las SS, seguido por una docena de soldados alemanes. Ladró una orden en su lengua nativa.

– Dice que tenemos que desnudarnos -susurró Lubji, que tradujo las palabras al húngaro.

Todos se quitaron las ropas, y los soldados empezaron a reunir en filas a los cuerpos desnudos, la mayoría de los cuales se estremecían; algunas de las personas lloraban. La mirada de Lubji recorrió la estancia, tratando de ver si había alguna forma de escapar. Sólo había una puerta, custodiada por soldados, y tres pequeñas ventanas en lo alto de las paredes.

Pocos minutos más tarde apareció un oficial de las SS, elegantemente uniformado, que fumaba un puro delgado. Se irguió en el centro de la estancia y, con un pequeño discurso de compromiso les informó que ahora eran todos prisioneros de guerra.

– Heil Hitler -dijo al final, y se volvió para marcharse.

Al pasar el oficial ante él, Lubji dio un paso adelante y sonrió.

– Buenas tardes, señor -dijo.

El oficial se detuvo y miró con expresión asqueada al joven. Lubji afirmó en un balbuceante alemán que habían cometido un terrible error y luego abrió la mano para revelar un fajo de pengös húngaros.

El oficial le sonrió a Lubji, tomó los billetes y les prendió fuego con un mechero. La llama aumentó de intensidad hasta que ya no pudo sostener el fajo, que dejó caer a los pies de Lubji. Luego se marchó. Lubji no podía dejar de pensar en los muchos meses de trabajo que le había costado ahorrar todo aquel dinero.

Los prisioneros permanecían estremecidos junto a la pared de piedra. Los guardias les ignoraron; algunos fumaban, mientras que otros hablaban entre sí como si los hombres desnudos simplemente no existieran. Transcurrió otra hora antes de que entrara en la estancia otro grupo de hombres, que llevaban largas batas blancas y guantes de goma. Empezaron a recorrer las filas, arriba y abajo; se detenían unos pocos segundos para comprobar el pene de cada detenido. A tres de los hombres se les ordenó que se vistieran y regresaran a sus casas. Ésa fue toda la prueba que necesitaron. Lubji se preguntó a qué prueba someterían a las mujeres.

Una vez que se marcharon los hombres de las batas blancas, se ordenó a los detenidos que se vistieran y fueron sacados de la sala. Al cruzar el patio, Lubji miró a su alrededor, tratando de encontrar una forma de escapar, pero siempre había soldados con bayonetas a cada pocos pasos. Fueron conducidos hacia un largo pasillo y los hicieron bajar por una estrecha escalera de piedra en la que sólo alguna que otra lámpara de gas ofrecía un atisbo de luz. Lubji pasó ante celdas situadas a ambos lados, atestadas de gente; escuchó gritos y ruegos en tantas lenguas, que no se atrevió a volverse para mirar. Entonces, de repente, se abrió la puerta de una de las celdas, fue agarrado por el cuello y empujado hacia el interior, con la cabeza por delante. Habría caído al suelo de piedra si no lo hubiera hecho sobre un montón de cuerpos.

Permaneció quieto durante un momento y luego se incorporó, tratando de centrar la mirada sobre los que le rodeaban. Pero como sólo había un ventanuco de barrotes cruzados, tardó algún tiempo en distinguir los rostros de las personas.

Un rabino canturreaba un salmo, pero la respuesta que recibía era apagada. Lubji trató de situarse a un lado cuando un anciano vomitó sobre él. Se apartó del hedor de los vómitos, sólo para tropezar con otro detenido que se había bajado los pantalones. Se sentó finalmente en un rincón, con la espalda apoyada contra la pared. De ese modo, nadie le pillaría por sorpresa.

Al abrirse de nuevo la puerta, Lubji no tuvo forma de saber cuánto tiempo había permanecido en aquella maloliente celda. Entró un grupo de soldados, con linternas cuya luz recorrió los rostros deslumbrados y parpadeantes de las personas. Si los ojos no parpadeaban, el cuerpo era arrastrado fuera, al pasillo, y ya nunca se le volvía a ver. Fue la última vez que vio al señor Cerani.

Aparte de observar la luz seguida por la oscuridad a través del ventanuco de la pared, y de compartir la única comida entregada cada mañana a los detenidos, no hubo forma de contar los días transcurridos. Cada pocas horas, los soldados regresaban para llevarse más cuerpos, hasta que estuvieron seguros de que sólo sobrevivían los que se encontraban en mejor forma física. Lubji imaginó que, con el tiempo, él también moriría, ya que ésa parecía ser la única forma de salir de la pequeña prisión. Cada día que pasaba, el traje le colgaba más suelto sobre el cuerpo, y empezó a apretarse el cinturón, agujero tras agujero.

Una mañana, sin la menor advertencia, un grupo de soldados entró en la celda y sacó de ella a los detenidos que todavía quedaban con vida. Se les ordenó que avanzaran en fila por el pasillo y subieran los escalones de piedra que conducían al patio. Al salir al sol de la mañana, Lubji tuvo que levantar la mano para protegerse los ojos. Había pasado diez, quince, quizá veinte días en aquella mazmorra y había desarrollado lo que los detenidos llamaban «ojos de lince».

Entonces escuchó el martilleo. Volvió la cabeza hacia la izquierda y vio a un grupo de prisioneros que construían un patíbulo de madera. Contó hasta ocho lazos corredizos. Sintió náuseas, pero no tenía en el estómago nada que pudiera vomitar. Una bayoneta le tocó en la cadera y siguió rápidamente a los otros detenidos que formaban filas, preparados para subir a camiones atestados.