Durante el camino de regreso a la ciudad, un guardia que no dejaba de reír les informó que iban a tener el honor de ser sometidos a juicio antes de que regresaran a la prisión para que los ahorcaran a todos y cada uno de ellos. La esperanza se transformó en desesperación, al imaginar Lubji, una vez más, que iba a morir. Y por primera vez en su vida no estuvo muy seguro de que eso le importara.
Los camiones se detuvieron ante el edificio de los tribunales, y los detenidos fueron conducidos a su interior. Lubji se dio cuenta de que ya no había bayonetas, y de que los soldados se mantenían a cierta distancia. Una vez dentro del edificio, se permitió a los detenidos sentarse en bancos de madera, en el bien iluminado pasillo, y hasta se les dieron rebanadas de pan en platos de estaño. Lubji se sintió receloso y se dedicó a escuchar lo que decían los guardias, que hablaban entre ellos. A partir de diferentes conversaciones, dedujo que los alemanes se disponían a «demostrar» que todos los judíos eran delincuentes porque, aquella mañana, estaba presente en el tribunal un observador de la Cruz Roja, procedente de Ginebra. Seguramente, pensó Lubji, a un hombre así le parecería algo más que una simple coincidencia el hecho de que todos ellos fueran judíos. Antes de que pudiera reflexionar acerca de cómo aprovechar aquella información, un cabo lo tomó por un brazo y lo condujo a la sala del tribunal. Lubji quedó de pie ante el banquillo, frente a un anciano juez sentado sobre una silla alta. El juicio, si es que pudiera describirse de tal modo, apenas duró unos pocos minutos. Antes de que el juez firmara la sentencia de muerte, un oficial le tuvo que pedir a Lubji que les recordara su nombre.
El joven, alto y delgado, miró al observador de la Cruz Roja, sentado a su derecha. El hombre miraba al suelo, frente a él, aparentemente aburrido con la escena, y sólo levantó la mirada cuando se pronunció la sentencia de muerte.
Otro soldado tomó a Lubji por el brazo y se dispuso a alejarlo del banquillo, para que el siguiente detenido pudiera ocupar su lugar. De repente, el observador se levantó y le hizo al juez una pregunta en un idioma que Lubji no pudo comprender.
El juez frunció el ceño y volvió la atención hacia el detenido que todavía estaba en el banquillo.
– ¿Qué edad tiene usted? -le preguntó en húngaro.
– Diecisiete años -contestó Lubji.
El asesor fiscal se adelantó hacia el estrado y le susurró algo al juez, que miró a Lubji, frunció el ceño y dijo:
– Sentencia conmutada por cadena perpetua. -Hizo una pausa, sonrió y añadió-: Revisión del caso en doce meses.
El observador pareció satisfecho con su trabajo de la mañana y asintió con un gesto de aprobación.
El guardia, evidentemente convencido de que Lubji había sido tratado con demasiada conmiseración, se adelantó, le puso una mano en el hombro y lo condujo de nuevo al pasillo. Le pusieron esposas, fue conducido al patio y allí lo hicieron subir al camión. Ya había otros detenidos sentados en el interior. Lo miraron en silencio, como si fuera el último pasajero que hubiera subido a un autobús local.
El tablero posterior del camión se cerró de golpe y, un momento después, el camión se puso en marcha con una sacudida. Incapaz de mantener el equilibrio, Lubji cayó sobre el suelo de tablas.
Permaneció arrodillado y miró a su alrededor. Había dos guardias en el camión, sentados uno frente al otro, junto al tablero posterior de cierre. Ambos aferraban los rifles, pero uno de ellos había perdido el brazo derecho. Parecía tan resignado a su destino como los propios prisioneros.
Lubji gateó hacia ellos y se sentó cerca del guardia que tenía los dos brazos. Inclinó la cabeza y trató de concentrarse. Sólo tardarían unos cuarenta minutos en recorrer el trayecto de regreso a la prisión, y estaba convencido de que ésta sería su última oportunidad si no quería unirse a los demás, en las horcas. Se preguntó cómo podría escapar. En ese momento, el camión aminoró la marcha para pasar por un túnel. Al salir por el otro lado, Lubji trató de recordar cuántos túneles había entre la prisión y el tribunal. Tres, quizá cuatro. No podía estar seguro.
Pocos minutos más tarde, al pasar por el siguiente túnel, empezó a contar despacio: «Uno, dos, tres». Estuvieron rodeados por la más completa oscuridad durante casi cuatro segundos. Durante esos pocos segundos tendría ventaja sobre los guardias; después de haber pasado tres semanas en una mazmorra, ellos no podrían moverse en la oscuridad tan bien como él. Tenía en su contra el hecho de que debía ocuparse de dos. Miró al otro guardia… Bueno, uno y medio.
Lubji miró por delante y observó el terreno por el que cruzaban. Calculó que debían de estar a medio camino entre la ciudad y la prisión. Por el lado más cercano de la carretera discurría un río. Quizá fuera difícil cruzarlo, pero no imposible, aunque no tenía forma de saber su profundidad. Por el otro lado, los campos se extendían hacia un grupo de árboles que calculó debían de estar a unos trescientos a cuatrocientos metros de distancia.
¿Cuánto tiempo tardaría en recorrer trescientos metros teniendo limitado el movimiento de sus brazos? Volvió la cabeza para ver si se aproximaba otro túnel, pero no observó ninguno, y Lubji sintió el temor de que ya hubieran pasado por el último túnel antes de la prisión. ¿Podía arriesgarse a escapar a plena luz del día? Llegó a la conclusión de que contaba con muy pocas posibilidades si no aparecía un túnel en los próximos tres kilómetros.
Recorrieron algo más de un kilómetro y decidió que, una vez que tomaran la siguiente curva, tendría que tomar una decisión. Despacio, encogió las piernas y las situó bajo la barbilla. Colocó las manos esposadas sobre las rodillas. Apretó firmemente la espalda contra la caja del camión y trató de desplazar el peso de su cuerpo hacia los dedos de los pies.
Lubji miró fijamente carretera adelante, mientras el camión tomaba la siguiente curva. Casi gritó: «¡Madeltov!» al ver el túnel, a unos quinientos metros por delante. A juzgar por el pequeño foco de luz situado en el extremo del otro lado, dedujo que sería un túnel que el camión tardaría en cruzar unos cuatro segundos.
Mantuvo el peso del cuerpo sobre los dedos de los pies, tenso y preparado para saltar. Notaba que el corazón le latía con tal fuerza que, seguramente, los guardias se darían cuenta de algún peligro inminente. Levantó la mirada hacia el guardia con los dos brazos, que extrajo un cigarrillo de un bolsillo, se lo colocó lentamente en la boca y empezó a buscar una cerilla. Lubji volvió su atención hacia el túnel que se aproximaba, ahora a sólo cien metros de distancia. Sabía que sólo dispondría de unos pocos segundos, una vez que hubieran entrado en la oscuridad.
Cincuenta metros…, cuarenta…, treinta…, veinte…, diez. Lubji respiró profundamente y contó uno. Entonces, se incorporó de un salto, rodeó con las esposas el cuello del guardia de los dos brazos y le hizo girar la cabeza con tal fuerza que el alemán cayó por encima del tablero de cierre del camión, y lanzó un grito al chocar contra el asfalto.
El camión se detuvo con chirrido de frenos y patinó hasta salir por el extremo más alejado del túnel. Lubji saltó por el lado y corrió inmediatamente hacia la seguridad temporal de la oscuridad. Le siguieron otros dos o tres prisioneros. Una vez que salió al otro lado del túnel, giró rápidamente a la derecha y echó a correr por entre los campos, sin detenerse a mirar atrás. Tenía que haber recorrido por lo menos cien metros cuando oyó silbar la primera bala por encima de su cabeza. Trató de cubrir los cien metros siguientes sin perder velocidad, pero cada pocos pasos que daba iban acompañados ahora por una lluvia de balas. Empezó a correr en zigzag. Entonces oyó el grito. Miró hacia atrás y vio a uno de los prisioneros que había saltado del camión tras él, tumbado ahora en el suelo, inmóvil, mientras que un segundo seguía corriendo con todas sus fuerzas, sólo unos pocos metros por detrás de él. Lubji confiaba en que las balas fueran disparadas por el guardia de un solo brazo.