Por delante de él, los árboles se acercaban, a sólo cien metros de distancia. Cada bala actuaba como una pistola que diera la señal de salida en una carrera, e impulsaba su tembloroso cuerpo a recorrer unos metros más. Entonces oyó el segundo grito. Esta vez ni siquiera perdió tiempo en mirar atrás. Cuando sólo le quedaban por recorrer cincuenta metros, recordó que un prisionero le había dicho una vez que los rifles alemanes tenían un alcance de trescientos metros. Dedujo que sólo estaba a seis o siete segundos de la seguridad. Entonces, la bala se aplastó contra su hombro. La fuerza del impacto le impulsó hacia adelante unos pocos pasos más, pero sólo fue momentos antes de que se derrumbara con la cabeza por delante sobre el barro. Intentó gatear, pero sólo pudo avanzar un par de metros antes de dejar caer la cabeza. Permaneció cabeza abajo, resignado a morir.
Al cabo de unos momentos notó un par de rudas manos que lo tomaban por los hombros. Otras manos lo alzaron por los tobillos. Lo único que Lubji pudo pensar fue cómo se las habían arreglado los alemanes en llegar tan rápidamente hasta él. Lo habría descubierto si, en ese momento, no hubiera perdido el conocimiento.
Al despertar, Lubji no tenía forma de saber qué hora era. Sólo pudo suponer que estaba de regreso en la celda, a la espera de ser ejecutado, pues todo estaba oscuro como boca de lobo. Entonces notó el dolor lacerante en su hombro. Intentó incorporarse, apoyado sobre las palmas de las manos, pero no pudo moverse. Movió los dedos y le sorprendió descubrir que por lo menos le habían quitado las esposas.
Parpadeó y trató de decir algo, pero sólo consiguió emitir un susurro que tuvo que haber parecido como el sonido de un animal herido. Trató de incorporarse nuevamente y, una vez más, fracasó. Parpadeó, incapaz de creer lo que vio de pie ante él. Una mujer joven se arrodilló a su lado y le humedeció la frente con un basto trapo húmedo. Lubji le habló en varios idiomas, pero ella se limitó a negar con la cabeza. Cuando finalmente dijo algo, lo hizo en un idioma que él nunca había escuchado antes. Luego sonrió, se señaló a sí misma y dijo simplemente:
– Mari.
Se quedó dormido. Al despertar, el sol de la mañana brillaba sobre sus ojos; pero esta vez pudo levantar la cabeza. Se hallaba rodeado de árboles. Volvió la cabeza hacia la izquierda y vio un círculo de carromatos de colores, llenos hasta rebosar con montones de objetos. Más allá, tres o cuatro caballos pastaban en la hierba situada en la base de un árbol. Se volvió en la otra dirección y su mirada se posó sobre una joven que estaba de pie, a pocos pasos de distancia. Hablaba con un hombre que llevaba un rifle sobre el hombro. Por primera vez, fue consciente de lo hermosa que era la muchacha.
Al hablar, los dos se volvieron hacia él. El hombre se le acercó rápidamente y, de pie sobre él, lo saludó en su propia lengua.
– Me llamo Rudi -le dijo.
Le explicó después cómo él y su pequeño grupo habían escapado cruzando la frontera checa, unos meses antes, para encontrarse con que los alemanes les seguían. Se veían obligados a seguir su camino, ya que la raza superior consideraba a los gitanos incluso inferiores a los judíos.
Lubji empezó a asediarlo a preguntas.
– ¿Quiénes son ustedes? ¿Dónde estoy? -Y, la más importante de todas-: ¿Dónde están los alemanes?
Sólo se detuvo cuando Mari, que según le explicó Rudi era su hermana, regresó con un cuenco de líquido caliente y un trozo de pan. Se arrodilló junto a él y empezó a introducirle lentamente las aguadas gachas en la boca, con ayuda de una cuchara. Se detenía a cada pocas cucharadas y de vez en cuando le ofrecía un trozo de pan. Mientras tanto, su hermano seguía contándole a Lubji cómo había terminado por encontrarse entre ellos. Rudi había oído los disparos, y corrió hasta el lindero del bosque, convencido de que los alemanes habían descubierto a su pequeño grupo. Entonces vio a los prisioneros que corrían hacia donde él se encontraba, entre los árboles. Todos ellos fueron alcanzados por las balas, pero Lubji estaba lo bastante cerca del bosque como para que sus hombres lo rescataran.
Los alemanes no los siguieron una vez que los gitanos se lo llevaban hacia la espesura del bosque.
– Quizá tuvieron miedo de lo que pudieran encontrarse, aunque la verdad es que los nueve que formamos el grupo sólo tenemos dos rifles, una pistola y una variedad de armas, desde una horca hasta un cuchillo de pescado. -Rudi se echó a reír-. Sospecho que les preocupaba más la posibilidad de perder a los otros prisioneros si se dedicaban a buscarte. Pero de una cosa podíamos estar seguros: que en cuanto saliera el sol regresarían en gran cantidad. Por eso di la orden de que una vez extraída la bala de tu hombro, siguiéramos nuestro camino y te lleváramos con nosotros.
– ¿Cómo os podré pagar lo que habéis hecho por mí? -murmuró Lubji.
Una vez que Mari hubo terminado de alimentarlo, dos de los gitanos izaron suavemente a Lubji sobre uno de los carromatos y la pequeña comitiva continuó su camino, adentrándose todavía más en el bosque.
Continuaron su avance, evitando los pueblos, e incluso las carreteras, poniendo cada vez mayor distancia entre ellos y el lugar donde se había producido el tiroteo. Día tras día, Mari cuidaba de Lubji, hasta que finalmente éste pudo incorporarse. Ella se sintió encantada al comprobar lo rápidamente que aprendió a hablar su lengua. Lubji practicó durante varias horas una frase que deseaba decirle. Luego, aquella noche, cuando ella acudió para darle de comer, le dijo en un fluido romaní que era la mujer más hermosa que hubiera visto en su vida. Ella se sonrojó y se alejó corriendo. No regresó de nuevo hasta la hora del desayuno.
Gracias a las constantes atenciones de Mari, Lubji se recuperó con rapidez y pronto pudo unirse a sus salvadores alrededor de la hoguera del campamento, por la noche. A medida que los días se convirtieron en semanas no sólo empezó a llenar el traje con su cuerpo, sino que también tuvo que soltarse agujeros del cinturón.
Una noche, tras regresar de caza con Rudi, Lubji le dijo que no tardaría en tener que abandonarles.
– Tengo que llegar a un puerto y alejarme tanto como pueda de los alemanes -le explicó.
Rudi asintió con un gesto, mientras estaban sentados alrededor del fuego del campamento, compartiendo un conejo. Ninguno de ellos observó la mirada de tristeza que apareció en los ojos de Mari.
Aquella noche, al regresar al carromato, Lubji encontró a Mari esperándole. Subió para sentarse junto a ella y tratar de explicarle que puesto que la herida casi se había curado, ya no necesitaba de su ayuda para desnudarse. Ella le sonrió y, con movimientos lentos, le apartó la camisa del hombro, le quitó el vendaje y limpió la herida. Miró en su bolsa de lona, frunció el ceño, vaciló un momento y se desgarró el vestido, utilizando esa tira de tela para volver a vendarle el hombro.
Lubji miró fijamente las largas piernas morenas de Mari mientras ella le pasaba los dedos sobre el pecho y los hacía descender hasta la cintura de sus pantalones. Le sonrió y empezó a desabrocharle los botones. Lubji colocó una mano fría sobre el muslo de ella y se ruborizó cuando Mari se levantó el vestido y reveló que no llevaba nada debajo.
Mari esperó con expectación a que él moviera la mano, pero Lubji seguía con la mirada fija. Se inclinó hacia él y le quitó los pantalones, después se puso a horcajadas y descendió suavemente sobre él. Lubji se quedó tan quieto como cuando fue derribado por la bala, y Mari empezó a moverse lentamente, arriba y abajo, con la cabeza echada hacia atrás. Le tomó la mano y la colocó en el interior del escote de su vestido. Se estremeció la primera vez que él le tocó el pecho cálido. Lubji dejó la mano allí, sin moverse, a pesar de que el ritmo de ella se hacía más y más rápido. Cuando hubiera querido gritar, la tomó en sus brazos y la atrajo rápidamente hacia abajo, para besarla torpemente en los labios. Pocos segundos más tarde estaba tumbado, exhausto, preguntándose si le habría hecho daño, hasta que abrió los ojos y vio la expresión del rostro de Mari, que se hundió junto a su hombro, rodó hacia un lado y se quedó profundamente dormida.