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– No tengas tanta prisa, jovencito -le dijo el campesino expulsando una nube de humo-. Los alemanes todavía tardarán algún tiempo en cruzar esas montañas.

Lubji volvió a sentarse, y la esposa del campesino cortó la costra de una segunda hogaza de pan, la empapó de caldo y la dejó sobre la mesa, delante de él.

Sólo quedaron algunas migajas en el plato cuando Lubji se levantó finalmente de la mesa y siguió al campesino fuera de la cocina. Al llegar a la puerta, la mujer lo cargó con manzanas, queso y más pan, antes de que él subiera a la parte de atrás del tractor del campesino, que lo llevó hasta las afueras del pueblo. Finalmente, el hombre lo dejó en la cuneta de una carretera que, según le aseguró, conducía hasta la costa.

Lubji caminó por la carretera y levantó el pulgar al aire cada vez que oía aproximarse un vehículo. Pero, durante el primer par de horas, todos los vehículos que pasaron, rápidos o lentos, lo ignoraron. La tarde estaba ya bastante avanzada cuando un destartalado Tatra se detuvo a pocos metros por delante de él.

Corrió hasta la ventanilla del conductor, que ya estaba bajada.

– ¿A dónde va? -le preguntó el conductor.

– A Dubrovnik -contestó Lubji con una sonrisa.

El conductor se encogió de hombros, subió la ventanilla y se alejó sin decir una sola palabra.

Pasaron varios tractores, dos coches y un camión antes de que otro coche se detuviera. Ante la misma pregunta, Lubji ofreció la misma respuesta.

– No voy tan lejos -fue esta vez la respuesta-, pero puedo llevarle parte del camino.

Otro coche, dos camiones, tres carros tirados por caballos y el sillín de una motocicleta, le permitieron completar el viaje de tres días hasta Dubrovnik. Para entonces, Lubji ya había devorado la comida que le ofreciera la mujer del campesino, y reunió todas las informaciones que pudo acerca de cómo encontrar un barco en Dubrovnik que le ayudara a escapar de los alemanes.

Una vez que lo dejaron en las afueras del animado puerto, sólo tardó unos minutos en descubrir que los peores temores del campesino habían sido exactos; mirara donde mirase, sólo veía a ciudadanos que se preparaban para una invasión alemana. Lubji no tenía la menor intención de esperar por segunda vez para darles la bienvenida, mientras ellos desfilaban con el paso de la oca por otra ciudad extranjera. No estaba dispuesto a que lo pillaran dormido en esta ciudad.

Siguiendo el consejo del campesino, se dirigió hacia los muelles. Allí pasó un par de horas dedicado a caminar arriba y abajo, tratando de determinar de dónde procedía cada uno de los barcos y hacía dónde se dirigirían. Eligió tres de ellos, pero no tenía forma de saber cuándo zarparían y cuál sería su destino. Continuó deambulando por los muelles. Cada vez que veía a alguien con uniforme, se apresuraba a desaparecer entre las sombras de uno de los numerosos callejones que se extendían a lo largo del muelle, y una vez llegó a meterse incluso en un bar atestado de gente, a pesar de que no tenía ningún dinero.

Encontró un asiento en el extremo más alejado de la sucia taberna, con la esperanza de que nadie observara su presencia, y se dedicó a escuchar las conversaciones mantenidas en diferentes idiomas en las mesas situadas a su alrededor. Recogió así información acerca de dónde se podía buscar a una mujer, quién pagaba los mejores precios por los fogoneros, y hasta dónde le podían hacer un tatuaje de Neptuno a un precio muy bajo; pero entre la ruidosa cháchara también descubrió que el próximo barco en izar el ancla sería el Arridin, que zarparía en cuanto hubiera terminado de subir a bordo un cargamento de trigo. No pudo descubrir, sin embargo, hacia dónde se dirigía.

Uno de los marineros no dejaba de repetir la palabra «Egipto». Lo primero que pensó Lubji fue en Moisés y la Tierra Prometida.

Salió del bar y regresó al muelle. Esta vez, revisó cuidadosamente cada barco, hasta que se encontró con un grupo de hombres que cargaban sacos en la bodega de un pequeño vapor de carga que mostraba el nombre de Arridin pintado en su proa. Lubji observó la bandera que colgaba fláccidamente del mástil del barco. No soplaba viento, de modo que no podía saber de qué bandera se trataba. Pero estaba seguro de una cosa: aquella bandera no tenía una esvástica.

Lubji se hizo a un lado y observó a los hombres que se echaban los sacos al hombro, los llevaban sobre la pasarela y luego los dejaban caer por una escotilla de carga abierta en el centro de la cubierta. Un capataz permanecía de pie en lo alto de la pasarela y trazaba una marca sobre una pequeña pizarra cada vez que un saco pasaba ante él. Cada pocos momentos se producía un hueco en la fila continua, cuando uno de los hombres descendía por la pasarela, a ritmos diferentes. Lubji esperó pacientemente a que llegara el momento exacto en el que pudiera unirse a la fila sin que nadie se diera cuenta. Avanzó como si tratara de cruzar por en medio y, de pronto, se inclinó, se echó uno de los sacos sobre el hombro izquierdo y caminó hacia el barco, con el rostro oculto detrás del saco, para que no lo viera el hombre situado al extremo de la pasarela. Al llegar al puente, dejó caer el saco en el interior de la escotilla de carga.

Lubji descendió del barco y repitió el ejercicio varias veces, y en cada ocasión aprendía un poco más sobre la distribución del barco. Poco a poco, una idea fue cobrando cuerpo en su mente. Después de haber llevado una docena de sacos se dio cuenta de que si aceleraba la marcha podía situarse justo directamente por detrás del hombre que lo precedía, y a bastante distancia del hombre que lo seguía. Como el montón de sacos sobre el muelle disminuía rápidamente, Lubji llegó a la conclusión de que le quedaban pocas oportunidades. El momento en que se decidiera a actuar sería crítico.

Se echó otro saco sobre el hombro. Apenas un instante después había alcanzado al hombre que le precedía, que dejó caer el saco a la bodega y se volvió para descender por la pasarela.

Al llegar a la cubierta, Lubji también dejó caer el saco pero luego, sin atreverse a mirar hacia atrás, saltó tras él y cayó en posición extraña sobre un montón de sacos. Rápidamente, gateó hacia el rincón más alejado de la bodega, y allí esperó, con el temor de escuchar las voces de los hombres que se precipitaran para ayudarle a salir. Pero transcurrieron varios segundos más antes de que el siguiente estibador apareciera sobre la escotilla de carga. El hombre se limitó a inclinarse para dejar caer su saco, sin molestarse en mirar dónde caía.

Lubji trató de situarse de modo que quedara oculto ante cualquiera que mirara por la escotilla, hacia el interior de la bodega, al mismo tiempo que evitaba que un saco de trigo le cayera encima. Para asegurarse de permanecer oculto casi se ahogaba, de modo que después de la caída de cada saco, se asomaba rápidamente para respirar antes de volver a ocultarse. Cuando cayó el último saco en la bodega, Lubji no sólo tenía el cuerpo amoratado, sino que jadeaba como una rata a punto de ahogarse.

Cuando ya empezaba a pensar que las cosas no podían empeorar, la tapa de la escotilla de carga fue ajustada sobre el hueco, y un trozo de madera la calzó entre las anillas de hierro. Desesperado, Lubji trató de subirse a lo alto del montón de sacos, para apretar la boca contra las diminutas grietas de las juntas y respirar aire fresco.

Apenas se había instalado sobre lo alto de los sacos cuando los motores se pusieron en marcha, por debajo de la bodega donde se encontraba. Minutos más tarde, notó el deslizamiento del barco, que se movió lentamente para salir del puerto. Escuchó voces sobre la cubierta y, de vez en cuando, pasos que caminaban sobre las planchas, justo por encima de su cabeza. Una vez que el pequeño barco de carga salió del puerto, el balanceo a uno y otro lado se transformó en sacudidas y encontronazos al salir el barco a mar abierto. Lubji se situó entre dos sacos y se agarró a ellos con los brazos extendidos, tratando de no ser arrojado de un lado a otro.