– Townsend -empezó a decir el director-, estoy investigando una grave acusación, acerca de la que, lamento informarle, parece estar usted personalmente implicado. -Keith hundió las uñas en las palmas de las manos para no echarse a temblar-. Como puede ver, el señor Clarke está presente, simplemente para que haya un testigo en el caso de que sea necesario poner este asunto en manos de la policía.
Keith sintió que se le debilitaban las piernas y temió derrumbarse allí mismo si no se le ofrecía una silla.
– Iré directamente al asunto, Townsend. -El director se detuvo un momento, como si buscara las palabras adecuadas. Keith no podía dejar de temblar-. Mi hija, Penny, parece ser que está…, está… embarazada -dijo el señor Jessop-. Ella me informa que ha sido violada. Parece ser que usted… -Keith ya se disponía a protestar- fue el único testigo del episodio. Y puesto que el acusado no se aloja sólo en su casa, sino que es además el encargado estudiantil del curso, considero de la mayor importancia que tenga usted la amabilidad de cooperar en esta investigación.
Keith emitió un audible suspiro de alivio.
– Contestaré a sus preguntas lo mejor que sepa -dijo.
La mirada del director regresó a lo que, según sospecho, era un guión de preguntas previamente preparado.
– El sábado seis de octubre, alrededor de las tres de la tarde, ¿entró usted en el pabellón de críquet?
– Sí, señor -contestó Keith sin vacilación-. A menudo me veo obligado a visitar el pabellón, por asuntos relacionados con mi responsabilidad para la obtención de fondos.
– Sí, desde luego -asintió el director-. Perfectamente normal y adecuado que así lo haga.
El señor Clarke tenía una expresión muy seria e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
– ¿Puede decirme, con sus propias palabras, con qué se encontró al entrar en el pabellón durante aquel sábado en concreto?
Keith hubiera querido sonreír al escuchar la palabra «encontró», pero logró mantener una expresión muy seria.
– Tómese el tiempo que considere oportuno para contestar -añadió el señor Jessop-. Y sean cuales fueren sus sentimientos, no debe considerar esto como un chivatazo.
«No te preocupes -pensó Keith-, que no lo considero así.» Se preguntó si acaso no sería ésta la ocasión propicia para solucionar al mismo tiempo dos viejos asuntos pendientes. Pero quizá tuviera mucho más que ganar si…
– También debe usted tener en cuenta que la reputación de varias personas depende de su interpretación de lo que viera durante aquella desgraciada tarde.
Fue precisamente la palabra «reputación» lo que ayudó a Keith a decidirse. Frunció el ceño, como si reflexionara profundamente sobre las implicaciones de lo que se disponía a decir, y se preguntó durante cuánto tiempo más podría prolongar la angustia de sus interlocutores.
– Señor director -dijo finalmente, con un tono de voz que trató de que pareciera insólitamente responsable-, al entrar en el pabellón lo encontré completamente a oscuras, lo que no dejó de extrañarme hasta que me di cuenta de que se habían bajado todas las persianas. Todavía me sorprendió más escuchar ruidos que parecían proceder de los vestuarios del equipo visitante, pues sabía que los First Eleven jugaban aquel día fuera de casa. Tanteé con la mano en la pared para encontrar el interruptor de la luz y, al encenderla, me quedé conmocionado al ver… -Keith fingió vacilar, como si le resultara embarazoso seguir adelante.
– Townsend, no debe preocuparse por lo que quizá considere como dejar en la estacada a un amigo -intervino el director-. Puede confiar en nuestra discreción.
«Que es mucho más de lo que puedes confiar tú en la mía», pensó Keith.
– …Al ver a su hija y a Duncan Alexander que estaban tumbados, desnudos, en la pista de deslizamiento. -Keith hizo una nueva pausa pero, esta vez, el director no le presionó para que continuara y él la prolongó aún más-. Lo que hubiera sucedido hasta ese momento, tuvo que detenerse de improviso en cuanto encendí la luz.
Se detuvo, con una nueva vacilación.
– Esto tampoco resulta fácil para mí, Townsend, como bien podrá comprender -dijo el director.
– Aprecio su comentario, señor -dijo Keith, complacido por la forma de conducir todo el episodio.
– En su opinión, ¿estaban manteniendo o habían mantenido relaciones sexuales?
– Estoy relativamente convencido, señor director, de que las relaciones sexuales ya se habían producido -contestó Keith, con la esperanza de que su respuesta no fuera del todo concluyente.
– Pero ¿puede estar seguro? -preguntó el director.
– Sí, creo que sí, señor -contestó Keith tras una larga pausa-, porque…
– No se sienta azorado, Townsend. Debe usted comprender que mi único interés consiste en averiguar toda la verdad sobre este asunto.
«Pero quizá no sea ése mi único interés», pensó Keith, que no se sentía azorado en lo más mínimo, aunque era evidente que los dos hombres presentes en el despacho lo estaban.
– Debe contarnos exactamente lo que vio, Townsend.
– No se trató tanto de lo que vi, señor, como de lo que escuché -dijo Keith.
El director bajó la cabeza y tardó un tiempo en recuperarse.
– La siguiente pregunta que debo plantearle es muy desagradable para mí, Townsend, porque no sólo me veré obligado a fiarme de su memoria, sino también de su juicio.
– La contestaré lo mejor que sepa, señor.
Esta vez fue el director el que vaciló, y Keith casi tuvo que morderse la lengua para no decirle: «Tómese el tiempo que considere oportuno, señor».
– En su opinión, Townsend, y recuerde que hablamos confidencialmente, ¿le pareció, en la medida en que pueda saberlo, que mi hija actuaba, por así decirlo… -vaciló de nuevo antes de terminar la pregunta-… de buen grado?
Keith dudó mucho de que el director hubiera planteado una frase más torpe en toda su vida.
Lo dejó sudar unos segundos más, antes de contestar con firmeza:
– Sobre esa cuestión concreta, señor, no me cabe la menor duda. -Los dos hombres lo miraron directamente-. No fue un caso de violación.
El señor Jessop no demostró reacción alguna.
– ¿Cómo puede estar tan seguro? -se limitó a preguntar.
– Porque ninguna de las voces que escuché antes de encender la luz expresaban ira o temor. Eran las voces de dos personas que…, ¿cómo podría expresarlo, señor?…, que disfrutaban juntas con lo que estaban haciendo.
– ¿Puede estar seguro de eso, más allá de cualquier duda razonable, Townsend? -preguntó el director.
– Sí, señor, creo estarlo.
– ¿Y por qué lo está? -preguntó el señor Jessop.
– Porque…, porque yo mismo experimenté ese mismo placer con su hija apenas dos semanas antes, señor.
– ¿En el pabellón? -barbotó el director con incredulidad.
– No, señor. Para ser honestos, debo decirle que en mi caso fue en el gimnasio. Tengo la sensación de que su hija prefería el gimnasio, antes que el pabellón. Siempre decía que era mucho más fácil relajarse sobre las colchonetas de goma que sobre las almohadillas de críquet en la pista de deslizamiento.
El director se quedó sin saber qué decir. Tras un prolongado silencio, recuperó el habla.
– Gracias por su franqueza, Townsend.
– De nada, señor. ¿Me necesitará para alguna cosa más?
– No, por el momento no, Townsend. -Keith se volvió para marcharse-. No obstante, le agradecería su más completa discreción en este asunto.
– Desde luego, señor -asintió Keith, que se volvió ligeramente para mirarle y se ruborizó ligeramente al añadir-: Siento mucho haberle colocado en una situación embarazosa, señor, pero como bien nos recordó usted en su sermón del pasado domingo, sea cual fuere la situación a la que tengamos que enfrentarnos en la vida, uno debe recordar siempre las palabras que pronunciara George Washington: «No puedo contar una mentira».