Con ayuda de las cuerdas, Armstrong cruzó la plancha y encontró al capitán y al primer oficial, que le esperaban.
– Zarpamos inmediatamente.
El capitán no se mostró sorprendido. Sabía que Armstrong no desearía permanecer atracado en el puerto más tiempo del necesario; sólo el suave balanceo del barco podía inducirle a dormir, incluso en las horas más avanzadas de la noche. El capitán empezó a impartir órdenes para zarpar, mientras Armstrong se quitaba los zapatos y desaparecía abajo.
Al abrir la puerta de su camarote, Armstrong se encontró con otro montón de faxes. Los tomó, confiado todavía en encontrar alguna noticia salvadora. El primero era de Peter Wakeham, vicepresidente de Armstrong Communications que, a pesar de lo avanzado de la hora, era evidente que aún se encontraba en su despacho, en Londres. «Le ruego que me llame urgentemente», decía el mensaje. El segundo era de Nueva York. Las acciones de la compañía se habían hundido a un nuevo mínimo, y a sus banqueros les «pareció necesario» poner de mala gana sus propias acciones a la venta en el mercado. El tercero era de Jacques Lacroix, desde Ginebra, para confirmarle que, puesto que el banco no había recibido los cincuenta millones de dólares a la hora del cierre, no habían tenido más remedio que…
Eran las cinco y doce en Nueva York, las diez y doce en Londres, y las once y doce en Ginebra. A las nueve de la mañana siguiente ya no podría controlar ni los titulares de sus propios periódicos, y mucho menos los de Keith Townsend.
Armstrong se desvistió lentamente y dejó que sus prendas de ropa cayeran en un montón desordenado sobre el suelo. Tomó después una botella de brandy del armario lateral, se sirvió una medida grande en la copa y se derrumbó sobre la cama doble. Permaneció quieto, mientras se encendían los motores con un rugido. Momentos más tarde, escuchó el sonido metálico del ancla al ser izada desde el lecho del mar. Lentamente, el barco empezó a maniobrar para salir del puerto.
Las horas transcurrieron lentamente, una tras otra, pero Armstrong no se movió, excepto para volver a llenar la copa de brandy de vez en cuando, hasta que escuchó cuatro suaves campanadas en el pequeño reloj situado sobre la mesita de noche. Se incorporó, esperó un momento y finalmente posó los pies sobre la mullida alfombra. Se levantó con movimientos inestables y se abrió paso a través del camarote a oscuras, hasta el cuarto de baño. Al llegar ante la puerta abierta, descolgó un gran batín de color crema, con las palabras Sir Lancelot bordadas en oro sobre el bolsillo superior. Tanteó el camino para regresar hacia la puerta del camarote, la abrió con sigilo y salió, descalzo, al pasillo débilmente iluminado. Vaciló un momento, antes de cerrar la puerta con llave tras él y guardarse la llave en el bolsillo lateral del batín. No volvió a moverse hasta estar completamente seguro de que no podía escuchar nada, excepto el sonido familiar de los motores del barco, que zumbaban monótonamente bajo él.
Se balanceó de un lado a otro del estrecho pasillo, por el que avanzó dando traspiés. Se detuvo al llegar a la escalera que conducía al puente. Luego, lentamente, empezó a subir los escalones, sujetándose con firmeza a la barandilla de ambos lados. Al llegar a lo alto salió al puente y miró rápidamente a derecha e izquierda. No se veía a nadie. Hacía una noche clara y fresca, no muy diferente a noventa y nueve de cada cien en aquella época del año.
Armstrong avanzó en silencio, hasta encontrarse por encima de la sala de máquinas, la parte más ruidosa del barco.
Esperó sólo un momento antes de desatarse el cinturón del batín y dejarlo caer descuidadamente sobre la cubierta.
Allí desnudo, en medio de la noche, observó fijamente el sereno mar negro y pensó: «¿Acaso la vida de uno no debe pasar fugazmente por la cabeza en un momento como este?».
2
– ¿Algún mensaje? -fue todo lo que dijo Keith Townsend al pasar ante la mesa de su secretaria para dirigirse a su despacho.
– El presidente llamó desde Camp David justo antes de que subiera usted al avión -contestó Heather.
– ¿Cuál de mis periódicos le ha molestado ahora? -preguntó Townsend al sentarse.
– El New York Star. El presidente ha oído comentar que va a publicar los datos de su cuenta bancaria en la primera página de mañana -contestó Heather.
– Es mucho más probable que sea mi propia cuenta bancaria la que aparezca mañana en la primera página de los diarios -dijo Townsend, con su acento australiano más intenso de lo habitual-. ¿Quién más?
– Margaret Thatcher ha enviado un fax desde Londres. Se muestra de acuerdo con sus condiciones para un contrato de dos libros, a pesar de que la oferta de Armstrong fue superior.
– Confiemos en que alguien me ofrezca seis millones de dólares cuando escriba mis memorias. -Heather le dirigió una débil sonrisa-. ¿Alguien más?
– Gary Deakins ha recibido otra demanda judicial.
– ¿Por qué ha sido esta vez?
– Acusó de violación al arzobispo de Brisbane en la primera página del Truth de ayer.
– La verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad -dijo Townsend con una sonrisa-. Siempre y cuando eso ayude a vender periódicos.
– Desgraciadamente, resulta que la mujer en cuestión es una conocida predicadora profana, amiga de la familia del arzobispo desde hace varios años. Por lo visto, Gary sugirió un significado algo diferente cada vez que utilizó la palabra «profana».
Townsend se reclinó en el sillón y siguió escuchando los numerosos problemas a los que se enfrentaban otras personas en distintas partes del mundo: las quejas habituales de los políticos, hombres de negocios y las llamadas personalidades de los medios de comunicación, que esperaban que interviniese inmediatamente para salvar de la ruina sus preciosas carreras. A estas mismas horas del día siguiente, la mayoría de ellos se habrían tranquilizado, para ser sustituidos por otra docena de prima donnas igualmente iracundos y exigentes. Sabía muy bien que cada uno de ellos se sentiría encantado al descubrir que era la propia carrera de Townsend la que se hallaba al borde del colapso, y todo porque el presidente de un pequeño banco de Cleveland le había exigido el pago de un préstamo de cincuenta millones de dólares antes de la hora de cierre de esta noche.
Mientras Heather seguía revisando la lista de mensajes, la mayoría procedentes de personas cuyos nombres tenían poco significado para él, la mente de Townsend retrocedió al discurso que había pronunciado la noche anterior. Mil de sus más altos ejecutivos de todo el mundo se habían reunido en Honolulú para participar en una conferencia de tres días. En su discurso de cierre les dijo que la Global Corp. no podía hallarse en mejor forma para afrontar los desafíos de la nueva revolución de los medios de comunicación. Terminó diciendo: «Somos la única compañía cualificada para dirigir esta industria hacia el siglo veintiuno». Todos se levantaron y aplaudieron durante varios minutos. Al observar al apiñado público, entre el que abundaban las expresiones llenas de confianza, se preguntó cuántos de ellos sospechaban que la Global sólo se encontraba a pocas horas de verse obligada a afrontar la bancarrota.
– ¿Qué debo hacer con respecto al presidente? -preguntó Heather por segunda vez.
Townsend regresó de improviso al mundo de la realidad.
– ¿A cuál se refiere?
– Al de Estados Unidos.