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Actuación de fuerzas comunistas

El hecho de haber nacido judío en Rutenia tiene algunas ventajas y numerosas desventajas, pero tendría que pasar mucho tiempo antes de que Lubji Hoch descubriera las ventajas.

Lubji había nacido en una pequeña casa de campo construida en piedra, en las afueras de Douski, una ciudad arrinconada en las fronteras entre Checoslovaquia, Rumania y Polonia. Nunca estaría seguro de la fecha exacta de su nacimiento, ya que la familia no guardó ningún registro, pero era aproximadamente un año mayor que su hermano, y un año menor que su hermana.

Al sostener al niño entre sus brazos, su madre sonrió. Era perfecto, incluso con la reluciente marca roja de nacimiento por debajo del omóplato derecho, lo mismo que su padre.

La pequeña casa en la que vivían era propiedad de su tío abuelo, un rabino. El rabino le había suplicado repetidamente a Zelta que no se casara con Sergei Hoch, hijo de un tratante local en ganado. Pero la joven se sintió demasiado avergonzada como para admitir ante su tío que estaba embarazada y llevaba en sus entrañas el hijo de Sergei. Aunque actuó en contra de los deseos del rabino, éste ofreció la pequeña casa a la pareja de recién casados, como regalo de bodas.

Cuando Lubji llegó al mundo, las cuatro habitaciones de la casa ya estaban atestadas; cuando fue capaz de caminar, ya se le habían unido otro hermano y una segunda hermana.

Su padre, a quien la familia veía poco, abandonaba la casa cada mañana, después de que saliera el sol, y no regresaba hasta la caída de la noche.

La madre de Lubji explicaba que se marchaba a trabajar.

– ¿Y en qué trabaja? -preguntó Lubji.

– Cuida del ganado que le ha dejado vuestro abuelo -contestó la madre, sin fingir siquiera que las pocas vacas y terneros formaran un rebaño.

– ¿Y dónde trabaja papá? -preguntó Lubji.

– En los pastos, al otro lado de la ciudad.

– ¿Qué es una ciudad?

Zelta siguió contestando a las preguntas hasta que, finalmente, el niño se quedó dormido entre sus brazos.

El rabino nunca le habló a Lubji sobre su padre, pero le dijo en numerosas ocasiones que, en su juventud, su madre había sido pretendida por muchos admiradores, que la consideraban no sólo como la más hermosa, sino también como la joven más inteligente de la ciudad. Según le dijo el rabino, podría haberse convertido en maestra en la escuela local, pero ahora tenía que contentarse con transmitir sus conocimientos a una familia cada vez más numerosa.

Pero, de entre todos sus hijos, sólo Lubji respondía a sus esfuerzos, sentado a los pies de su madre, devorando cada una de sus palabras, absorbiendo las respuestas a las preguntas que le planteaba. A medida que transcurrieron los años, el rabino empezó a mostrar interés por los progresos de Lubji, y a sentirse preocupado por determinar qué lado de la familia terminaría por dominar en el carácter del muchacho.

Sus primeros temores se despertaron en cuanto Lubji empezó a gatear y descubrió la puerta de la casa; a partir de ese momento, la atención del niño se alejó de su madre, encadenada al horno, y se centró en su padre y en averiguar adónde se dirigía cada mañana después de salir de casa.

Una vez que Lubji fue capaz de ponerse en pie, hizo girar la manija de la puerta y en cuanto pudo caminar salió al camino y al ancho mundo ocupado por su padre. Durante unas pocas semanas, se sintió muy contento de que lo llevara de la mano por entre las calles empedradas de la dormida ciudad, hasta llegar a los pastos donde papá cuidaba del ganado.

Pero Lubji no tardó en aburrirse de las vacas, que se limitaban a esperar, primero a que las ordeñaran y después a parir. Deseaba descubrir qué sucedía en la ciudad que apenas empezaba a despertar cada mañana, cuando ellos la cruzaban.

En realidad, describir Douski como una ciudad podría parecer un tanto exagerado, ya que sólo se componía de unas pocas hileras de casas de piedra, media docena de tiendas, una posada, una pequeña sinagoga, adonde la madre de Lubji llevaba a toda la familia los sábados, y un ayuntamiento en el que no había entrado nunca, pero que, para Lubji, era el lugar más apasionante del mundo.

Una mañana, sin ninguna explicación, su padre ató dos vacas y empezó a conducirlas de regreso hacia la ciudad. Lubji trotó feliz a su lado, sin dejar de hacer una pregunta tras otra acerca sobre qué se proponía hacer con el ganado. Pero, a diferencia de las preguntas que le planteaba a su madre, las respuestas de su padre no siempre eran directas y raras veces eran ilustrativas.

Lubji dejó de hacer preguntas al darse cuenta de que la respuesta era siempre: «Espera y ya verás». Al llegar a las afueras de Douski, su padre condujo a las vacas a través de las calles, hacia el mercado.

De repente, su padre se detuvo en una esquina en la que no había precisamente mucha gente. Lubji decidió que no serviría de nada preguntarle por qué había elegido ese lugar en particular, porque sabía que probablemente no recibiría ninguna respuesta. Padre e hijo permanecieron allí, en silencio. Transcurrió bastante tiempo antes de que alguien demostrara algún interés por las dos vacas.

Lubji observó fascinado a la gente que empezó a rodear y a mirar las vacas. Algunos las empujaban, y otros se limitaban a expresar opiniones sobre su valor, en idiomas que él nunca había oído hablar antes. Se dio cuenta de la desventaja en que se hallaba su padre al hablar sólo un idioma en una ciudad situada en las fronteras de tres países. Miraba con expresión vacía a la mayoría de los que ofrecían una opinión, después de examinar a las escuálidas bestias.

Cuando su padre recibió finalmente una oferta en el único idioma que comprendía, la aceptó inmediatamente, sin molestarse siquiera en regatear. Varios papeles de colores cambiaron de manos, las vacas fueron entregadas a su nuevo propietario, y su padre se adentró en el mercado, donde compró un saco de grano, una caja de patatas, algo de pescado ahumado, varias prendas de ropa, un par de zapatos de segunda mano urgentemente necesitados de reparación, y unos pocos artículos más, incluido un trineo y una gran hebilla de latón que, por lo visto, debió de pensar que necesitaba alguien de la familia. A Lubji le pareció extraño que, mientras otros regateaban con los vendedores, su padre siempre se limitaba a entregar la suma que se le pedía, sin rechistar.

Camino de regreso a casa, su padre se detuvo en la única posada de la ciudad, y dejó a Lubji sentado a la entrada, al cuidado de todo lo que acababa de comprar. Su padre no salió de la posada hasta que el sol no hubo desaparecido por detrás del edificio del ayuntamiento, después de haberse bebido varias botellas de slivovice. Caminaba tambaleante, feliz de permitir que Lubji forcejeara con el trineo lleno de cosas, arrastrándolo con una mano, mientras que con la otra le guiaba a él.

Cuando su madre abrió la puerta de casa, su padre pasó ante ella a trompicones, y se derrumbó sobre el colchón. Apenas un momento más tarde, roncaba sonoramente.

Lubji ayudó a su madre a descargar las compras y a meterlas en la casa. Pero por muy cálidamente que su hermano mayor habló de ellas, a su madre no pareció complacerle el resultado de todo un año de trabajo. No dejaba de sacudir la cabeza, mientras decidía qué hacer con cada una de las cosas adquiridas.

El saco de grano quedó en un rincón de la cocina, las patatas se quedaron en la caja de madera y el pescado se colgó junto a la ventana. Zelta comprobó luego las tallas de las prendas de ropa, antes de decidir a cuál de sus hijos irían a parar. Los zapatos quedaron fuera de la puerta, para el que los necesitara. Finalmente, la hebilla fue depositada en una pequeña caja de cartón, que Lubji vio ocultar a su madre bajo una tabla suelta del piso, al lado de la cama de su padre.

Aquella noche, mientras el resto de la familia dormía, Lubji decidió que había seguido a su padre hasta los pastos por última vez. A la mañana siguiente, cuando su padre se levantó, Lubji introdujo los pies en los zapatos dejados junto a la puerta, para descubrir que eran demasiado grandes para él. Siguió a su padre fuera de la casa, pero en esta ocasión sólo lo acompañó hasta las afueras de la ciudad, donde se ocultó detrás de un árbol. Observó mientras su padre desaparecía de la vista, sin mirar ni una sola vez hacia atrás para ver si lo seguía el heredero de su reino.