El señor Lekski, uno de los ancianos de la ciudad, quedó tan bien impresionado por la pura chutzpah de aquel niño de seis años, que se atrevió a entrar en su tienda sin nada más que unas pocas monedas que no tenían casi ningún valor, que durante las semanas siguientes consintió que el hijo del tratante de ganado le planteara una corriente continua de preguntas que él contestaba. Al cabo de poco tiempo, Lubji pasaba por la joyería durante unos pocos minutos cada tarde. Pero si veía que el anciano atendía a alguien, siempre esperaba fuera. Sólo entraba después de que hubiera salido el cliente. Se situaba ante el mostrador y lanzaba una tras otra las preguntas que se le habían ocurrido la noche anterior.
El señor Lekski observó con aprobación que Lubji nunca repetía una pregunta dos veces y que cada vez que un cliente entraba en la tienda, se retiraba rápidamente a un rincón y se ocultaba tras el periódico del anciano. Aunque pasaba las páginas, el joyero no estaba seguro de que fuera capaz de leer las palabras o incluso de mirar las fotografías.
Una noche, después de que el señor Lekski cerrara la tienda, tomó a Lubji y lo llevó a la parte trasera para enseñarle su vehículo a motor. Lubji abrió los ojos desmesuradamente al escuchar que aquel magnífico objeto era capaz de moverse por su propia cuenta, sin necesidad de que ningún caballo tirara de él.
– Pero si no tiene patas -comentó con incredulidad.
Abrió la portezuela del coche y subió para instalarse junto al señor Lekski. El anciano apretó un botón para poner en marcha el motor, y Lubji sintió náuseas y temor a un mismo tiempo. Pero a pesar de que apenas si podía ver por encima del tablero de mandos, al cabo de un momento hubiera querido cambiar de puesto y situarse en el asiento del conductor, ocupado por el señor Lekski.
El señor Lekski le dio a Lubji un paseo por la ciudad y luego lo dejó frente a la puerta de su casa. Inmediatamente, el niño entró como una exhalación en la cocina y le gritó a su madre:
– Algún día tendrá un vehículo a motor.
Zelta sonrió ante aquella idea y no mencionó que hasta el rabino no tenía más que una bicicleta. Siguió alimentando a su hijo más pequeño, jurándose a sí misma que sería el último. La presencia del recién llegado significaba que Lubji, que crecía rápidamente, ya no podría apretarse sobre el colchón, con sus hermanos y hermanas. Últimamente se había tenido que contentar con ejemplares de los viejos periódicos del rabino, extendidos junto a la chimenea.
Casi en cuanto oscurecía, los niños se peleaban por ocupar un lugar sobre el colchón; los Hoch no podían permitirse despilfarrar sus existencias de velas para tratar de prolongar el día. Noche tras noche, Lubji se acostaba junto a la chimenea, sin dejar de pensar en el coche del señor Lekski, y trataba de imaginar cómo podría demostrar a su madre que estaba equivocada. Entonces recordó el broche que ella sólo se ponía para el Rosh Hashanah. Se puso a contar con los dedos y calculó que tendría que esperar otras seis semanas antes de poder poner en práctica el plan que ya se había formado en su mente.
Lubji permaneció despierto durante la mayor parte de la noche anterior al Rosh Hashanah. A la mañana siguiente, una vez que su madre se hubo vestido, apenas si apartó la mirada de ella o, para ser más exactos, del broche que llevaba. Una vez terminado el servicio religioso, a Zelta le sorprendió que, al salir de la sinagoga, Lubji se aferrara a su mano durante el trayecto de regreso a casa, algo que no recordaba que hiciera desde que cumplió los tres años. Una vez dentro de la pequeña casa, Lubji se sentó con las piernas cruzadas en el rincón de la chimenea y observó a su madre, que se desabrochó la pequeña joya del vestido. Por un momento, Zelta miró a su hijo, antes de arrodillarse, retirar la tabla suelta del piso, junto al colchón y guardar cuidadosamente el broche en la vieja caja de cartón, antes de volver a colocar la tabla en su sitio.
Lubji permaneció tan quieto, observándola, que su madre se sintió preocupada y le preguntó si se encontraba bien.
– Estoy bien, madre -contestó-. Pero como es el Rosh Hashanah pensaba en lo que debería hacer al año que viene.
Su madre le sonrió. Todavía abrigaba la esperanza de haber tenido un hijo que quizá algún día se convirtiera en rabino. Lubji no volvió a hablar, mientras consideraba el problema de la caja. No experimentaba la menor sensación de culpabilidad por cometer lo que su madre, sin lugar a dudas, describiría como un pecado, porque ya estaba convencido de que antes de que acabara el año lo podría devolver todo y nadie sería más listo que él.
Aquella noche, después de que el resto de la familia se hubo acostado en el colchón, Lubji se acurrucó en el rincón de la chimenea y fingió quedarse dormido, hasta estar seguro de que todos los demás lo estaban. Sabía que para los seis inquietos cuerpos apretados, con dos cabezas hacia la cabecera y otras dos hacia el pie del colchón, con su madre y su padre en los extremos, el sueño era un lujo que raras veces duraba más de unos pocos minutos.
Una vez convencido de que todos estaban dormidos, empezó a gatear con sigilo por el borde de la estancia, hasta que llegó al extremo más alejado del colchón. Los ronquidos de su padre eran tan estruendosos, que temía que uno de sus hermanos o hermanas pudieran despertarse en cualquier momento y descubrirlo.
Lubji contuvo la respiración mientras recorría con los dedos las tablas del suelo y trataba de descubrir cuál de ellas se abriría.
Los segundos se transformaron en minutos pero, de pronto, una de las tablas se levantó ligeramente. Apretó un extremo con la palma de la mano derecha y pudo levantarla lentamente. Introdujo la mano izquierda por el hueco y palpó el borde de algo. Lo tomó con los dedos y extrajo muy despacio la caja de cartón. Luego, volvió a dejar la tabla en su sitio.
Lubji permaneció absolutamente quieto, hasta estar completamente seguro de que nadie se había dado cuenta de su acción. Uno de sus hermanos menores se revolvió, y sus hermanas gimieron e hicieron lo mismo. Lubji aprovechó el momento de confusa conmoción y retrocedió presuroso por el borde de la estancia, para detenerse sólo al llegar junto a la puerta.
Se incorporó sobre las rodillas y empezó a buscar la manija de la puerta. La sudorosa palma de la mano aferró la manija y la hizo girar muy despacio. El viejo eje crujió ruidosamente, de una forma como no había observado nunca hasta entonces. Salió al camino y dejó la caja de cartón en el suelo, contuvo la respiración y volvió a cerrar la puerta con sigilo.
Lubji se alejó corriendo de la casa, con la caja aferrada contra su pecho. No miró atrás. De haberlo hecho, habría visto a su tío abuelo que lo miraba fijamente desde su casa más grande, situada por detrás de la casita.
– Lo que me temía -murmuró el rabino para sus adentros-. Predomina en él el lado de su padre.
Una vez que Lubji estuvo fuera de la vista, miró fijamente la caja por primera vez, pero ni siquiera con ayuda de la luz de la luna pudo distinguir adecuadamente su contenido. Siguió caminando, temeroso todavía de que alguien pudiera descubrirlo. Al llegar al centro de la ciudad, se sentó en los escalones de una fuente sin agua, tembloroso y agitado. Pero transcurrieron varios minutos antes de que pudiera distinguir con claridad los secretos escondidos en la caja.
Había dos hebillas de latón, varios botones que no hacían juego entre sí, incluido uno grande y brillante, y una vieja moneda que llevaba la efigie del zar. Y allí, en un rincón de la caja, se encontraba el premio más deseable de todos: un pequeño broche circular de plata, rodeado por pequeñas piedras que destellaban bajo la luz del amanecer.
Al sonar seis campanadas en el reloj del ayuntamiento, Lubji tomó la caja bajo el brazo y se encaminó hacia el mercado. Una vez que se encontró de nuevo entre los comerciantes, se sentó entre dos de los puestos ambulantes y extrajo todo el contenido de la caja. Le dio luego la vuelta, poniéndola boca abajo y colocó los objetos sobre la superficie gris y plana, con el broche orgullosamente situado en el centro. Apenas lo había hecho cuando un hombre que llevaba un saco de patatas sobre el hombro se detuvo y miró fijamente sus objetos expuestos.