– ¿Qué quieres por eso? -preguntó el hombre en checo, indicándole el gran botón brillante.
El niño recordó que el señor Lekski nunca contestaba a una pregunta con una respuesta, sino siempre con otra pregunta.
– ¿Qué tenéis para ofrecer? -le preguntó al hombre en su lengua nativa.
El campesino dejó el saco sobre el suelo.
– Seis patatas -contestó.
Lubji negó con un gesto de la cabeza.
– Necesitaría por lo menos doce patatas para algo tan valioso como eso -dijo al tiempo que sostenía el botón a la luz del sol, para que su cliente potencial pudiera echarle un mejor vistazo.
El campesino frunció el ceño.
– Nueve -dijo finalmente.
– No -contestó Lubji con firmeza-. Recordad siempre que mi primera oferta es la mejor que puedo haceros.
Confiaba en que su voz sonara como la del señor Lekski cuando trataba con un cliente difícil.
El campesino sacudió la cabeza, tomó el saco de patatas, se lo echó al hombro y se dirigió hacia el centro de la ciudad. Lubji se preguntó si acaso no habría cometido un error al no aceptar las nueve patatas. Lanzó un juramento para sus adentros, distribuyó de nuevo los objetos sobre la caja para tratar de sacarles más provecho y volvió a colocar el broche en el centro.
– ¿Y cuánto esperas sacar por eso? -le preguntó otro cliente, que señaló el broche.
– ¿Qué tenéis que ofrecer a cambio? -preguntó Lubji en húngaro.
– Un saco de mi mejor grano -contestó el campesino, que soltó con actitud orgullosa un saco del burro cargado a su lado y lo depositó en el suelo, delante de Lubji.
– ¿Y por qué queréis el broche? -preguntó Lubji, al recordar otra de las técnicas del señor Lekski.
– Porque mañana es el cumpleaños de mi esposa -explicó el hombre-, y el año pasado se me olvidó darle un regalo.
– Cambiaré esta hermosa reliquia de familia -dijo Lubji, que le tendió el broche para que lo observara más detenidamente-, que ha pertenecido a mi familia desde hace varias generaciones, por ese anillo que lleváis en el dedo…
– Pero mi anillo es de oro -dijo el campesino echándose a reír-, y tu broche sólo es de plata.
– … y un saco de vuestro grano -añadió Lubji, como si no hubiera tenido tiempo de terminar la frase.
– Tienes que estar loco -replicó el campesino.
– Este broche lo llevó una gran dama de la aristocracia antes de que pasara por tiempos difíciles. Así que no tengo más remedio que preguntar: ¿acaso no es merecedor de la mujer que os ha dado a vuestros hijos?
– Lubji no tenía ni la menor idea de si el hombre tenía hijos o no, pero insistió-: ¿O es que la vais a olvidar durante otro año?
El húngaro guardó silencio, mientras consideraba las palabras del niño. Lubji volvió a colocar el broche en el centro de la caja, con la mirada fija en él, sin levantarla en ningún momento hacia la sortija del hombre.
– Por la sortija, estoy de acuerdo -dijo finalmente el campesino-, pero sin incluir el saco de grano.
Lubji frunció el ceño y fingió reflexionar sobre la oferta. Tomó el broche y lo estudió de nuevo a la luz del sol.
– Está bien -dijo con un suspiro-, pero sólo porque es el cumpleaños de vuestra esposa.
El señor Lekski le había enseñado a dejar que el cliente tuviera siempre la sensación de haberse llevado la mejor parte del negocio. Rápidamente, el campesino se quitó la pesada sortija de oro de su dedo y tomó el broche.
Apenas hubo terminado de cerrar su primer trato, cuando regresó el primer cliente, que llevaba una vieja pala. Dejó el saco medio vacío de patatas sobre el suelo, delante del muchacho.
– He cambiado de opinión -dijo en checo-. Te daré las doce patatas por el botón.
Pero Lubji negó con un movimiento de cabeza.
– Ahora quiero quince -dijo sin mirarlo.
– ¡Pero si esta mañana sólo querías doce!
– Sí, pero resulta que desde entonces habéis cambiado la mitad de vuestras patatas por esa pala, y sospecho que habéis ofrecido por ella las mejores patatas del saco. -El campesino vaciló-. Volved mañana -añadió Lubji-. Si todavía lo tengo para entonces, os costará veinte.
El rostro del checo volvió a fruncirse, pero esta vez no recogió el saco y se marchó.
– Acepto -asintió enojado y empezó a extraer unas patatas del saco abierto. Lubji, sin embargo, volvió a negar con la cabeza-. ¿Qué quieres ahora? -le gritó al muchacho-. Creía que habíamos hecho un trato.
– Habéis visto mi botón -dijo Lubji-, pero yo no he visto vuestras patatas. Es justo que sea yo quien las elija, no vos.
El checo se encogió de hombros, abrió el saco y permitió que el niño rebuscara en su interior para elegir sus quince patatas.
Aquel día, Lubji no cerró ningún otro trato, y una vez que los comerciantes empezaron a desmantelar sus puestos, recogió sus pertenencias, tanto viejas como nuevas, las guardó en la caja de cartón y, por primera vez, empezó a preocuparle la posibilidad de que su madre descubriera en qué se había metido.
Cruzó lentamente el mercado, hacia el extremo más alejado de la ciudad, y se detuvo allí donde el camino se bifurcaba en dos senderos estrechos. Uno conducía hacia los pastos donde estaría su padre cuidando del ganado. El otro se adentraba en el bosque. Lubji se volvió a mirar hacia la ciudad, para comprobar que nadie le había seguido, y luego desapareció entre la espesura. Al cabo de un breve rato se detuvo junto a un árbol que estaba seguro de reconocer cuando volviera. Con las manos, excavó un agujero cerca de la base y enterró la caja y doce de las patatas.
Una vez satisfecho de no haber dejado ninguna señal que indicara que allí se ocultaba algo, regresó despacio hacia el camino contando los pasos al avanzar. Doscientos siete. Se volvió a mirar un instante hacia el bosque y luego cruzó corriendo la ciudad, sin detenerse hasta llegar a la puerta de la pequeña casa. Esperó un momento para recuperar la respiración y luego entró.
Su madre ya servía en cuencos la aguada sopa de nabos, y seguramente le habría hecho muchas más preguntas acerca del por qué llegaba tan tarde, si él no se hubiera apresurado a mostrarle las tres patatas. Pequeños gritos encantados brotaron de sus hermanos y hermanas al ver lo que él había traído.
Su madre dejó el cazo en el caldero y lo miró directamente.
– ¿Las has robado, Lubji? -le preguntó, con los brazos en jarras.
– No, mamá -contestó él-. No lo hice.
Zelta pareció sentirse aliviada y tomó las tres patatas. Las lavó una tras otra en un cubo que dejaba escapar el agua cada vez que se llenaba más de la mitad. Una vez que las hubo limpiado de tierra, empezó a pelarlas eficientemente con las uñas. Las cortó después en segmentos, reservando una ración extra para su esposo. A Sergei ni siquiera se le ocurrió preguntarle a su hijo de dónde había sacado la mejor comida que habían visto por casa en muchos días.
Aquella noche, antes de que oscureciera, Lubji se quedó dormido, agotado después de su primer día de actividad como comerciante.
A la mañana siguiente abandonó la casa antes de que su padre se despertara. Echó a correr hasta llegar al bosque, contó doscientos siete pasos, se detuvo al llegar a la base del árbol y empezó a excavar. Una vez recuperada la caja de cartón, regresó a la ciudad y observó a los comerciantes que montaban sus puestos.
En esta ocasión se situó entre dos puestos, en el extremo más alejado de la plaza, pero cuando los clientes llegaban hasta donde él se encontraba, la mayoría de ellos ya habían cerrado sus transacciones, o les quedaba muy poco de interés para comerciar. Aquella tarde, el señor Lekski le explicó las tres reglas más importantes para el comercio: posición, posición y posición.