– Sabes de dónde derivaba la palabra Mayday? -me preguntó Luke.
– No -respondí-. Es extraño que emplearan semejante palabra para eso, ¿no?
Periódicos y café en las mañanas de domingo, antes de que ella naciera. En ese entonces todavía existían los periódicos. Solíamos leerlos en la cama.
– Del francés -me explicó-. De M’aidez.
Ayudadme.
Una pequeña procesión se acerca a nosotras, es un cortejo fúnebre: tres mujeres, cada una con el velo negro transparente sobre el tocado. Una de ellas es una econoesposa, y las otras dos las plañideras, también econoesposas y tal vez amigas suyas. Sus vestidos de rayas parecen deteriorados, igual que sus caras. Algún día, cuando las cosas mejoren, decía Tía Lydia, nadie tendrá que ser una econoesposa.
La primera es la desconsolada madre; lleva una pequeña vasija negra. Por el tamaño de la vasija se puede adivinar el tiempo que llevaba en el vientre de ella cuando le llegó la muerte. Dos o tres meses, demasiado poco para saber si era o no un No Bebé. A los mayores y a los que mueren al nacer los ponen en cajas.
Nos detenemos en señal de respeto, mientras el cortejo pasa. Me pregunto si Deglen siente lo mismo que yo, un dolor en las entrañas, como una puñalada. Nos ponemos las manos sobre el pecho para expresar nuestra condolencia a estas desconocidas. Desde debajo del velo, la primera nos dedica una mirada amenazadora. Una de las otras dos se aparta y escupe en la acera. A las econoesposas no les gustamos.
Pasamos de largo junto a las tiendas, llegamos a las barreras y las atravesamos. Seguimos andando entre las casas de aspecto deshabitado y céspedes cuidados. En la esquina, cerca de la casa donde estoy destinada, Deglen se detiene y se vuelve hacia mí.
– Que Su Mirada te acompañe -me dice, según la despedida correcta.
– Que Su Mirada te acompañe -respondo y ella asiente con un leve movimiento. Vacila, como si fuera a decir algo más, pero se vuelve y echa a andar calle abajo. La observo. Ella es como mi propia imagen reflejada en un espejo del cual me estoy alejando.
En el camino de entrada encuentro a Nick, que sigue lustrando el Whirlwind. Ha llegado a la parte cromada trasera. Pongo mi mano enguantada sobre el picaporte del portal, lo abro y lo empujo hacia dentro; se cierra con un chasquido. Los tulipanes están más rojos que nunca, abiertos, ahora no parecen copas sino cálices; es como si se elevaran por sí solos, ¿pero con qué fin? Después de todo, están vacíos. Cuando crecen se vuelven del revés, revientan lentamente y los pétalos se les caen a trozos.
Nick levanta la vista y empieza a silbar. Luego me pregunta:
– ¿Ha ido bien el paseo?
Asiento con la cabeza, paro no digo nada. Se supone que él no debe hablarme. Por supuesto algunos lo intentaran, decía Tía Lydia. La carne es débil. La carne es efímera, la corregía yo mentalmente. Ellos no pueden soportarlo, decía, Dios los hizo así. Pero a vosotras no Os hizo así, Os hizo diferentes. Os corresponde a vosotras marcar los límites. Algún día lo agradeceréis.
En el jardín de detrás de la casa está la Esposa del Comandante, sentada en una silla que ha sacado de dentro. Serena Joy, qué nombre tan estúpido. Como si fuera una de esas cosas que en otros tiempos se ponían en el pelo Para estirarlo. Serena Joy, debía de decir en el frasco, que seguramente tenía grabada en la etiqueta la silueta de una cabeza femenina sobre un fondo ovalado de color rosa con bordes festoneados en dorado. Con todos los nombres que hay, ¿por qué eligió precisamente ése? Porque Serena Joy nunca fue su verdadero nombre, ni siquiera entonces. Su nombre verdadero era Pam. Lo leí en una reseña biográfica de una revista, mucho después de verla cantar los domingos por la mañana, mientras mi madre dormía. En aquellos tiempos se merecía una reseña biográfica: debía de aparecer en Time o Newsweek. Entonces ya no cantaba, hacía discursos. Y lo hacía bien. Hablaba de lo sagrado que era el hogar, y de que las mujeres debían quedarse en casa. Ella no lo hacía, pero sí lo decía, y justificaba este fallo suyo argumentando que era un sacrificio que hacía por el bien de todos.
Aproximadamente en esa época, alguien intentó pegarle un tiro, pero no dio en el blanco. En cambio, mató a su secretaria, que estaba de pie exactamente detrás de ella. Otra persona instaló una bomba en su coche, pero explotó demasiado pronto. Aunque alguna gente decía que ella misma había puesto la bomba en su coche, para ganarse la simpatía del público. Así es como fueron empeorando las cosas.
Luke y yo la mirábamos a veces en el último noticiario de la noche. En albornoz y gorro de dormir. Contemplábamos su pelo rociado de laca, su histeria, las lágrimas que aún hacia brotar cuando quería y el maquillaje que le oscurecía las mejillas. En ese entonces llevaba más maquillaje. Nos resultaba divertida. Mejor dicho, a Luke le resultaba divertida. Yo sólo fingía pensarlo. En realidad era un poco aterradora. De veras que lo era.
Ya no hace más discursos. Se ha vuelto muda. Se queda en su casa, aunque esto no parece sentarle bien. Qué furiosa debe de estar, ahora que le han cogido la palabra.
Está contemplando los tulipanes. Tiene el bastón en el suelo, a su lado. Está de perfil, puedo verlo por la rápida mirada de reojo que le echo al pasar. Jamás la miraría fijamente. Ya no es una silueta perfecta de papel, su rostro se está hundiendo sobre sí mismo y me hace pensar en esas ciudades construidas sobre ríos subterráneos, donde casas y calles enteras desaparecen durante la noche bajo repentinas ciénagas, o ciudades carboníferas que se hunden en sus propias minas. Algo así debe de haberle ocurrido a ella cuando vio el cariz que tomaban las cosas.
No vuelve la cabeza. No reconoce en lo más mínimo mi presencia, aunque sabe que estoy allí. Sé que lo sabe, su conocimiento es como un olor: algo que se vuelve agrio, como la leche de varios días.
No es de los esposos de quienes tenéis que cuidaros decía Tía Lydia, sino de las Esposas. Siempre debéis tratar de imaginaros lo que sienten. Por supuesto os ofenderán. Es natural. Intentad compadecerlas. Tía Lydia creía que era muy buena compadeciendo a los demás. Intentad apiadaros de ellas. Perdonadlas, porque no saben lo que hacen. Y volvía a mostrar esa temblorosa sonrisa de mendigo, elevando la mirada -a través de sus gafas redondas con montura de acero- hacia la parte posterior del aula, como si el cielo raso pintado de verde se abriera y de él bajara Dios, montado en una nube de polvos faciales de color rosa perlados entre los cables y las tuberías. Debéis comprender que son mujeres fracasadas. Han sido incapaces de…
En este punto su voz se quebraba y hacía una pausa durante la cual percibía un suspiro a mi alrededor, un suspiro colectivo. No era conveniente susurrar ni moverse durante estas pausas: Tía Lydia podía parecer abstraída, pero era consciente del más mínimo movimiento. Por eso no se oía más que un suspiro.
El futuro está en vuestras manos, resumía. Extendía sus manos hacia nosotras, en ese antiguo gesto que significaba tanto un ofrecimiento como una invitación a un abrazo, una aceptación. En vuestras manos, decía mirándose las suyas como si éstas le hubieran dado la idea. Pero no veía nada en ellas, estaban vacías. Eran las nuestras las que supuestamente estaban llenas de futuro, un futuro que sosteníamos pero no podíamos ver.
Doy la vuelta hasta la puerta trasera, la abro, entro y dejo el cesto en la mesa de la cocina. La mesa ha sido fregada para quitar la harina; el pan del día, recién horneado, se está enfriando en la rejilla. La cocina huele a levadura, un olor impregnado de nostalgia. Me recuerda otras cocinas, cocinas que fueron mías. Huele a madre, aunque mi madre no hacia pan. Huele a mí, hace tiempo, cuando yo era madre.