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Pero tal vez el aburrimiento es erótico, al menos para los hombres, cuando proviene de las mujeres.

Espero, lavada, cepillada, alimentada, como un cerdo que se entrega como premio. En la década de los ochenta inventaron pelotas para cerdos, y se las daban a los cerdos que eran cebados en pocilgas. Eran pelotas grandes y de colores, y los cerdos las hacían rodar ayudándose con el hocico. Los vendedores de cerdo decían que esto mejoraba el tono muscular; los cerdos eran curiosos, les gustaba tener algo en qué pensar.

Eso lo leí en Introducción a la Psicología; eso, y el capítulo sobre las ratas de laboratorio que se aplicaban a si mismas descargas eléctricas, sólo por hacer algo. Y el que hablaba de las palomas amaestradas para picotear un capullo que hacía aparecer un grano de maíz. Estaban divididas en tres grupos: el primero cogía un grano con cada picotazo; el segundo, uno cada dos picotazos, y el tercero lo hacía sin ton ni son. Cuando el encargado del experimento se llevaba el grano, el primer grupo se daba por vencido enseguida, y el segundo grupo un poco más tarde. El tercer grupo nunca se daba por vencido. Se habrían picoteado a sí mismas hasta morir, antes que renunciar. Quién sabe cuál era la causa.

Me gustaría tener una de esas pelotas para cerdos.

Me echo en la alfombra trenzada. Siempre puedes entrenarte, decía Tía Lydia. Varias sesiones al día, mientras estás inmersa en la rutina cotidiana. Los brazos a los lados, las rodillas flexionadas, levantas la pelvis y bajas la columna. Ahora hacia arriba, y otra vez. Cuentas hasta cinco e inspiras, aguantas el aire y lo sueltas. Lo hacíamos en lo que solía ser la sala de Economía Doméstica, ahora libre de lavadoras y secadoras; al unísono, tendidas en pequeñas esterillas japonesas, mientras sonaba una casete de Les Sylphides. Eso es lo que ahora resuena en mi mente, mientras subo, bajo y respiro. Detrás de mis ojos cerrados, unas etéreas bailarinas revolotean graciosamente entre los árboles y agitan las piernas como si fueran las alas de un pájaro enjaulado.

Por las tardes nos acostamos en nuestras camas, en el gimnasio, durante una hora: de tres a cuatro. Decían que era un momento de descanso y meditación. En aquel entonces yo creía que lo hacían porque querían librarse de nosotras durante un rato, descansar de las clases, y sé que fuera de las horas de servicio las Tías se iban a la habitación de los profesores a tomar una taza de café, o lo que llamaban así, fuera lo que fuese. Pero ahora pienso que el descanso también era un entrenamiento. Nos estaban dando la oportunidad de acostumbrarnos a las horas en blanco.

Una siestecita, la llamaba Tía Lydia en su estilo remilgado.

La extraño es que necesitábamos descansar. Casi todas nos íbamos a dormir. Estábamos cansadas la mayor parte

del tiempo. Supongo que nos daban algún tipo de pastillas, o drogas, que las ponían en la comida para mantenernos tranquilas. O tal vez no. Quizás era el lugar. Después de la primera impresión, una vez que te habías adaptado, era mejor permanecer en un estado letárgico. Podías decirte a ti misma que estabas ahorrando fuerzas.

Cuando Moira llegó, yo debía de llevar allí tres semanas. Entró en el gimnasio acompañada por dos de las Tías, como era habitual, a la hora de la siesta. Aún llevaba puesta su ropa -tejanos y un chandal azul- y tenía el pelo corto -para desafiar a la moda, como de costumbre-, por eso la reconocí de inmediato. Ella me vio, pero se giró: ya sabia qué era lo más prudente. Tenía una magulladura de color púrpura en la mejilla izquierda. Las Tías la llevaron a una cama vacía, donde ya estaba preparado el vestido rojo. Se desnudó, y empezó a vestirse otra vez, en silencio, mientras las Tías esperaban de pie en un extremo de la cama y nosotras la observábamos con los ojos apenas abiertos. Cuando se volvió, vi las protuberancias de su columna vertebral.

No pude hablar con ella durante varios días; solamente nos echábamos breves miradas, a modo de prueba. La amistad era sospechosa, lo sabíamos, así que nos evitábamos mutuamente durante las horas de la comida, en las colas de la cafetería y en los pasillos, entre una clase y otra. Pero al cuarto día estaba a mi lado durante el paseo que hacíamos de dos en dos alrededor del campo de fútbol. Hasta que nos graduábamos no nos daban la toca blanca, y llevábamos solamente el velo, así que pudimos hablar, con la precaución de hacerlo en voz baja y de no mover la cabeza para mirarnos. Las Tías caminaban al principio y al final de la fila, por lo que el único peligro eran las demás. Algunas eran creyentes y podían delatarnos.

Esto es una casa de locos, afirmó Moira.

Estoy tan contenta de verte…, le dije.

¿Dónde podemos hablar?, me preguntó.

En los lavabos, respondí. Vigila el reloj. El último retrete, a las dos y media.

Fue todo lo que dijimos.

El hecho de que Moira esté aquí me hace sentir más segura. Podemos ir al lavabo siempre que levantemos la mano, porque existe un máximo de veces al día, y lo apuntan en un gráfico. Miro el reloj, eléctrico y redondo, que está enfrente, encima de la pizarra verde. Cuando dan las dos y media estamos en sesión de Testimonio. Aquí está Tía Helena, además de Tía Lydia, porque la sesión de Testimonio es algo especial. Tía Helena es gorda; una vez, en Iowa, dirigió una campaña para obtener licencias de Vigilantes de Peso. Se le dan bien las sesiones de Testimonio.

Le toca el turno a Janine, que cuenta cómo a los catorce años fue violada por una pandilla y tuvo un aborto. La semana pasada contó lo mismo, y parecía casi orgullosa de ello. Incluso podría no ser verdad. En las sesiones de Testimonio es más seguro inventarse algo que decir que no tienes nada que revelar. Aunque tratándose de Janine, probablemente sea más o menos verdad.

¿Pero de quién fue la culpa?, pregunta Tía Helena mientras levanta un dedo regordete.

La culpa es suya, suya, suya, cantamos al unísono.

¿Quién la arrastró a eso? Tía Helena sonríe, satisfecha de nosotras.

Fue ella, ella, ella.

¿Por qué Dios permitió que ocurriera semejante atrocidad?

Para darle una lección. Para darle una lección. Para darle una lección.

La semana pasada, Janine rompió a llorar. Tía Helena la hizo arrodillar en el frente de la clase, con las manos a la espalda, para que todas pudiéramos ver su cara roja y su nariz goteante. Y su pelo rubio pajizo, sus pestañas tan claras que parece que no las tuviera, como si se le hubieran quemado en un incendio. Ojos quemados. Se la veía disgustada: débil, molesta, sucia y rosada como un ratón recién nacido. Ninguna de nosotras querría verse así, jamás. Por un momento, y aunque sabíamos lo que iban a hacerle, la despreciamos.

Llorona. Llorona. Llorona.

Y lo peor es que lo dijimos en serio.

Yo solía tener un buen concepto de mí misma. Pero en aquel momento no.

Eso ocurrió la semana pasada. Esta semana, Janine no espera a que la insultemos. Fue culpa mía, dice. Sólo mía. Yo los incité. Me merecía el sufrimiento.

Muy bien, Janine, dice Tía Lydia. Has dado el ejemplo.

Antes de levantar la mano tengo que esperar a que esto termine. A veces, si pides permiso en un momento inadecuado, te dicen que no. Y si realmente tienes que ir, puede ser terrible. Ayer Dolores mojó el suelo. Se la llevaron entre dos Tías, cogiéndola por las axilas. No apareció para el paseo de la tarde, pero a la noche volvió a meterse en su cama. La oímos quejarse durante toda la noche.