Tal como son las cosas, ¿quién sabe si algo de esto es verdad? Podrían ser fragmentos antiguos, o una falsificación. Pero de todos modos las escucho, con la esperanza de poder leer entre líneas. Ahora, una noticia -sea la que fuere- es mejor que ninguna.
Primero, el frente de batalla. En realidad no hay frente: la guerra parece desarrollarse simultáneamente en varios sitios.
Colinas boscosas vistas desde arriba, árboles de un amarillo enfermizo. Si al menos ella ajustara el color… «Los Montes Apalaches», dice la voz fuera de la pantalla, «donde la Cuarta División de los Ángeles del Apocalipsis está desalojando con bombas de humo a un foco de la guerrilla baptista, con el soporte aéreo del Vigesimotercer Batallón de los Angeles de la Luz». Nos muestran dos helicópteros negros, con alas plateadas pintadas a los lados. Debajo de ellos, un grupo de árboles estalla.
Ahora vemos un primer plano de un prisionero barbudo y sucio, escoltado por dos Angeles vestidos con sus pulcros uniformes negros. El prisionero acepta el cigarrillo que le ofrece uno de los Angeles, y se lo pone torpemente en la boca con las manos atadas. En su rostro se dibuja una breve sonrisa torcida. El locutor está diciendo algo, pero no lo oigo; estoy mirando los ojos de ese hombre, intentando descifrar lo que piensa. Sabe que la cámara lo enfoca: ¿la sonrisa es una muestra de desafío o de sumisión? ¿Se siente molesto al ser captado por la cámara?
Ellos sólo nos muestran las victorias, nunca las derrotas. ¿A quién le interesan las malas noticias?
Probablemente es un actor.
Ahora aparece el consejero. Su actitud es amable, paternal, nos mira fijamente desde la pantalla; tiene la piel bronceada, el pelo blanco y ojos de mirada sincera, rodeados de sabias arrugas: la imagen ideal que todos tenemos de un abuelo. Su ecuánime sonrisa da a entender que lo que nos dice es por nuestro propio bien. Las cosas se pondrán bien muy pronto. Os lo prometo. Tendremos paz. Debéis creerlo. Ahora debéis ir a dormir, como niños buenos.
Nos dice lo que ansiamos oír. Y es muy convincente.
Lucho contra él. Me digo a mí misma que es como una vieja estrella de cine, con dentadura postiza y cara de ficción. Al mismo tiempo, ejerce sobre mí cierta influencia, como si me hipnotizara. Si fuera verdad, si pudiera creerle…
Ahora nos está explicando que una red clandestina de espionaje ha sido desarticulada por un equipo de Ojos que trabajaba con un informante infiltrado. La red se dedicaba a sacar clandestinamente valiosos recursos nacionales por la frontera de Canadá.
«Han sido arrestados cinco miembros de la secta herética de los Cuáqueros», anuncia, sonriendo afablemente «y se esperan más arrestos».
En la pantalla aparecen dos cuáqueros, un hombre y una mujer. Parecen aterrorizados, pero intentan conservar cierta dignidad delante de la cámara. El hombre tiene una marca grande y oscura en la frente; a la mujer le han arrancado el velo y el pelo le cae sobre la cara. Ambos tienen alrededor de cincuenta años.
Ahora nos muestran una panorámica aérea de una ciudad. Antes era Detroit. Por debajo de la voz del locutor se oye el bramido de la artillería. En el cielo se dibujan columnas de humo.
– El restablecimiento de los Chicos del Jamón continúa como estaba previsto -dice el tranquilizador rostro rosado desde la pantalla-. Esta semana han llegado tres mil a la Patria Nacional Uno, y hay otros dos mil en tránsito.
¿Cómo hacen para transportar tanta gente de una sola vez? ¿En trenes, en autobuses? No nos muestran ninguna foto de esto. La Patria Nacional Uno es en Dakota del Norte. Sabrá Dios lo que se supone que tienen que hacer una vez que lleguen. Dedicarse a las granjas, teóricamente.
Serena Joy ya se ha hartado de noticias. Pulsa el botón impacientemente para cambiar de canal y aparece un bajo barítono, un anciano cuyas mejillas parecen ubres secas. Está cantando «Susurro de Esperanza». Serena apaga el televisor.
Esperamos. Se oye el tic-tac del reloj del vestíbulo, Serena enciende otro cigarrillo, yo subo al coche. Es la mañana de un sábado de septiembre, aún tenemos coche. Otras personas han tenido que vender el suyo. Mi nombre no es Defred, tengo otro nombre, un nombre que ahora nadie menciona porque está prohibido. Me digo a mí misma que no importa, el nombre es como el número de teléfono, sólo es útil para los demás; pero lo que me digo a mí misma no es correcto, y esto sí que importa. Guardo este nombre como algo secreto, como un tesoro que algún día desenterraré. Pienso en él como si estuviera sepultado. Está rodeado de un aura, como un amuleto, como un sortilegio que ha sobrevivido a un pasado inimaginablemente lejano. Por la noche me acuesto en mi cama individual, cierro los ojos, y el nombre flota exactamente allí, detrás de mis ojos, fuera del alcance, resplandeciendo en la oscuridad.
Es una mañana de sábado, en septiembre, y me pongo mi resplandeciente nombre. La niña que ahora está muerta se sienta en el asiento de atrás, con sus dos muñecas preferidas, su conejo de felpa, sucio de años y caricias. Conozco todos los detalles. Son detalles sentimentales, pero no puedo evitarlo. Sin embargo, no pensar demasiado en el conejo porque no puedo echarme a llorar aquí, sobre la alfombrilla china, respirando el humo que estuvo en el cuerpo de Serena. Aquí no, ahora no, puedo hacerlo más tarde.
Ella creía que salíamos de excursión, y de hecho en el asiento trasero, junto a ella, había un cesto con comida, huevos duros, un termo y todo. No queríamos que ella supiera a dónde íbamos realmente, no queríamos que, si nos paraban, cometiera el error de hablar y revelar algo. No queríamos que pesara sobre ella la carga de nuestra verdad.
Yo llevaba las botas de ir de excursión y ella sus zapatos de lona. Los cordones de sus zapatos tenían dibujados corazones de color rojo, púrpura, rosado y amarillo. Hacía calor para la época del año en que estábamos, algunas hojas ya empezaban a caer. Luke conducía, yo iba a su lado, el sol brillaba, el cielo era azul, las casas se veían confortables y normales, y cada una quedaba desvanecida en el pasado, desmoronada en un instante como si nunca hubiera existido, porque jamás volvería a verlas; al menos eso pensaba entonces.
No nos llevamos casi nada, no queremos dar la impresión de que nos vamos a algún lugar lejano o permanente. Los pasaportes son falsos, pero están garantizados: valen lo que hemos pagado por ellos. No podíamos pagarlos con dinero, por supuesto, ni ponerlos en la Compucuenta, pero usamos otras cosas: algunas joyas de mi madre, una colección de sellos que Luke había heredado de su tío. Este tipo de cosas pueden cambiarse por dinero en otros países. Cuando lleguemos a la frontera fingiremos que sólo haremos un viaje de un día; los visados falsos sólo sirven para un día. Antes de eso le daré a ella una píldora para dormir, y así cuando crucemos ya estará dormida. De ese modo no nos traicionará. No se puede esperar que un niño resulte convincente mintiendo.
No quiero que ella se asuste, ni que sienta el miedo que ahora me atenaza los músculos, tensa mi columna, me deja tan tirante que estoy segura de que si me tocan me romperé. Cada semáforo en rojo es como una agonía. Pasaremos la noche en un motel, o mejor dormiremos en el coche, a un costado de la carretera, y nos evitaremos las preguntas suspicaces. Cruzaremos por la mañana, pasaremos por el puente con toda tranquilidad, como si fuéramos al supermercado.
Entramos en la autopista sin peaje, rumbo al norte, y circulamos con poco tránsito. Desde que empezó la guerra, la gasolina es cara y escasea. Una vez fuera de la ciudad, pasamos el primer control. Sólo quieren ver el permiso. Luke supera la prueba: el permiso concuerda con el pasaporte; ya habíamos pensado en eso.
Otra vez en la carretera, me coge la mano con fuerza y me mira. Estás blanca como un papel me dice.
Así es como me siento: blanca, aplastada, delgada. Me siento transparente. Seguro que se puede ver a través de mí. Peor aún, ¿cómo podré apoyar a Luke y a ella si estoy tan aplastada, tan blanca? Siento que ya no me quedan fuerzas; se me escaparán de las manos, como si yo fuera de humo, o como si fuera un espejismo que se desvanece ante sus ojos. No pienses así, diría Moira. Si lo piensas, lograrás que ocurra.