Animo, dice Luke. Está conduciendo demasiado rápido. El nivel de adrenalina de su cabeza ha bajado. Está cantando. Oh, qué hermoso día, canta.
Incluso su canto me preocupa. Nos advirtieron que no debemos mostrarnos demasiado alegres.
CAPÍTULO 15
El Comandante golpea a la puerta. La llamada es obligatoria: se supone que la sala es territorio de Serena Joy, y que él debe pedir permiso para entrar. A ella le gusta hacerlo esperar. Es un detalle insignificante, pero en esta casa los detalles insignificantes tienen mucha importancia. Sin embargo, esta noche ella ni siquiera tiene tiempo de hacerlo porque, antes de que pueda pronunciar una palabra, él ha entrado. Quizá simplemente olvidó el protocolo, pero quizás lo ha hecho deliberadamente. Quién sabe lo que ella le dijo mientras cenaban, sentados a la mesa incrustada en plata. O lo que no le dijo.
El Comandante lleva puesto el uniforme negro, con el cual parece el guarda de un museo. O un hombre semiretirado, cordial pero precavido, que se dedica a matar el tiempo. Pero ésa es la impresión que da a primera vista. Si lo miras bien, parece un presidente de banco del Medio Oeste, con su caballo plateado liso y prolijamente cepillado, su actitud seria y la espalda un poco encorvada. Y además está su bigote, también plateado, y su mentón, un rasgo imposible de pasar por alto. Si sigues más abajo de la barbilla, parece un anuncio de vodka de una de esas revistas de papel satinado de los viejos tiempos.
Sus modales son suaves, sus manos grandes, de dedos gruesos y pulgares codiciosos, sus ojos azules y reservados, falsamente inofensivos. Nos echa un vistazo, como si hiciera el inventario: una mujer de rojo arrodillada, una de azul sentada, dos de verde de pie, un hombre solo, de rostro delgado, al fondo. Se las arregla para parecer desconcertado, como si no pudiera recordar exactamente cuántos somos. Como si fuéramos algo que ha heredado, por ejemplo un órgano victoriano, y no supiera qué hacer con nosotros. Ni para qué servimos.
Inclina la cabeza en dirección a Serena Joy, que no emite ni un solo sonido. Avanza hacia la silla grande de cuero reservada para él, se saca la llave del bolsillo y busca a tientas en la caja chapada en cobre y con tapa de cuero que está en la mesa, junto a la silla. Introduce la llave, abre la caja y saca un ejemplar de la Biblia de tapas negras y páginas de bordes dorados. La Biblia está guardada bajo llave, como hacía mucha gente en otros tiempos con el té para que los sirvientes no lo robaran. Es una estratagema absurda: ¿quién sabe qué haríamos con ella Si alguna vez le pusiéramos las manos encima? Él nos la puede leer, pero nosotros no podemos hacerlo. Giramos la cabeza en dirección a él, expectantes: vamos a escuchar un cuento para irnos a dormir.
El Comandante se sienta y cruza las piernas, mientras lo contemplamos. Los señaladores están en su sitio. Abre el libro. Carraspea, como si se sintiera incómodo.
– ¿Podría tomar un poco de agua? -dice dejando la Pregunta suspendida en el aire-. Por favor -agrega.
A mis espaldas, Rita o Cora -alguna de las dos- abandona su sitio en el cuadro familiar y camina silenciosamente hasta la cocina. El Comandante espera, con la vista baja. Suspira; del bolsillo interior de la chaqueta saca un par de gafas para leer, de montura dorada, y se las pone. Ahora parece un zapatero salido de un viejo libro de cuentos. ¿No tendrán fin sus disfraces de hombre benevolente?
Observamos cada uno de sus gestos, cada uno de sus rasgos.
Un hombre observado por varias mujeres. Debe de sentir algo muy extraño. Ellas observándolo todo el tiempo y preguntándose ¿y ahora qué hará? Retrocediendo cada vez que él se mueve, incluso aunque sea un movimiento tan inofensivo como estirarse para coger un cenicero. Juzgándolo, pensando: no puede hacerlo, no servirá, tendrá que servir, y haciendo esta última afirmación como si él fuera una prenda de vestir pasada de moda o de mala calidad que de todos modos hay que ponerse porque no hay ninguna otra cosa.
Ellas se lo ponen, se lo prueban, mientras él, a su vez, se las pone como quien se pone un calcetín, se las calza en su propio apéndice, su sensible pulgar de repuesto, su tentáculo, su acechante ojo de babosa que sobresale, se expande, retrocede y se repliega sobre sí mismo cuando lo tocan incorrectamente y vuelve a crecer agrandándose un poco en la punta, avanzando como si se internara en el follaje, dentro de ellas, ávido de visiones. Alcanzar la visión de este modo, mediante este viaje en la oscuridad que está compuesta de mujeres, de una mujer que puede ver en la oscuridad mientras él se encorva ciegamente hacia delante.
Ella lo observa desde el interior. Todas lo observamos. Es algo que realmente podemos hacer, y no en vano: ¿que sería de nosotras si él se quebrara o muriera? No me extrañaría que debajo de su dura corteza exterior se ocultara un ser tierno. Pero esto sólo es una expresión de deseos. Lo he estado observando durante algún tiempo y no ha dado muestras de blandura.
Pero ten cuidado, Comandante, le digo mentalmente. No te pierdo de vista. Un movimiento en falso y soy mujer muerta.
Sin embargo, debe de parecer increíble ser un hombre así
Debe de ser fantástico.
Debe de ser increíble.
Debe de ser muy silencioso.
Llega el agua, y el Comandante bebe.
– Gracias -dice.
Cora vuelve a instalarse en su sitio.
El Comandante hace una pausa y baja la vista para buscar la página. Se toma su tiempo, como si no se diera cuenta de nuestra presencia. Es como alguien que juguetea con un bistec, sentado junto a la ventana de un restaurante, fingiendo no ver los ojos que lo miran desde la hambrienta oscuridad a menos de un metro de distancia. Nos inclinamos un poco hacia él, como limaduras de hierro que reaccionan ante su magnetismo. Él tiene algo que nosotros no tenemos, tiene la palabra. Cómo la malgastábamos en otros tiempos.
El Comandante empieza a leer, pero parece que lo hiciera de mala gana. No es muy bueno leyendo. Quizá simplemente se aburre.
Es el relato de costumbre, los relatos de costumbre. Dios hablando a Adán. Dios hablando a Noé. Creced y multiplicaos y poblad la tierra. Después viene toda esa tontería aburrida de Raquel y Leah que nos machacaban en el Centro. Dame hijos, o me moriré. ¿Soy yo, en lugar de Dios, quien te impide el fruto de tu vientre? He aquí a mi sierva Bilhah. Ella parirá sobre mis rodillas, y yo también tendré hilos de ella. Etcétera, etcétera. Nos lo leían todos los días durante el desayuno, cuando nos sentábamos en la cafetería de la escuela a comer gachas de avena con crema y azúcar moreno. Tenéis todo lo mejor, decía Tía Lydia. Estamos en guerra y las cosas están racionadas. Sois unas niñas consentidas, proseguía, como si riñera a un gatito. Minino travieso.
Durante el almuerzo eran las bienaventuranzas. Bienaventurado esto, bienaventurado aquello. Ponían un disco, cantado por un hombre. Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos. Bienaventurados los dóciles. Bienaventurados los silenciosos. Sabía que ellos se lo inventaban, que no era así, y también que omitían palabras, pero no había manera de comprobarlo. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Nadie decía cuándo.
Mientras comemos el postre -peras en conserva con canela, lo normal para el almuerzo-, miro el reloj y busco a Moira, que se sienta a dos mesas de distancia. Ya se ha ido. Levanto la mano para pedir permiso. No lo hacemos muy a menudo, y siempre elegimos diferentes horas del día.