Cometieron errores, dice Tía Lydia. No queremos repetirlos. Su voz es piadosa, condescendiente, es la voz de una persona cuya función consiste en decirnos cosas desagradables por nuestro propio bien. Me gustaría estrangularla. Aparto la idea de mi mente en cuanto se me ocurre.
Las cosas se valoran, dice, sólo cuando son raras y difíciles de conseguir. Nosotras queremos ser apreciadas niñas. Es fértil haciendo pausas y las saborea lentamente. Imaginad que sois perlas. Nosotras, sentadas en fila, con la mirada baja, la hacemos salivar moralmente. Somos suyas y puede definirnos, debemos soportar sus adjetivos.
Pienso en las perlas. Las perlas son escupitajos de ostras congelados. Más tarde se lo diré a Moira; si puedo.
Todos nosotros vamos a poneros a punto, dice Tía Lydia, con regocijo y satisfacción.
La furgoneta se detiene, se abren las puertas traseras y el Guardián nos hace salir como si fuéramos una manada.
Junto a la puerta delantera hay otro Guardián, con una de esas ametralladoras sin retroceso colgada del hombro. Marchamos en fila hacia la puerta delantera, bajo la llovizna, y los Guardianes nos hacen un saludo. La enorme furgoneta de emergencia, la que transporta los aparatos y los médicos ambulantes, está aparcada un poco más lejos, en el camino de entrada. Veo que uno de los médicos mira por la ventanilla de la furgoneta. Me pregunto qué hará allí dentro, esperando. Lo más probable es que esté jugando a las cartas, o leyendo; o dedicado a algún pasatiempo masculino. La mayor parte de las veces no se los necesita para nada; sólo se les permite entrar cuando su presencia es inevitable.
Antes era diferente, ellos se ocupaban. Era una vergüenza, decía Tía Lydia. Vergonzoso. Lo único que nos mostró fue una película rodada en un hospital antiguo: una mujer embarazada, conectada a un aparato, con electrodos que le salen de todas partes y le dan el aspecto de un robot destrozado, y una sonda en el brazo que la alimenta por vía intravenosa. Un hombre con un reflector mira entre sus piernas -donde la han afeitado dejándola realmente como a una niña imberbe-; se ve una bandeja con brillantes bisturíes esterilizados; todos llevan la cara tapada por una mascarilla. Una paciente colaboradora. Una vez que la han drogado y han provocado el parto, le hacen una incisión y la cosen. Eso es todo. Ni siquiera usan anestesia. Tía Elizabeth decía que para el bebé era mejor, y que: Aumentaré enormemente el dolor de tu concepción: parirás con dolor. Nos lo daban durante el almuerzo, en un bocadillo de pan moreno y lechuga.
Mientras subo la escalera, una escalera amplia con un jarrón de piedra a cada lado -el Comandante de Dewarren debe de tener una posición social más alta que el nuestro-, oigo otra sirena. Es el Birthmobile azul, el de las Esposas. Ésta debe de ser Serena Joy, que hace su entrada triunfal. Ellas no tienen que sentarse en bancos, sino en asientos de verdad, tapizados. Pueden mirar hacia delante Y no llevan las cortinas cerradas. Saben a dónde van.
Probablemente Serena Joy ha estado antes en esta casa, tomando el té. Tal vez Dewarren, antes la putita llorona Janine, se paseaba delante de ella y de las otras Esposas Para que pudieran ver su vientre, quizá tocarlo, y felicitar a la Esposa. Una chica fuerte, con buenos músculos. Ningún Agente Naranja en su familia, comprobamos los archivos, ninguna precaución es excesiva. Y tal vez alguna frase amable: ¿Quieres una galleta, querida?
Oh, no, le haría daño, no les hace, bien comer demasiado azúcar.
Una no le hará daño, sólo una, Mildred.
Y la pelotillera Janine: Oh, sí, ¿puedo comer una, señora? Por favor.
Qué ejemplar, tan modosita, nada hosca como algunas otras, cumple con su trabajo y eso es todo. Como una hija para ti, como tú dirías. Una de la familia. Una ahogada risita de matrona. Eso es todo, querida, puedes volver a tu habitación.
Y cuando ella se ha ido: Son todas unas putitas, pero al menos tú no puedes quejarte. Coges lo que te dan, ¿verdad, chicas? Eso diría la Esposa del Comandante.
Oh, pero tú has sido muy afortunada. Vaya, algunas de ellas ni siquiera son limpias. Y jamás te sonreirían, se encierran en su habitación, no se lavan el pelo, y qué olor. Yo tengo que mandar a las Marthas a que limpien, casi tengo que llevarla a la rastra hasta la bañera, prácticamente tengo que sobornarla incluso para lograr que se dé un baño, tengo que amenazarla.
Yo tuve que tomar medidas severas con la mía, y ahora no come como debería; y en cuanto a lo otro, ni pizca, y eso que hemos sido muy regulares. Pero la tuya, es toda una garantía para ti. Y cualquiera de estos días, oh, debes de estar tan nerviosa, está gordísima, ¿a que estás impaciente?
¿Un poco más de té?, cambiando discretamente de tema.
Ya sé lo que viene después.
¿Y qué hace Janine en su habitación? Estará sentada, con el sabor del azúcar aún en la boca, lamiéndose los labios. Mirando por la ventana. Aspirando y espirando. Acariciándose los pechos hinchados. Sin pensar en nada.
CAPÍTULO 20
La escalera central es más ancha que la nuestra, y tiene una barandilla curva a cada lado. Desde arriba me llega el sonsonete de las mujeres que ya han llegado. Subimos la escalera en fila india, con todo cuidado, para no pisar el borde del vestido de la que va adelante. A la izquierda se ven las puertas dobles del comedor -que ahora están plegadas-, y en el interior la larga mesa cubierta con un mantel blanco y llena de platos fríos: jamón, queso, naranjas -¡tienen naranjas!-, panecillos recién horneados En cuanto a nosotras, más tarde nos servirán una bandeja con leche y bocadillos. Pero ellos tienen una cafetera y botellas de vino porque, ¿acaso las Esposas no pueden emborracharse un poquito en un día tan jubiloso? Primero esperarán los resultados y luego se hartarán como cerdos. Ahora están reunidas en la sala, al otro lado de la escalera, animando a la Esposa de este Comandante, la esposa de Warren. Es una mujer menuda; está tendida en el suelo, vestida con un camisón de algodón blanco, y su cabellera canosa extendida sobre la alfombra como una mancha de humedad; le masajean el vientre, como si realmente estuviera a punto de dar a luz.
El Comandante, por supuesto, no está a la vista. Se ha ido a donde se van los hombres en estas ocasiones, a algún escondrijo. Probablemente está calculando el momento en que será anunciada su presentación, si todo sale bien. Ahora está seguro de haberlo logrado.
Dewarren está en la habitación principal, una buena manera de definirla: allí es donde se acuestan el Comandante y su Esposa. Está sentada en la enorme cama, apuntalada con cojines: es Janine, hinchada pero reducida, despojada de su nombre original. Lleva un vestido recto de algodón blanco, levantado por encima de los muslos; su larga cabellera castaña está peinada hacia atrás y recogida en la nuca, para que no moleste. Tiene los ojos apretados; viéndola así, casi me resulta agradable. Al fin y al cabo, es una de nosotras, ¿qué pretende, sino vivir lo más agradablemente posible? ¿Qué otra cosa quiere cualquiera de nosotras? El inconveniente está en lo posible. Teniendo en cuenta las circunstancias, ella no lo hace mal.
Se encuentra flanqueada por dos mujeres que no conozco y que le sujetan las manos, o quizás es ella la que sujeta las manos de las mujeres. Una tercera mujer le levanta el camisón, le pone aceite para bebé en el montículo que forma su barriga y le hace fricciones en sentido descendente. A sus pies está Tía Elizabeth, vestida con el traje color caqui de los bolsillos en el pecho. Ella era una de las que daban clases de Educación Ginecológica. Sólo puedo ver un costado de su cabeza, su perfil, pero sé que es ella por su inconfundible nariz prominente y su considerable y severa barbilla. A su lado se ve la silla de partos con su asiento doble, uno de ellos levantado como un trono detrás del otro. No colocarán a Janine en la silla hasta que llegue el momento. Las sábanas están preparadas, lo mismo que la pequeña bañera y el bol con cubos de hielo para que Janine los chupe.