Las demás mujeres están sentadas en la alfombra con las piernas cruzadas; forman una multitud, se supone que todas las mujeres del distrito están aquí. Debe de haber veinticinco o treinta. No todos los Comandantes tienen Criada: las Esposas de algunos de ellos tienen hijos. De cada uno, dice la frase, según sus capacidades; a cada uno según sus necesidades. La recitábamos tres veces al día, después del postre. Era una frase de la Biblia, o eso decían. Otra vez San Pablo, de los Hechos.
Sois una generación de transición, decía Tía Lydia. Es lo más difícil. Sabemos cuántos sacrificios tendréis que hacer. Resulta difícil cuando los hombres os injurian. Será más fácil para las que vengan después de vosotras. Ellas aceptarán su obligación de buena gana.
Pero no decía: Porque no habrán conocido otro modo de vida.
Decía: Porque no querrán las cosas que no puedan tener.
Una vez por semana teníamos cine, después del almuerzo y antes de la siesta. Nos sentábamos en el suelo de la sala de Economía Doméstica, en nuestras esteras grises, mientras Tía Helena y Tía Lydia luchan con el equipo de proyección. Si teníamos suerte, no cargaban la película del revés. Esto me recordaba las clases de geografía, cuando iba a la escuela, miles de años atrás, y nos pasaban películas del resto del mundo; mujeres vestidas con faldas largas o vestidos baratos de algodón estampado, que llevaban haces de leña, o cestos, o cubos de plástico con agua que cogían de algún río, y bebés que les colgaban de los chales o de cabestrillos de red. Miraban a la cámara de reojo o con expresión asustada, sabiendo que algo les estaban haciendo con una máquina de un solo ojo de cristal, pero sin saber qué. Aquellas películas eran reconfortantes y terriblemente aburridas. Me hacían sentir sueño, incluso cuando en la pantalla aparecían hombres enseñando los músculos, picando la dura tierra con azadones y palas rudimentarios y trasladando rocas. Yo prefería las películas en las que se veían danzas, cantos, máscaras de ceremonia y objetos tallados convertidos en instrumentos, musicales: plumas, botones de latón, conchas de caracoles marinos, tambores. Me gustaba ver a esta gente cuando era feliz, no cuando eran desgraciados y estaban muertos de hambre, demacrados, o se agotaban hasta la muerte por cualquier tontería como cavar un pozo o regar la tierra, problemas que las naciones civilizadas habían resuelto hacía tiempo. Pensaba que bastaba con que alguien les proporcionara los medios tecnológicos y los dejara utilizarlos.
Tía Lydia no nos pasaba este tipo de películas.
En ocasiones nos ponía una antigua película pornográfica, de la década de los setenta o los ochenta. Mujeres arrodilladas chupando penes o pistolas, mujeres atadas o encadenadas o con collares de perro en el cuello, mujeres colgadas de árboles, o cabeza abajo, desnudas, con las piernas abiertas, mujeres a las que violaban o golpeaban o mataban. Una vez tuvimos que ver cómo descuartizaban a una mujer, le cortaban los dedos y los pechos con tijeras de podar, le abrían el estómago y le arrancaban los intestinos.
Considerad las posibilidades, decía Tía Lydia. ¿Veis cómo solían ser las cosas? Eso era lo que pensaban entonces de las mujeres. Le temblaba la voz de indignación.
Más tarde, Moira dijo que no era real, que estaba filmado con modelos; pero era difícil saberlo.
A veces, sin embargo, la película era lo que Tía Lydia llamaba un documental sobre No Mujeres. Imaginaos, decía Tía Lydia, lo que representa perder el tiempo de esa manera, cuando tendrían que haber estado haciendo algo útil. Antes, las No Mujeres siempre estaban perdiendo el tiempo. Las animaban para que lo hicieran. El gobierno les proporcionaba dinero para que hicieran exactamente eso. La verdad es que tenían algunas ideas bastante buenas, proseguía, con el tono autosuficiente de quien está en condiciones de juzgar. Incluso actualmente tendríamos que permitir que continuaran algunas de sus ideas. Sólo algunas, en realidad, decía tímidamente, levantando el dedo índice y agitándolo delante de nosotras. Pero ellas eran ateas, y ahí está la gran diferencia, ¿no os parece?
Me siento en mi estera, con las manos cruzadas; Tía Lydia se hace a un lado, apartándose de la pantalla; las luces se apagan y me pregunto si en la oscuridad podré inclinarme hacia la derecha sin que me vean y susurrar algo a la mujer que tengo a mi lado. ¿Pero qué puedo susurrarle? Le preguntaré si ha visto a Moira. Porque nadie la ha visto, no apareció a la hora del desayuno. Pero la sala, aunque en penumbras, no está lo suficientemente oscura, así que cambio de actitud, fingiendo que presto atención. En las películas de este tipo no conectan la banda sonora, pero sí lo hacen en el caso de las películas pomo. Quieren que oigamos los gritos, los gemidos y los chillidos de lo que podría ser el dolor extremo o el placer extremo, o ambos a la vez, pero no quieren que oigamos lo que dicen las No Mujeres.
Primero aparecen el título y algunos nombres -que están tachados con carboncillo para que no podamos leerlos-, y entonces veo a mi madre. Mi madre de joven, más joven de lo que yo la recuerdo, tan joven como debía de ser antes de que yo naciera. Lleva el tipo de vestimenta que, según Tía Lydia, era típica de las No Mujeres en aquella época: un mono de tela tejana, debajo una camisa de cuadros verdes y malva, y zapatos de lona; es el tipo de vestimenta que en un tiempo llevaba Moira, el tipo de ropa que recuerdo haberme puesto yo misma hace mucho tiempo. Lleva el pelo recogido en la nuca con un pañuelo de color malva. Su joven rostro es muy serio, aunque bonito. Había olvidado que alguna vez mi madre fue tan bonita y tan ardiente. Está reunida con otras mujeres que van vestidas de la misma manera; lleva un palo, no, es el mango de una pancarta. La cámara toma una vista panorámica y vemos la inscripción, pintada en lo que debió de haber sido una sabana: DEVOLVEDNOS LA NOCHE. Ésta no ha sido tachada, pero se supone que nosotras no leemos. Las mujeres que están a mi alrededor jadean y en la sala se produce un movimiento semejante al de la hierba cuando es agitada por el viento. ¿Es un descuido, y por eso nos hemos librado de un castigo? ¿O ha sido algo deliberado, para recordarnos los viejos tiempos en los que no había ninguna seguridad?
Detrás de este cartel hay otros, y la cámara los capta brevemente: LIBERTAD PARA ELEGIR. QUEREMOS BEBÉS DESEADOS RESCATEMOS NUESTROS CUERPOS. ¿CREES QUE EL LUGAR DE LA MUJER ES LA COCINA? Debajo del último cartel se ve dibujado el cuerpo de una mujer sobre una mesa, y la sangre que le sale a chorros.
Ahora mi madre avanza, está sonriendo, riendo, todos avanzan con los puños en alto. La cámara se mueve en dirección al cielo, donde se elevan cientos de globos con los hilos colgando: globos rojos que tienen pintado un círculo, un círculo con un rabo como el de una manzana, pero el rabo es una cruz. La cámara vuelve a descender; ahora mi madre forma parte de la multitud y ya no la veo.
Te tuve cuando tenía treinta y siete años, me dijo mi madre. Era un riesgo, podrías haber salido deformada, o algo así. Eras un bebé deseado, eso sí, y recibí críticas de mucha gente. Mi antigua amiga Tricia Foreman me acusó de pronatalista, la muy puta. Yo se lo atribuí a los celos. Algunos, sin embargo, se portaron bien. Pero cuando estaba en el sexto mes de embarazo, muchos de ellos empezaron a enviarme esos artículos acerca de cómo después de los treinta y cinco años aumenta el riesgo de tener hijos con taras congénitas. Exactamente lo que necesitaba. Y tonterías acerca de lo difícil que era ser una madre soltera. Llevaos de aquí esa mierda, les dije, he empezado esto y voy a terminarlo. En el gráfico del hospital escribieron: «Primípara de edad», los sorprendí mientras lo apuntaban. Así llaman a las mujeres mayores de treinta años, que esperan su primer bebé. Todo eso es basura, les dije, biológicamente tengo veintidós años, podría daros cien vueltas a todos vosotros. Podría tener trillizos y salir de aquí caminando mientras vosotros aún estaríais intentando levantaros de la cama.