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Janine está otra vez de pie y camina.

– Quiero sentarme -dice. ¿Cuánto tiempo hace que estamos aquí? Minutos u horas. Estoy sudando, tengo el vestido empapado debajo de las axilas, mi labio superior sabe a sal; me sobrevienen los falsos dolores, las demás también los sienten: lo sé por el modo en que se mueven. Janine está chupando un cubo de hielo. Luego, a unos pasos o a kilómetros de distancia, grita-: No. Oh no, oh no, oh no -éste es su segundo bebé, tuvo un hijo, una vez. Me enteré en el Centro porque solía llamarlo a gritos por la noche, igual que las demás pero más ruidosamente. De modo que debería ser capaz de recordar esto, de recordar cómo es y qué ocurrirá.

¿ Pero quién puede recordar el dolor, una vez que éste ha desaparecido? Todo lo que queda de él es una sombra, ni siquiera en la mente ni en la carne. El dolor deja una marca demasiado profunda como para que se vea, una marca que queda fuera del alcance de la vista y de la mente.

Alguien ha terminado el zumo de uva y alguien ha birlado una botella. No es la primera vez que ocurre algo así en una reunión de este tipo; pero ellos harán la vista gorda. Nosotras también necesitamos nuestras orgías.

– Bajad las luces -dice Tía Elizabeth-. Decidle que ha llegado el momento.

Alguien se levanta, camina hasta la pared y la luz se hace más débil hasta que la habitación queda en penumbras; el tono de nuestras voces disminuye hasta convertirse en un coro de crujidos, de murmullos roncos, como saltamontes en la noche. Dos mujeres salen de la habitación; otras dos conducen a Janine a la Silla de Partos, y ella se sienta en el asiento más bajo. Ahora está más tranquila, el aire penetra en sus pulmones a ritmo uniforme; nosotras nos inclinamos hacia delante, estamos tan tensas que nos duelen los músculos de la espalda y el vientre. Está llegando, está llegando, como el sonido de un clarín que llama a tomar las armas, como una pared que se derrumba, nos produce la misma sensación que una piedra que desciende en el interior de nuestros cuerpos, y pensamos que vamos a estallar. Nos cogemos de las manos, ya no estamos solas.

La Esposa del Comandante entra a toda prisa; todavía lleva puesto el ridículo camisón de algodón blanco, por debajo del cual asoman sus larguiruchas piernas. Dos Esposas, vestidas con traje y velo azul, la sostienen de los brazos, como si ella lo necesitara. En su rostro se dibuja una sonrisa tensa, como la de una anfitriona durante una fiesta que habría preferido no celebrar. Debe de saber lo que pensamos de ella. Trepa a la Silla de Partos y se sienta en el asiento que está detrás y encima de Janine, de manera tal que rodea el cuerpo de ésta: sus piernas delgaduchas quedan colocadas a los costados, como los brazos de un excéntrico sillón. Por extraño que parezca, lleva calcetines de algodón blanco y zapatillas azules de un material velloso, como las fundas de las tapas de inodoro. Pero nosotras no prestamos atención a la Esposa, apenas la vemos, tenemos la mirada clavada en Janine. Bajo la luz tenue, ataviada con su traje blanco, brilla como una luna que asoma entre las nubes.

Ahora Janine gruñe a causa del esfuerzo.

– Empuja, empuja, empuja -susurramos-. Relájate. Jadea. Empuja, empuja, empuja -la acompañamos, somos una con ella, estamos ebrias. Tía Elizabeth se arrodilla; en las manos tiene una toalla extendida para coger al bebé, he aquí la coronación de todo, la gloria, la cabeza de color púrpura y manchada de yogur, otro empujón y se deslizará hacia afuera, untada de flujo y sangre, colmando nuestra espera. Oh, alabado sea.

Mientras Tía Elizabeth lo inspecciona, contenemos la respiración; es una niña, muy pequeña, pero de momento está bien, no tiene ningún defecto, eso ya se ve, manos, pies, ojos, los contamos en silencio, todo está en su sitio. Con el bebé en brazos, Tía Elizabeth nos mira y sonríe. Nosotras también sonreímos, somos una sola sonrisa, las lagrimas caen por nuestras mejillas, somos muy felices.

Nuestra felicidad es, en parte, recuerdo. Lo que yo recuerdo es a Luke cuando estaba conmigo en el hospital, de pie junto a mi cabeza, sujetándome la mano, vestido con la bata verde y la mascarilla blanca que le habían proporcionado. Oh, exclamó, oh, Jesús, con un suspiro de sorpresa. Dijo que aquella noche se sentía tan importante que no pudo pegar ojo.

Tía Elizabeth está lavando con mucho cuidado al bebé, que no llora demasiado. Lo más silenciosamente posible, para no asustarlo, nos levantamos, nos apiñamos alrededor de Janine, la abrazamos, le damos palmaditas en la espalda. Ella también está llorando. Las dos Esposas de azul ayudan a la tercera Esposa, la Esposa de la familia, a bajar de la Silla de Partos y a subir a la cama, donde la acuestan y la arropan. El bebé, ahora limpio y tranquilo, es colocado ceremoniosamente entre sus brazos. Las Esposas que están en el piso de abajo suben en tropel, empujándonos y haciéndonos a un lado. Hablan en voz muy alta, algunas de ellas aún llevan sus platos, sus tazas de café, sus vasos de vino, algunas todavía están masticando, se apiñan alrededor de la cama, de la madre y de la niña, felicitando y haciendo gorgoritos. La envidia emana de ellas, puedo olerla, como débiles vestigios de ácido mezclado con su perfume. La Esposa del Comandante mira al bebé como si éste fuera un ramo de flores, algo que ella ha ganado, un tributo.

Las Esposas están aquí como testigos de la elección de1 nombre. Son ellas quienes lo eligen.

– Angela -dice la Esposa del Comandante.

– Angela, Angela -repiten las Esposas en tono nervioso-. ¡Qué nombre tan dulce! ¡Oh, ella es perfecta! ¡Oh, es maravillosa!

Nos quedamos de pie entre Janine y la cama, para que ella no pueda verlo. Alguien le da un trago de zumo de uva, espero que le hayan agregado vino; ella aún siente los dolores posteriores al parto, llora desconsoladamente, consumida por las lágrimas. Sin embargo, nos sentimos albo rozadas; esto es una victoria de todas nosotras. Lo hemos conseguido.

Le permitirán alimentar al bebé durante algunos meses. Ellos creen en la leche materna. Después Janine será trasladada, para comprobar si puede hacerlo otra vez con algún otro que necesite un cambio. Pero nunca será enviada a las Colonias, nunca la declararán No Mujer. Ésa es su recompensa.

El Birthmobile está afuera, esperando para devolvernos a nuestras casas. Los médicos aún están en la furgoneta; por la ventanilla vemos sus rostros como manchas blancas, corno el rostro de un niño enfermo encerrado en su casa. Uno de ellos abre la puerta y se acerca a nosotras.

– ¿Todo salió bien? -pregunta en tono ansioso.

– Sí -respondo. En este momento me siento desgarrada, exhausta. Me duelen los pechos, incluso me gotean; es un sucedáneo de la leche, a algunas nos ocurre. Nos sentamos en nuestros bancos, frente a frente, mientras nos transportan; nos hemos quedado sin emoción, casi sin sensaciones, debemos de ser como manojos de tela roja. Nos duele todo. En nuestros regazos llevamos un espectro, un bebé fantasma. Ahora que el nerviosismo ha pasado, debemos hacer frente al fracaso. Madre, pienso. Estés donde estés, ¿puedes oírme? Querías una cultura de mujeres. Bien, aquí la tienes. No es lo que tú pretendías, pero existe. Tienes algo que agradecer.

CAPITULO 22

El Birthmobile llega a la casa a última hora de la tarde. El sol brilla débilmente entre las nubes y en el aire flota el olor de la hierba húmeda que empieza a calentarse. He pasado todo el día en la ceremonia del Nacimiento, y he perdido la noción del tiempo. La compra de hoy debe de haberla hecho Cora, porque yo estoy eximida de toda obligación. Subo la escalera levantando pesadamente los pies de un escalón a otro y sujetándome de la barandilla. Me siento como si hubiera estado en pie durante varios días corriendo todo el tiempo; me duele el pecho y los músculos se me acalambran como si me faltara azúcar. Por una vez en la vida, ansío estar sola.