Me echo en la cama. Me gustaría descansar, dormirme, pero estoy demasiado fatigada y al mismo tiempo tan excitada que no podría cerrar los ojos. Contemplo el cielo raso, siguiendo con la mirada las hojas de la guirnalda. Hoy me recuerda un sombrero, uno de esos de ala ancha que usaban las mujeres en tiempos pasados: sombreros como enormes aureolas, adornados con frutas y flores y plumas de pájaros exóticos; sombreros que representaban la idea del paraíso flotando exactamente encima de la cabeza, un pensamiento solidificado.
Dentro de un minuto, la guirnalda empezará a colorearse y yo empezaré a ver cosas. A este extremo llega mi cansancio: igual que cuando has conducido durante toda la noche, en la oscuridad, por alguna razón, ahora no debo pensar en eso, contando cuentos para mantenernos despiertos y turnándonos para conducir, y a medida que saliera el sol empezaras a ver cosas por el rabillo del ojo: animales atroces en los arbustos de la carretera, desdibujadas siluetas de hombres que desaparecen cuando los miras directamente.
Estoy demasiado cansada para continuar con este cuento. Estoy demasiado cansada para pensar dónde estoy. Aquí va un cuento diferente, uno mejor. Éste es el cuento de lo que le ocurrió a Moira.
Puedo completar parte de él por mi cuenta, de la otra parte me enteré por Alma, que se enteró por Dolores, que se enteró por Janine. Janine se enteró por Tía Lydia. Incluso en sitios de este tipo existen alianzas, incluso bajo tales circunstancias. Esto es algo de lo que puedes estar Segura: siempre habrá alianzas, de un tipo o de otro.
Tía Lydia llamó a Janine a su despacho.
Bendito sea el fruto, Janine, debió de haber dicho Tía Lydia, sin levantar la vista del escritorio, ante el cual estaba sentada escribiendo algo. Todas las reglas tienen siempre una excepción: de esto también puedes estar segura. A las Tías se les permite leer y escribir.
Que el Señor permita que madure, habría respondido Janine en tono apagado, con su voz transparente, su voz de clara de huevo cruda.
Siento que puedo confiar en ti, Janine, debió de haber dicho Tía Lydia, levantando por fin los ojos de la página y clavándolos en Janine con esa expresión tan característica mirándola a través de las gafas, una mirada que lograba ser al mismo tiempo amenazadora y suplicante. Ayúdame, decía esa mirada, estamos juntas en esto. Tú eres una chica de confianza, proseguía, no como algunas otras.
Pensó que todos los lloriqueos y arrepentimientos de Janine significaban algo, pensó que Janine se había quebrado, pensó que Janine era una auténtica creyente. Pero en aquel entonces Janine era como un cachorro que ha sido pateado muchas veces, por mucha gente, sin motivo alguno: se habría dejado llevar por cualquiera, habría dicho cualquier cosa, sólo por un momento de aprobación.
De modo que Janine debió de haber dicho: eso espero, Tía Lydia. Espero haberme hecho digna de tu confianza. O algo por el estilo.
Janine, dijo Tía Lydia, ha ocurrido algo terrible.
Janine clavó la vista en el suelo. Fuera lo que fuese, sabia que a ella no podrían culparla, ella era inocente. ¿Pero para qué le sirvió ser inocente en el pasado? Así que al mismo tiempo se sintió culpable, y como si estuviera a punto de ser castigada.
¿Sabes algo de eso, Janine?, le preguntó Tía Lydia suavemente.
No, Tía Lydia, dijo Janine. Sabía que en este momento resultaba imprescindible levantar la vista y mirar a Tía Lydia a los ojos. Lo logró al cabo de un momento.
Porque si lo sabes me sentiré muy defraudada, dijo Tía Lydia.
Pongo al Señor por testigo, repuso Janine en una muestra de su fervor.
Tía Lydia hizo una de sus pausas. Jugueteó con la pluma. Moira ya no está con nosotras, dijo finalmente.
Oh, se asombró Janine. Era neutral con respecto a esto. Moira no era amiga suya. ¿Ha muerto?, preguntó.
Entonces Tía Lydia le contó la historia. Durante los Ejercicios, Moira había levantado la mano para ir al lavabo. Y había desaparecido. Tía Elizabeth estaba de servicio en el lavabo. Se encontraba del lado de afuera, como de costumbre; Moira entró. Un momento después, Moira llamó a Tía Elizabeth: el retrete se estaba inundando, ¿podría Tía Elizabeth entrar y arreglarlo? Era verdad que a veces los retretes se inundaban. Personas no identificadas los llenaban de montones de papel higiénico para que ocurriera exactamente eso. Las Tías habían estado probando algún sistema infalible para evitarlo, pero los recursos eran escasos y en este momento se las tenían que arreglar con lo que tenían a mano, y no se les había ocurrido ningún modo de guardar el papel higiénico bajo llave. Probablemente deberían tenerlo al otro lado de la puerta, encima de una mesa, y entregar a cada persona una o varias hojas en el momento de entrar. Pero eso sería en el futuro. Lleva tiempo cogerle el truco a algo nuevo.
Tía Elizabeth, sin sospechar nada malo, entró en el lavabo. Tía Lydia tenía que admitir que había sido un poco insensato de su parte. Por otro lado, en anteriores ocasiones había entrado para arreglar algún retrete y no le había ocurrido ningún contratiempo.
Moira no estaba sentada, el agua se había derramado por el suelo, junto con varios trozos de materia fecal desintegrada. No era nada agradable, y Tía Elizabeth estaba enfadada. Moira se quedó amablemente a su lado y Tía Elizabeth se apresuró a entrar en el cubículo que Moira le había indicado y se inclinó sobre la parte posterior del retrete. Intentó levantar la tapa de porcelana y toquetear el dispositivo de la bola y la varilla del interior. Tenía ambas manos en la tapa cuando sintió que algo duro, puntiagudo y probablemente metálico se le clavaba en las costillas desde atrás. No te muevas, dijo Moira, o te lo clavaré hasta el fondo, te perforaré los pulmones.
Más tarde descubrieron que había desarmado el interior de uno de los retretes y había quitado la palanca puntiaguda y delgada, la parte que va unida por un extremo al brazo y por el otro a la cadena. No resulta muy difícil si sabes cómo hacerlo, y Moira tenía capacidad para la mecánica, ella misma arreglaba su coche cuando se trataba de algo sencillo. Inmediatamente después de este incidente, los retretes quedaron provistos con cadenas que sujetaban la parte superior, de manera tal que cuando se inundaban llevaba mucho tiempo abrirlos. De ese modo se inundaban a menudo.
Tía Elizabeth no podía ver con qué le apuntaba Moira. Es una mujer valiente…
Oh, sí, dijo Janine.
…pero no temeraria, dijo Tía Lydia frunciendo el ceño. Janine se había mostrado excesivamente entusiasta, cosa que a veces tenía la fuerza de una negación. Hizo lo que Moira le dijo, prosiguió Tía Lydia. Moira cogió el aguijón y el silbato de Tía Elizabeth y le ordenó que los desenganchara de su cinturón. Luego la obligó a bajar la escalera de prisa hasta el sótano. No estaban en el segundo piso sino en el primero, de modo que sólo tuvieron que bajar dos tramos de escalera. Era la hora en que tenían lugar las clases, así que los pasillos estaban vacíos. Vieron a otra de las Tías, pero ésta se encontraba en el extremo opuesto del pasillo y miraba en otra dirección En ese momento Tía Elizabeth podría haber gritado, pero sabía que Moira hablaba en serio; ésta había adquirido mala fama.
Oh, sí, dijo Janine.
Moira hizo avanzar a Tía Elizabeth a lo largo del pasillo de vestuarios vacíos, le hizo trasponer la puerta del gimnasio y entrar en la sala del horno. Le dijo que se desnudara.
Oh, dijo Janine en tono débil, como si protestara por este sacrilegio.
… y Moira se quitó sus ropas y se puso las de Tía Elizabeth, que no eran exactamente de su talla pero le quedaban bastante bien. No fue demasiado cruel con Tía Elizabeth, ya que le permitió ponerse su vestido rojo. Rompió el velo en tiras y con éstas ató a Tía Elizabeth detrás del horno. Le metió un montón de tela en la boca y se la ató con otra tira. Le rodeó el cuello con una tira y le ató el otro extremo a los pies, por detrás. Es una persona astuta y peligrosa, dijo Tía Lydia.