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– De acuerdo -respondo en tono indiferente. En realidad apenas puedo hablar.

No me dice por qué quiere jugar al Intelect conmigo. Y yo no se lo pregunto. Él se limita a sacar una caja de uno de los cajones de su escritorio, y la abre. Allí están las fichas de madera plastificada tal como las recuerdo, el tablero dividido en cuadros y los pequeños soportes para apoyar las letras. El Comandante vuelca las fichas encima del escritorio y empieza a ponerlas boca abajo. Lo ayudo.

– ¿Sabes jugar? -me pregunta.

Asiento.

Jugamos dos partidas. Formo la palabra laringe. Doselera. Membrillo. Cigoto. Sostengo las fichas brillantes de bordes suaves y paso el dedo por las letras. Me produce una sensación voluptuosa. Esto es la libertad, haciendo la vista gorda. Formo la palabra cojear. Hartar. Qué placer. Las fichas son como caramelos de menta, igual de frescos. De niños les llamábamos «camelos». Me gustaría ponérmelas en la boca. También deben de tener sabor a lima. La letra C. Crujiente, ligeramente ácido al paladar, delicioso.

Gano la primera partida, y le dejo ganar la segunda: aún no he descubierto cuáles son las condiciones, qué podré pedir yo a cambio.

Finalmente me dice que ya es hora de volver a casa. Esa es la expresión que utiliza: volver a casa. Se refiere a mi habitación. Me pregunta si llegaré bien, como si la escalera fuera una calle oscura. Le digo que sí. Abrimos la puerta de su despacho, sólo una rendija, para saber si se oye algo en el pasillo.

Esto es como tener una cita. Es como entrar a hurtadillas en el dormitorio, después de hora.

Esto es una conspiración.

– Gracias -me dice-. Por la partida -y luego agrega -: Quiero que me beses.

Pienso cómo podría arrancar la parte de atrás del retrete, el retrete de mi cuarto de baño, una de las noches en las que tomo un baño, rápida y silenciosamente para que Cora, que está afuera sentada en la silla, no pueda oírme. Podría sacar la varilla y ocultarla en mi manga, y traerla escondida la próxima vez que venga al despacho del Comandante, porque después de una petición como ésta siempre existe una próxima vez, al margen de que uno diga sí o no. Pienso cómo podría acercarme al Comandante y besarlo, aquí, a solas, y quitarle la chaqueta como si le permitiera o lo invitara a algo más, como una aproximación al amor verdadero, y rodearlo con los brazos y sacar la varilla de mi manga y súbitamente clavarle la punta afilada entre las costillas. Pienso en la sangre que derramaría, caliente como la sopa y llena de sexo, sobre mis manos.

En realidad no pienso en nada por el estilo. Es simplemente algo que agrego después. Tal vez tendría que haberlo pensado en ese momento, pero no lo hice. Como dije antes, esto es una reconstrucción.

– De acuerdo -le digo. Me acerco a él y pongo mis labios cerrados contra los suyos. Percibo el olor de la loción de afeitar, la de siempre, con una pizca de olor a naftalina, bastante familiar para mí. Pero él es como alguien a quien acabo de conocer.

Se aparta y me mira. Vuelve a sonreír con esa sonrisa tímida. Qué sinceridad.

– Así no -me dice-. Como si lo hicieras de verdad. Él estaba muy triste.

Esto también es una reconstrucción.

IX LA NOCHE

CAPÍTULO 24

Regreso por el pasillo en penumbras, subo la escalera alfombrada y entro a hurtadillas en mi habitación. Me siento en la silla, con las luces apagadas, con el vestido rojo abrochado y abotonado. Sólo se puede pensar claramente con la ropa puesta.

Lo que necesito es una perspectiva. La ilusión de profundidad creada por un marco, la disposición de las formas sobre una superficie plana. La perspectiva es necesaria. De lo contrario, sólo habría dos dimensiones. De lo contrario, uno viviría con la cara aplastada contra una pared, todo sería un enorme primer plano de detalles, pelos, el tejido de la sábana, las moléculas de la cara. La propia piel como un mapa, un gráfico de inutilidad entrecruzado por pequeñas carreteras que no conducen a ninguna parte. De lo contrario, uno viviría el momento. Que no es donde yo quiero estar.

Pero ahí es donde estoy, no hay escapatoria. El tiempo es una trampa en la que estoy cogida. Debo olvidarme de mi nombre secreto y del camino de retorno. Ahora mi nombre es Defred, y aquí es donde vivo.

Vive el presente, saca el mayor partido de él, es todo lo que tienes.

Tiempo para hacer el inventario.

Tengo treinta y tres años y el pelo castaño. Mido uno setenta descalza. Tengo dificultades para recordar el aspecto que tenía. Tengo ovarios sanos. Me queda una posibilidad.

Pero ahora, esta noche, algo ha cambiado. Las circunstancias se han modificado.

Puedo pedir algo. Tal vez no mucho, pero sí algo.

Los hombres son máquinas de sexo, decía Tía Lydia, y poca cosa más. Sólo quieren una cosa. Debéis aprender a influir en ellos para obtener vuestro propio beneficio. Llevadlos de las narices; ésa es una metáfora. Es lo natural, un recurso de Dios. Así son las cosas.

En realidad, Tía Lydia no dijo esto, pero estaba implícito en sus palabras. Flotaba sobre su cabeza, como las divisas doradas que llevaban los santos en la noche de los tiempos. Y al igual que ellos, era angulosa y descarnada.

¿Pero cómo encajar al Comandante en esto, tal como él vive en su despacho, con sus juegos de palabras y sus deseos, para qué? Para que juegue con él, para que lo bese suavemente, como si lo hiciera de verdad.

Sé que necesito considerar seriamente este deseo suyo. Podría ser importante, podría ser un pasaporte, podría ser mi perdición. Debo ser seria con respecto a esto, tengo que meditarlo. Pero haga lo que haga, aquí sentada en la oscuridad, con los reflectores iluminando el rectángulo de mi ventana desde afuera y a través de las cortinas diáfanas como un vestido de novia, como un ectoplasma, con una de mis manos sujetando la otra, balanceándome un poco hacia atrás y hacia delante, haga lo que haga, en todo esto hay algo gracioso.

Quería que jugara al Intelect con él, y que lo besara como si lo hiciera de verdad.

Ésta es una de las cosas más curiosas que jamás me han ocurrido.

El contexto es todo.

Recuerdo un programa de televisión que vi una vez, una reposición de un programa hecho varios años antes. Yo debía de tener siete u ocho años, era demasiado joven para entenderlo. Era el tipo de programa que a mi madre le encantaba ver: histórico, educativo. Más tarde intentó explicármelo, contarme que las cosas que allí aparecían habían ocurrido realmente, pero para mí sólo era un cuento. Yo creía que alguien se lo había inventado. Supongo que todos los niños piensan lo mismo de cualquier historia anterior a su propia época. Si sólo es un cuento, parece menos espantoso.

El programa consistía en un documental sobre una de aquellas guerras. Entrevistaban a la gente y mostraban fragmentos de películas de la época, en blanco y negro, y fotografías. No recuerdo mucho del documental, pero sí recuerdo la calidad de las imágenes, cómo en ellas todo parecía cubierto con una mezcla de luz del sol y polvo, y lo oscuras que eran las sombras de debajo de las cejas y de los pómulos.

Las entrevistas a las personas que aún estaban vivas estaban rodadas en color. La que mejor recuerdo es la que le hacían a una mujer que había sido amante de un hombre que supervisaba uno de los campos donde encerraban a los judíos antes de matarlos. En hornos, según decía mi madre; pero no había ninguna imagen de los hornos, de modo que me formé la idea de que esas muertes habían tenido lugar en la cocina. Para un niño, esta idea encierra algo especialmente aterrador. Los hornos sirven para cocinar, y cocinar es lo que se hace antes de comer. Me imaginaba que a aquellas personas se las habían comido. Y supongo que, en cierto modo, es lo que les ocurrió.