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Por lo que decían, aquel hombre había sido cruel y brutal. Su amante -mi madre me explicó el significado de la palabra amante, no le gustaban los misterios; cuando yo tenía cuatro años, me compró un libro sobre los órganos sexuales- había sido una mujer muy hermosa. Se veía una foto en blanco y negro de ella y de otra mujer, vestidas con el bañador de dos piezas, los zapatos de plataforma y la pamela que se usaban en esa época; llevaban gafas de sol con forma de ojos de gato y estaban tendidas en unas tumbonas junto a la piscina. La piscina estaba junto a la casa, que estaba cerca del campo donde tenían los hornos. La mujer dijo que no había notado nada fuera de lo normal. Negó estar enterada de la existencia de los hornos.

En el momento de la entrevista, cuarenta o cincuenta años más tarde, se estaba muriendo de un enfisema. Tosía mucho y se la veía muy delgada, casi demacrada. Pero aún se sentía orgullosa de su aspecto. (Mírala, decía mi madre un poco a regañadientes y con cierto tono de admiración Aún se siente orgullosa de su aspecto.) Estaba cuidadosamente maquillada, con mucho rímel en las pestañas y colorete en los pómulos, y tenía la piel estirada como un guante de goma inflado. Llevaba joyas.

No era un monstruo, decía. La gente dice que él era un monstruo, pero no es verdad.

¿En qué debía de estar pensando? Supongo que en nada; no en el pasado, no en ese momento. Estaba pensando en cómo no pensar. Era una época anormal. Ella estaba orgullosa de su aspecto. No creía que él fuera un monstruo. No lo era, para ella. Probablemente tenía algún rasgo atractivo: silbaba desafinadamente bajo la ducha, le gustaban las trufas, llamaba Liebchen a su perro y lo hacía sentar para darle trocitos de carne cruda. Qué fácil resulta inventar la humanidad de cualquiera. Qué tentación realizable. Un niño grande, debe de haberse dicho a sí misma. Se le debió de ablandar el corazón, debió de apartarle el pelo de la frente y le besó la oreja, no precisamente para obtener algo de él. Era el instinto tranquilizador, el instinto de mejorar las cosas. Vamos, vamos, le diría cuando él se despertaba a causa de una pesadilla. Esto es muy duro para ti. Esto es lo que ella debía de creer porque de lo contrario, ¿cómo pudo seguir viviendo? Debajo de esa belleza se ocultaba una mujer normal. Creía en la decencia, era amable con la criada judía, o bastante amable, o más amable de lo que la criada se merecía.

Algunos días después de que se rodara esta entrevista, se suicidó. Lo dijeron por la televisión.

Nadie le preguntó si lo había amado o no.

Lo que ahora recuerdo, más claramente que cualquier otra cosa, es el maquillaje.

Me pongo de pie en la oscuridad y empiezo a desabotonarme. Entonces oigo algo dentro de mi cuerpo. Me he roto, algo se me ha partido, debe de ser eso. El ruido sube y sale desde el lugar roto hasta mi cara. Sin advertencia: yo no estaba pensando en nada. Si dejo que este sonido salga al aire, se convertirá en una carcajada demasiado fuerte, alguien podría oír y entonces habría idas y venidas, órdenes y quién sabe qué más. Conclusión: emoción inadecuada a las circunstancias El útero que desvaría solían pensar. Histeria. Y luego una aguja, una píldora. Podría ser fatal.

Me pongo las dos manos delante de la boca, como si estuviera a punto de vomitar; caigo de rodillas, la carcajada hierve en mi garganta como si fuera lava. Gateo hasta el armario y subo las rodillas; me voy a ahogar aquí dentro. Me duelen las costillas de tanto contener la risa. Tiemblo, me sacudo, sísmica, voy a estallar como un volcán. El armario queda completamente rojo, carcajada rima con preñada, oh, morirse de risa.

Oculto la cara en los pliegues de la capa colgada, cierro con fuerza los ojos y me empiezan a brotar las lágrimas. Intento calmarme.

Al cabo de un rato se me pasa, como si se tratara de un ataque de epilepsia. Aquí estoy, dentro del armario. Nolite te bastardes carborundorum. No puedo verlo en la oscuridad, pero sigo las diminutas letras con la punta de los dedos, como si se tratara de un código en Braille. Ahora resuena en mi cabeza, no tanto como una oración sino como una orden, ¿pero para hacer qué? En cualquier caso, para mí es inútil, es como un antiguo jeroglífico cuya clave se ha perdido. ¿Por qué lo escribió, por qué se molestó en hacerlo? No hay manera de salir de aquí.

Me quedo acostada en el suelo, respirando aceleradamente, luego más despacio, nivelando la respiración, como en los ejercicios para el parto. Lo único que oigo ahora es el sonido de mi corazón, que se abre y se cierra, se abre y se cierra, se abre.

X LOS PERGAMINOS ESPIRITUALES

CAPÍTULO 25

Lo primero que oí a la mañana siguiente fue un grito y un estrépito. Era Cora, que había dejado caer la bandeja del desayuno. Me despertó. Todavía tenía medio cuerpo dentro del armario, y la cabeza sobre la capa, que no era más que un bulto. Seguramente la descolgué de la percha y me quedé dormida encima de ella. Al principio no pude recordar dónde me encontraba. Cora estaba arrodillada a mi lado, sentí que me tocaba la espalda. Cuando me moví, volvió a gritar.

¿Qué pasa?, le pregunté. Di una vuelta y me incorporé.

Oh, dijo. Creí…

¿Qué creyó?

Como…, agrego.

Los huevos estaban en el suelo, rotos, y había zumo de naranja y cristales hechos añicos.

Tendré que traer otro, dijo. Qué desperdicio. ¿Qué hacías tirada en el suelo? Me cogió para ayudarme a levantarme y ponerme de pie.

No quise decirle que no me había acostado en toda la noche. No habría sabido cómo explicárselo. Le dije que debía de haberme desmayado. Fue casi peor, porque empezó a sacar sus conclusiones.

Es uno de los primeros síntomas, dijo en tono de satisfacción. Eso, y los vómitos. Tendría que haberse dado cuenta de que no había pasado el tiempo suficiente; pero tenía muchas esperanzas.

No, no es eso, le dije. Estaba sentada en la silla. Estoy segura de que no es eso. Simplemente me mareé. Estaba aquí, y todo empezó a oscurecerse.

Debe de haber sido por la tensión de ayer, dijo. Quítate esto.

Se refería al Nacimiento, y yo le dije que sí. En ese momento yo estaba sentada en la silla y ella arrodillada a mi lado, recogiendo los trozos de huevo y los cristales rotos y juntándolos en la bandeja. Secó parte del zumo de naranja con la servilleta de papel.

Tendré que traer un paño, comentó. Querrán saber por qué traigo más huevos. A menos que te arregles sin ellos. Me miró de reojo, furtivamente, y comprendí que sería mejor que ambas fingiéramos que yo me había tomado todo el desayuno. Si ella decía que me había encontrado tirada en el suelo, habría demasiadas preguntas. De cualquier manera, tendría que explicar la rotura del vaso; pero Rita se pondría de mal humor si tenía que preparar el desayuno por segunda vez.

Me las arreglaré sin ellos, le aseguré. No tengo mucho hambre. Fue perfecto, porque encajaba con lo del mareo. Pero me comeré la tostada, agregué. No quería quedarme totalmente en ayunas.

Está en el suelo, me advirtió.

No importa, le dije. Me senté a comer la tostada mientras ella entraba en el cuarto de baño y tiraba en el retrete el puñado de huevo que no había podido recuperar. Luego volvió a salir.

Diré que al salir se me cayó la bandeja, anunció.

Me gustó que estuviera dispuesta a mentir por mí, incluso en algo tan insignificante, aunque fuera en su propio beneficio. Era una manera de estar unidas.

Le sonreí. Espero que nadie te haya oído, le dije.

Me llevé un buen susto, dijo, deteniéndose en la entrada, con la bandeja en la mano. Al principio pensé que sólo eran tus ropas. Luego me dije ¿qué hacen sus ropas en el suelo? Pensé que tal vez te habías…

Fugado, agregué.

Bueno, casi, reconoció. Pero eras tú.