El Comandante se mostraba paciente cuando yo dudaba o le preguntaba cuál era la ortografía correcta de una palabra. Siempre estamos a tiempo de consultar el diccionario, dijo. Dijo podemos. Me di cuenta de que la primera vez me había dejado ganar.
Esperaba que aquella noche todo fuera igual, incluyendo el beso de buenas noches. Pero cuando terminamos la partida, se echó hacia atrás en la silla. Apoyó los codos en los brazos de la silla, juntó las yemas de los dedos y me miró.
Tengo un pequeño regalo para ti, anunció.
Sonrió levemente. Luego abrió el cajón superior de su escritorio y sacó algo. Lo sostuvo un momento entre sus manos, como decidiendo si dármelo o no. Aunque desde donde yo estaba la veía del revés, la reconocí de inmediato. En un tiempo habían sido algo muy común. Era una revista, una revista femenina, según deduje al ver la foto sobre el papel satinado: una modelo con el pelo ahuecado, el cuello envuelto por una bufanda, los labios pintados; la moda de otoño. Yo creía que todas esas revistas habían sido destruidas, pero quedaba una y estaba aquí, en el despacho privado del Comandante, donde menos esperabas encontrarte algo así. Miró a la modelo, que estaba de cara a él; aún sonreía, con esa sonrisa melancólica que lo caracterizaba. Su mirada fue la misma que uno dedicaría a un animal del zoológico cuya especie está casi extinguida.
Clavé la mirada en la revista, mientras él la balanceaba delante de mí como si se tratara de un anzuelo, y la deseé. La deseé con tanta fuerza que sentí dolor en las puntas de los dedos. Al mismo tiempo, mi ansia me pareció frívola y absurda porque en otros tiempos me había tomado bastante a la ligera este tipo de revistas. Las leía en la consulta del dentista y a veces en los aviones; las compraba para llevarlas a las habitaciones de los hoteles, como una manera de llenar el tiempo libre mientras esperaba a Luke. Una vez que las había hojeado las tiraba, porque eran absolutamente desechables, y uno o dos días más tarde era incapaz de recordar lo que había leído en ellas.
Sin embargo, en aquel momento lo recordé. Lo que había en ellas era una promesa. Comerciaban con la transformación; sugerían una interminable serie de posibilidades extendiéndose como una imagen en dos espejos enfrentados, multiplicándose, réplica tras réplica hasta desaparecer. Sugerían una aventura tras otra, un guardarropa tras otro, una reforma tras otra, un hombre tras otro. Sugerían el rejuvenecimiento, la derrota y la superación del dolor, el amor infinito. La verdadera promesa que encerraban era la inmoralidad.
Esto era lo que él sostenía entre sus manos, sin saberlo. Pasó rápidamente las páginas, y noté que me inclinaba hacia delante.
Es antigua, comentó, una especie de curiosidad. De la década de los setenta, creo. Es una Vogue, dijo como un experto en vinos que deja caer un nombre. Pensé que te gustaría mirarla.
Me eché hacia atrás. Él podía estar sometiéndome a una prueba para saber cuán profundamente había calado en mí el adoctrinamiento. No está permitida, respondí.
Aquí sí, dijo serenamente. Comprendí de inmediato. Si se había quebrado el tabú principal, ¿por qué dudar ante uno menos importante? Y ante otro, y otro. ¿Quién podía saber dónde terminarían? Detrás de esta puerta, el tabú quedaba desterrado.
Cogí la revista de sus manos y la di vuelta. Aquí estaban, otra vez, las imágenes de mi niñez: atrevidas, arrolladoras, seguras de sí mismas, con los brazos abiertos como si exigieran espacio, con las piernas abiertas y los pies firmemente apoyados en el suelo. Habla algo de Renaissance en la pose, pero yo pensaba en los príncipes y no en las doncellas con cofias y rizos. Aquellos ojos sinceros, sombreados con maquillaje, sí, pero iguales a los ojos de los gatos, fijos y esperando el momento para saltar. Sin retroceder ni aferrarse, no con esas capas y esos trajes de tweed basto y esas botas hasta la rodilla. Esas mujeres eran como piratas, con sus elegantes carteras para guardar el botín y sus dentaduras caballunas y codiciosas.
Noté que el Comandante me observaba mientras yo pasaba las páginas. Yo sabia que estaba haciendo algo que no tenía que estar haciendo, y que a él le producía placer mirar cómo lo hacía. Tendría que haberme sentido perversa; a los ojos de Tía Lydia, era una perversa. Pero no me sentía así. Por el contrario, me sentía como una antigua postal eduardiana de la costa: atrevida. ¿Qué me daría a continuación? ¿Una faja?
¿Por qué la guarda?, le pregunté.
Algunos de nosotros, explicó, conservamos el aprecio por las cosas antiguas.
Pero se suponía que éstas habían sido quemadas, argumenté. Se hicieron registros casa por casa, hogueras…
Lo que representa un peligro en manos de las masas, prosiguió, cosa que en algunos casos ha sido una ironía, y en otros no, está a salvo en manos de aquellos cuyos motivos son…
Impecables, concluí.
Asintió con expresión grave. Era imposible saber si hablaba en serio o no.
¿Pero por qué me la enseña?, le pregunté y de inmediato me sentí estúpida. ¿Qué podía responderme? ¿Que se estaba divirtiendo a costa mía? Porque él debía de saber lo doloroso que para mí resultaba recordar el pasado.
No estaba preparada para lo que en realidad respondió. ¿A qué otra persona podría enseñársela?, me dijo mostrando otra vez una expresión de tristeza.
¿Y si fuera más lejos?, pensé. No quería apremiarlo ni presionarlo. Sabía que yo era prescindible. Sin embargo, le pregunté muy suavemente: ¿ Y su Esposa?
Pareció reflexionar. No, dijo. Ella no comprendería. De todos modos, ya no me habla mucho. Parece que ahora no tenemos muchas cosas en común.
Lo había dicho, había revelado lo que pensaba: su esposa no lo comprendía.
Entonces yo estaba allí por esa razón. Lo mismo de siempre. Demasiado trivial para ser cierto.
La tercera noche le pedí un poco de loción para las manos. No quería parecer pedigüeña, pero necesitaba saber lo que podía conseguir.
¿Un poco de qué?, me preguntó en tono amable, como de costumbre. Él estaba frente a mí, al otro lado del escritorio. Nunca me tocaba mucho, salvo para el beso obligatorio. Ni manoseos, ni jadeos, ni nada de eso; habría sido algo fuera de lugar, en cierto sentido, tanto para él como para mí.
Loción para las manos, repetí. O para la cara. Se nos seca mucho la piel. Por alguna razón, dije nos en lugar de me. Me habría gustado pedirle también unas sales de baño, de esas que se conseguían antes, que parecían pequeños globos de colores, y que me resultaban algo tan mágico cuando las veía en casa, en el bol redondo de cristal que mi madre tenía en el cuarto de baño. Pero pensé que él 110 sabría de qué se trataba. De cualquier manera, probablemente ya no las fabricaban.
¿Se os seca?, preguntó el Comandante, como si nunca hubiera pensado en ello. ¿Y qué hacéis para remediarlo?
Usamos mantequilla, le expliqué. Cuando la conseguirnos. O margarina. La mayor parte de las veces es margarina.
Mantequilla, repitió en tono reflexivo. Una idea muy inteligente. Mantequilla. Y se echó a reír.
Sentí deseos de abofetearlo.
Creo que podría conseguir un poco, comentó, como quien complace a un niño que pide un chicle de globo. Pero ella podría notar el olor.