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Me pregunté si este temor se basaría en alguna experiencia pasada. Mucho tiempo atrás: lápiz labial en el cuello de la camisa, perfume en los puños, una escena a altas horas de la noche, en la cocina o en el dormitorio. Un hombre que no hubiera vivido semejante experiencia, no pensaría en eso. A menos que fuera más astuto de lo que parecía.

Tendré cuidado, le aseguré. Además, ella nunca está tan cerca de mí.

A veces, sí, aclaró.

Bajé la mirada. Lo había olvidado. Sentí que me ruborizaba. Esas noches no la usaré, le dije.

La cuarta noche me trajo la loción de manos en un frasco de plástico sin etiqueta. No era de muy buena calidad, olía ligeramente a aceite vegetal. Para mí no existía el Lirio de los Valles. Esta loción debía de ser algo que fabricaban para usar en los hospitales, para curar las llagas. Pero de todas maneras se lo agradecí.

El problema, le dije, es que no tengo dónde guardarla.

En tu habitación, dijo, como si fuera obvio.

La encontrarían, repuse. Alguien la encontraría.

¿Por qué?, preguntó, como si realmente no lo supiera. Y tal vez no lo sabía. No era la primera vez que daba muestras de ignorar realmente las condiciones reales en las que vivíamos.

Nos revisan, expliqué. Revisan nuestras habitaciones.

¿Para qué?, me preguntó.

Creo que en ese momento perdí ligeramente los estribos. Hojas de afeitar, le espeté. Libros, escritos, cosas del mercado negro. Cualquiera de las cosas que no debemos tener. Jesucristo, usted debería saberlo. Mi voz sonaba más furiosa de lo que yo quería, pero él ni siquiera pestañeó.

Entonces tendrás que guardarla aquí, concluyó.

Y eso hice.

Mientras yo extendía la loción por mis manos y luego por mi cara, me miró con la misma expresión de quien mira a través de unos barrotes. Quise girarme de espaldas a él -era como si estuviera conmigo en el cuarto de baño-, pero no me atreví.

Para él, debo recordarlo, sólo soy un capricho.

CAPÍTULO 26

Dos o tres semanas más tarde, cuando llegó la noche de la Ceremonia, tuve la impresión de que las cosas eran diferentes. Había una incomodidad que nunca había existido. Antes yo la consideraba un trabajo, un trabajo desagradable que había que hacer lo más rápido posible para quitárselo de encima. Insensibilízate, solía decir mi madre antes de los exámenes por los que yo no quería pasar, o de los baños en agua fría. En aquel momento no pensé mucho en lo que la frase significaba, pero tenía algo que ver con el metal, con una armadura, y eso es lo que debería hacer, debería insensibilizarme. Simularé no estar presente, que mi cuerpo no está presente.

Supe que ese estado de ausencia, de existir separado del cuerpo, también era verdad en el caso del Comandante. Probablemente pensaba en otras cosas cuando estaba conmigo; con nosotras, porque por supuesto Serena Joy también estaba allí aquellas noches. Debía de pensar en lo que había hecho durante el día, o en las partidas de golf, o en lo que había comido para cenar. El acto sexual -aunque lo ejecutaba de una manera mecánica- para él debía de ser, en gran parte, algo inconsciente, igual que rascarse.

Pero aquella noche, la primera después de este nuevo acuerdo entre nosotros -fuera lo que fuese, no sabía cómo llamarle-, sentí vergüenza hacia él. Lo primero que sentí fue que me miraba realmente, y no me gustó. Las luces estaban encendidas como de costumbre -puesto que Serena Joy siempre anulaba cualquier cosa que hubiera podido crear una aureola de romance o erotismo-, pero eran tenues: luces encima de nuestras cabezas, luces que resultaban molestas a pesar del dosel. Era como estar sobre una mesa de operaciones bajo un foco deslumbrante; como estar en un escenario. Era consciente de que tenía las piernas llenas de vello, con ese vello disperso que crece, en las piernas que ya han sido afeitadas. También era consciente del vello de mis axilas, aunque por supuesto él no podía verlo. El acto de la cópula, la fecundación tal vez -que para mí no tendría que haber sido más de lo que una abeja es para una flor-, se había convertido a mi modo de ver en algo indecoroso, en una incorrección cosa que nunca había sentido.

Él ya no era una cosa para mi. Ahí estaba el problema. Me di cuenta aquella noche, y esta comprensión no me ha abandonado. Las cosas se complican.

Serena Joy también ha cambiado para mí. Antes simplemente la odiaba por su participación en lo que me hacían; y porque ella también me odiaba y tomaba a mal mi presencia, y porque sería la que criaría a mi hijo, si era capaz de tener uno. Pero en aquel momento, aunque la odiaba -no más que cuando me apretaba las manos con tanta fuerza que sus anillos me pellizcaban la piel, y al mismo tiempo me las sujetaba, cosa que debía de hacer adrede para que me sintiera tan incómoda como ella-, ya no sentía por ella un odio puro y simple. En parte sentía celos de ella; pero, ¿cómo podía estar celosa de una mujer tan obviamente marchita y desgraciada? Uno sólo puede sentir celos de una persona que tiene algo que debería pertenecerle a uno. De todos modos, estaba celosa.

Pero también me sentía culpable con respecto a ella. Sentía que era una intrusa que invadía un territorio que debería haber sido suyo. Ahora que veía al Comandante a escondidas, aunque sólo fuera para jugar sus juegos y oírlo hablar, nuestros roles ya no eran tan diferentes como deberían de haber sido en teoría. Aunque ella no lo supiera, yo le estaba quitando algo. Estaba robando. No importaba que se tratara de algo que ella aparentemente no quería o no necesitaba, o incluso rechazaba; de todos modos, era suyo, y si yo se lo quitaba, si le quitaba esta misteriosa cosa que me resulta imposible definir -porque el Comandante no estaba enamorado de mí, me negaba a creer que sintiera por mí algo tan extremo-, ¿qué le quedaría?

¿Por qué preocuparme?, me dije. Ella no significa nada para mí, no le gusto, si pudiera inventar alguna excusa, me echaría de esta casa de inmediato. Si lo descubriera, por ejemplo. Él no estaría en condiciones de intervenir para salvarme; las transgresiones de las mujeres de la casa -sea una Martha o una Criada- están únicamente bajo la jurisdicción de las Esposas. Yo sabía que ella era una mujer maliciosa y vengativa. Sin embargo no podía librarme de este pequeño remordimiento con respecto a ella.

Además, aunque Serena Joy no lo sabía, yo tenía cierto poder sobre su persona. Y disfrutaba. ¿Por qué fingir? Disfrutaba muchísimo.

Pero el Comandante podría haberme descubierto muy fácilmente, con una mirada, un gesto, algún pequeño desliz que revelara que había algo entre nosotros. Estuvo a punto de hacerlo la noche de la Ceremonia. Estiró la mano como si fuera a tocarme la cara; yo moví la cabeza hacia un lado, abrigando la esperanza de que Serena Joy no lo hubiera notado, y él apartó la mano y se concentró en sus pensamientos y en su viaje interior.

No vuelva a hacerlo, le dije cuando volvimos a encontrarnos a solas.

¿Hacer qué?, preguntó.

Intentar tocarme de esa manera cuando estamos… cuando ella está allí.

¿Eso hice?, se asombró.

Podría lograr que me trasladaran, le dije. A las Colonias, ya lo sabe, O algo peor. Yo pensaba que delante de los demás, él seguiría actuando como si yo fuera un enorme florero, o una ventana: parte del decorado, inanimada o transparente.

Lo Siento, se disculpó. No era mi intención. Pero me resulta…

¿Qué?, lo insté a que concluyera la frase.

Impersonal, afirmó.

¿Y ahora lo descubre?, le pregunté. Por mi manera de hablar, habréis advertido que nuestras relaciones ya habían cambiado.

Para las generaciones venideras, dijo Tía Lydia, todo será más fácil. Las mujeres vivirán juntas y en armonía, formando una sola familia. Para ellas seréis como hijas, y cuando el nivel de la población se haya estabilizado otra vez, no tendremos que trasladaros de una casa a otra, porque seréis suficientes. Bajo tales condiciones podrán crearse verdaderos lazos afectivos, dijo guiñándonos un ojo zalameramente. ¡Las mujeres estarán unidas por un único objetivo! Se ayudarán mutuamente en las faenas cotidianas mientras recorren juntas el sendero de la vida, cada una cumpliendo con la tarea que le ha sido asignada. ¿Por qué dejar que una sola mujer cargue con todas las tareas necesarias para la correcta administración de una casa? No es razonable, ni humano. Vuestras hijas gozarán de mayor libertad. Estamos luchando con el fin de poder darle un pequeño jardín a cada una, a cada una de vosotras -volvía a juntar las manos y bajaba la voz-, y eso es sólo un ejemplo. Levantaba el dedo y lo agitaba delante de nuestras narices. Pero hasta que esto pueda realizarse, no podemos comportarnos como tragonas y pedir demasiado, ¿no os parece?