Esto no han querido destruirlo.
Giramos de espaldas al Muro y caminamos hacia la izquierda. Aquí hay varios almacenes vacíos que tienen los cristales de los escaparates garabateados con jabón. Intento recordar lo que en otros tiempos vendían. ¿Cosméticos? ¿Joyas? La mayor parte de las tiendas que vendían artículos para hombre, aún están abiertas; solamente han sido cerradas las que vendían lo que ellos llaman vanidades.
En la esquina existe una tienda llamada Pergaminos Espirituales. Es un santuario: hay Pergaminos Espirituales en el centro de cada ciudad, en cada suburbio, o eso dicen. Deben de producir pingües beneficios.
El escaparate de Pergaminos Espirituales es de cristal inastillable. Detrás de éste se ven filas y filas de máquinas impresoras; estas máquinas se conocen con el nombre de Rollos Sagrados, pero sólo entre nosotras, porque es un nombre irrespetuoso, un mote. Lo que las máquinas imprimen son plegarias, rollos y más rollos que nunca terminan de salir. Los pedidos se hacen por Compufono; un día, por casualidad, oí que la Esposa del Comandante lo hacía. El hecho de pedir plegarias a Pergaminos Espirituales es una muestra de piedad y lealtad al régimen; así que, naturalmente, las Esposas de los Comandantes lo hacen muy a menudo. Esto sustenta las carreras de sus esposos.
Existen cinco tipos diferentes de plegarias: para la salud, la riqueza, una muerte, un nacimiento, un pecado. Escoges la que quieres, pulsas tu propio número para que tu cuenta quede cargada, y pulsas el número de copias que quieres de la plegaria.
Mientras imprimen las plegarias, las máquinas hablan; si quieres, puedes entrar y escuchar sus voces inexpresivas y metálicas que repiten la misma cantinela una y otra vez. Cuando las plegarias han sido pronunciadas e impresas, se enrolla otro papel en la ranura y el ciclo vuelve a comenzar. En el interior del edificio no hay nadie: las máquinas funcionan solas. Desde afuera no se pueden oír las voces; sólo se oye un murmullo, un canturreo, como el de una devota multitud arrodillada. Cada máquina tiene pintado un ojo dorado al costado, flanqueado por dos pequeñas alas doradas.
Intento recordar lo que vendían aquí cuando esto era una tienda, antes de que se convirtiera en Pergaminos Espirituales. Creo que era una lencería. ¿Estuches rosados y plateados, medias de colores, sujetadores de encaje, fulares de seda? Todo se ha perdido.
Deglen y yo nos detenemos en Pergaminos Espirituales; miramos el escaparate de cristal inastillable, observamos las plegarias que brotan de las máquinas y desaparecen nuevamente a través de la ranura, de regreso al reino de lo innombrado. Aparto la mirada. Lo que veo no son las máquinas sino a Deglen, reflejada en el cristal del escaparate. Me mira fijamente.
Nos estamos mirando a los ojos. Es la primera vez que miro a Deglen directamente a los ojos, sosteniendo la mirada, no de reojo. Su rostro es ovalado, rosado, relleno sin ser gordo, y sus ojos son redondos.
Mira mis ojos en el cristal, penetrante y firmemente. Ahora resulta difícil apartar la vista. Esta visión me produce cierto sobresalto. Es como ver a alguien desnudo por primera vez. Súbitamente, entre nosotras se instala un peligro que antes no había existido. Incluso el hecho de mirarse a los ojos supone un riesgo. Sin embargo, no hay nadie cerca de nosotras.
Por fin, Deglen rompe el silencio.
– ¿Crees que Dios oye estas máquinas? -pregunta en un susurro, como acostumbrábamos hacer en el Centro.
En el pasado, esta observación habría sido bastante trivial, una especie de especulación erudita. En este momento es una traición.
Podría empezar a gritar. Podría salir corriendo. Podría apartarme de ella silenciosamente, demostrarle que no toleraré este tipo de conversación en mi presencia. Subversión, sedición, blasfemia, herejía, todo en uno.
Me insensibilizo.
– No -respondo.
Deja escapar un suspiro, un largo suspiro de alivio. Hemos atravesado juntas un límite invisible.
– Yo tampoco -afirma.
– De todos modos supongo que es un tipo de fe -comento-. Como los molinillos de oraciones tibetanos.
– ¿Qué es eso? -pregunta.
– Sólo sé lo que he leído -explico-. Funcionaban movidos por el viento. Ya no existen.
– Igual que todo lo demás -replica. Sólo ahora dejamos de mirarnos.
– ¿Este lugar es seguro? -susurro.
– Supongo que es el más seguro -dice-. Es como si estuviéramos rezando, eso es todo.
– ¿Y qué me dices de ellos?
– ¿Ellos? -pregunta, aún en un susurro-. La calle siempre es más segura, no hay micros, y además, ¿por qué iban a poner uno justamente aquí? Deben de pensar que nadie se atrevería. Pero ya hemos estado aquí demasiado tiempo. No tiene sentido llegar tarde -nos giramos al mismo tiempo-. Mantén la cabeza baja mientras caminamos -me indica-, e inclínate un poco hacia mí. Así podré oírte mejor. Si se acerca alguien, no hables.
Caminamos con la cabeza gacha, como de costumbre. Estoy tan excitada que me resulta difícil respirar, pero avanzo con paso firme. Ahora más que nunca debo evitar llamar la atención.
– Creí que eras una auténtica creyente -dice Deglen.
– Yo pensaba lo mismo de ti -respondo.
– Siempre te mostrabas asquerosamente piadosa.
– Tú también -replico. Siento deseos de reír, de gritar, de abrazarla.
– Podemos unirnos -propone.
– ¿Unirnos? -pregunto. Entonces hay un nos, existe un nosotros. Lo sabia.
– No creerás que soy la única.
No lo creía. Se me ocurre pensar que ella podría ser una espía, una estratagema para atraparme; éste es el terreno en el que nos movemos. Pero no puedo creerlo. La esperanza brota en mi interior, como la savia de un árbol. O la sangre en una herida. Hemos abierto una brecha.
Quiero preguntarle si ha visto a Moira, si alguien puede averiguar lo que le ha ocurrido a Luke, a mi hija, incluso a mi madre, pero ya no hay tiempo. Nos acercamos a la esquina de la calle principal, donde se encuentra la primera barrera. Habrá demasiada gente.
– No digas una sola palabra -me advierte Deglen, aunque no es necesario-. Bajo ningún concepto.
– Claro que no -la tranquilizo-. ¿A quién iba a decírselo?
Caminamos en silencio por la calle principal, pasamos junto a Azucenas y a Todo Carne. Esta tarde, en las aceras se ve más gente que de costumbre: debe de ser el calor. Mujeres vestidas de verde, de azul, de rojo, de rayas; también hay hombres, algunos de uniforme y otros con traje de paisano. El sol es de todos, aún sigue allí para disfrutar de él. Aunque ahora nadie toma baños de sol, al menos en público.
También hay más coches, Whirlwinds con sus choferes y sus apoltronados ocupantes, coches de menor categoría conducidos por hombres de menor categoría.
Está ocurriendo algo: se produce un alboroto, una agitación entre los coches. Algunos se colocan a un costado, como apartándose del camino. Echo una mirada rápida: es una furgoneta negra con el ojo blanco a un costado. No lleva conectada la sirena, pero de todos modos los otros coches la eluden. Atraviesa la calle lentamente, como si buscara algo: un tiburón al acecho.
Me quedo inmóvil y un escalofrío recorre mi cuerpo de pies a cabeza. Debía de haber micrófonos, entonces nos oyeron.
Cubriéndose la mano con la manga, Deglen me coge del brazo.
– No te detengas -murmura-. Haz como si no hubieras visto nada.
Pero no puedo dejar de mirar. La furgoneta frena exactamente delante de nosotras. Dos Ojos vestidos con traje gris saltan desde las puertas traseras, ahora abiertas. Cogen a un hombre que va caminando, un hombre con una cartera, un hombre de aspecto corriente, y lo empujan contra el costado de la furgoneta. Él se queda allí un momento, aplastado contra el metal, como si estuviera pegado. Entonces uno de los Ojos se acerca a él y realiza un movimiento brusco y brutal que hace que el hombre se doble y caiga convertido en un trapo. Lo levantan y lo arrojan en la parte posterior de la furgoneta, como si fuera una saca del correo. Luego suben ellos, las puertas se cierran y la furgoneta arranca.