Todo ocurre en cuestión de segundos y el tránsito se reanuda como si nada hubiera sucedido.
Siento alivio. No se trataba de mi.
CAPITULO 28
Esta tarde no tengo ganas de dormir la siesta, aún tengo muy alto el nivel de adrenalina. Me instalo en el asiento de la ventana y miro a través de las cortinas semitransparentes. Camisón blanco. La ventana está abierta al máximo, por ella penetra una leve brisa, caliente a causa del sol, y la tela blanca me golpea la cara. Desde afuera -con la cara cubierta por la cortina y sólo el perfil a la Vista, la nariz, la boca vendada, los ojos ciegos- seguramente parezca un capullo, un espectro. Me gusta la sensación que me produce la tela suave al rozarme la piel. Es como estar en una nube.
Me han proporcionado un ventilador eléctrico pequeño, que disipa la humedad del aire. Está en un rincón, en el suelo, y sus paletas -enmarcadas por una rejilla- emiten un zumbido. Si yo fuera Moira, sabría cómo desarmarlo para utilizar sus bordes cortantes. No tengo destornillador, aunque si fuera Moira no lo necesitaría. Pero no soy Moira.
¿Qué opinaría del Comandante, si estuviera aquí? Seguramente no le gustaría. Tampoco le gustaba Luke, en aquel entonces. No es que no le gustara Luke, sino el hecho de que estuviera casado. Dijo que yo era como un pescador furtivo, y que me estaba metiendo en el terreno de otra mujer. Le respondí que Luke no era un pez, ni un trozo de tierra, que era un ser humano y podía tomar sus decisiones propias. Argumentó que yo estaba racionalizando el problema, y le expliqué que estaba enamorada. Me dijo que eso no era una justificación. Moira siempre fue más lógica que yo.
Le dije que puesto que ahora prefería a las mujeres, ya no tenía ese problema y que, por lo que yo veía, no tenía escrúpulos en robarlas o tomarlas prestadas cuando le apetecía. Respondió que era diferente, porque entre las mujeres el poder quedaba equilibrado de manera tal que el sexo se convertía en una transacción cojonuda. Afirmé que, si era por eso, ella empleaba una expresión sexista, y que de todos modos ese argumento estaba pasado de moda. Me reprochó que yo había trivializado el tema y que, si pensaba que el argumento era anticuado, vivía en otro mundo.
Decíamos todo esto en la cocina de mi casa, bebiendo café, sentadas a la mesa, en aquel tono de voz bajo y profundo que empleábamos para este tipo de discusiones cuando apenas teníamos veinte años; una costumbre de nuestra época de colegialas. La cocina estaba en un apartamento ruinoso de una casa de madera, cerca del río, el tipo de casa de tres pisos con una desvencijada escalera exterior en la parte de atrás. Yo vivía en el segundo piso, lo que significaba que tenía que soportar los ruidos del piso de arriba y los del piso de abajo, como dos tocadiscos estereofónicos que yo no había pedido y que retumbaban a altas horas de la noche. Estudiantes, lo sabia. Yo tenía mi primer empleo, en el que no me pagaban mucho: llevaba el ordenador de una compañía de seguros. Por lo tanto, cuando iba con Luke a los hoteles, éstos no sólo significaban amor y ni siquiera sólo sexo para mí. También suponían que me libraba por un rato de las cucarachas, del grifo que goteaba, del linóleo que se despegaba del suelo a trozos, incluso de mis propios intentos por alegrar la casa pegando carteles en la pared y colgando prismas en las ventanas. También tenía plantas, aunque siempre quedaban plagadas de insectos, o se morían por falta de agua. Yo salía con Luke y me olvidaba de ellas.
Dije que había más de una manera de vivir en otro mundo, y que si Moira pensaba que podría crear Utopía encerrándose en un circulo formado exclusivamente por mujeres, estaba lamentablemente equivocada. Los hombres no van a desaparecer así como así, le advertí. No puedes ignorarlos.
Eso es lo mismo que decir que vas a coger la sífilis simplemente porque existe, argumentó Moira.
¿Estás diciendo que Luke es un mal social?, le pregunté.
Moira se echó a reír. ¿Oyes lo que estamos diciendo?, reflexionó. Mierda. Hablamos como tu madre.
Entonces ambas reímos, y cuando se fue nos abrazamos como de costumbre. Hubo una época en que no nos abrazábamos, cuando me contó que era gay; pero después me dijo que yo no la excitaba, me tranquilizó, y retomamos la costumbre. Podíamos pelearnos, discutir y ponernos verdes, pero en el fondo nada cambiaba. Ella aún era mi mejor amiga.
Es.
Después conseguí un apartamento mejor, en el que viví los dos años que a Luke le llevó independizarse. Lo pagaba yo misma con lo que ganaba en mi nuevo empleo. Trabajaba en una biblioteca, no tan grande como la de la Muerte y la Victoria, sino más pequeña.
Mi trabajo consistía en pasar los libros a discos de ordenador con el fin de reducir el espacio de almacenamiento y los costes de reposición, según decían. Nos llamábamos disqueros, y a la biblioteca le llamábamos discoteca, en broma. Una vez que los libros quedaban grabados, iban a parar a una desfibradora, pero yo a veces me los llevaba a casa. Me gustaba su textura y su aspecto. Luke decía que yo tenía mentalidad de anticuaria. A él le gustaba, le encantaban las cosas antiguas.
Ahora resulta extraño pensar en tener una faena. Faena: es una palabra rara. Faenas son los trabajos de la casa. Haz tus faenitas, les decían a los niños cuando les enseñaban a hacer sus necesidades en el lavabo. O de los perros: ha hecho sus faenas en la alfombra. Mi madre decía que había que pegarles con un periódico enrollado. Recuerdo la época en que había periódicos, pero nunca tuve perros, sino gatos.
Menuda faena nos hicieron.
Había tantas mujeres que trabajaban… ahora resulta difícil pensarlo, pero había miles, millones de mujeres que trabajaban. Se consideraba una cosa normal. Ahora es lo mismo que pensar en la época en que todavía tenían dinero de papel. Mi madre pegó algunos billetes en su álbum de recortes, junto con las primeras fotos. En aquel entonces ya eran obsoletos, no podías usarlos para comprar nada. Trozos de papel basto, grasosos al tacto, de color verde, con fotos a ambos lados, un anciano con peluca en una de las caras, y en la otra una pirámide con un ojo encima. Llevaba impresa la frase Confiamos en Dios. Mi madre decía que, por hacer una broma, los comerciantes ponían junto a las cajas registradoras carteles en los que se leía: Confiamos en Dios, todos los demás pagan al contado. Ahora, eso sería una blasfemia.
Cuando ibas a comprar tenías que llevar esos billetes de papel, aunque cuando yo tenía nueve o diez años la mayoría de la gente usaba tarjetas de plástico. Pero no para comprar en las tiendas de comestibles, eso fue después. Parece tan primitivo, incluso totémico, como las conchas de cauri. Yo misma debo de haber usado ese tipo de dinero durante algún tiempo, antes de que todo pasara por el Compubanco.
Me imagino que eso es lo que posibilitó las cosas, el hecho de que lo hicieran de repente, sin que nadie lo supiera con antelación. Si aún hubiera existido el dinero en efectivo, habría resultado más difícil.
Fue después de la catástrofe, cuando le dispararon al presidente y ametrallaron el Congreso, y el ejército declaró el estado de emergencia. En aquel momento culparon a los fanáticos islámicos.
Hay que mantener la calma, aconsejaban por la televisión. Todo está bajo control.
Yo estaba anonadada. Como todo el mundo, ya lo sé. Era difícil de creer. El gobierno entero desaparecido de ese modo. ¿Cómo lo lograron, cómo ocurrió?
Fue entonces cuando suspendieron la Constitución. Di jeron que sería algo transitorio. Ni siquiera había disturbios callejeros. Por la noche la gente se quedaba en su casa mirando la televisión y esperando instrucciones. Ni siquiera existía un enemigo al cual denunciar.