Ten cuidado, me advirtió Moira por teléfono. Se acerca.
¿Qué es lo que se acerca?, le pregunté.
Espera y verás, repuso. Lo tienen todo montado. Tú y yo terminaremos en el paredón, querida. Estaba citando una frase típica de mi madre, pero no pretendía resultar graciosa.
Las cosas continuaron durante semanas en ese estado de suspensión momentánea, aunque en realidad algo ocurrió. Los periódicos fueron sometidos a censura y algunos quedaron clausurados, según dijeron por razones de seguridad. Empezaron a levantarse barricadas y a aparecer los pases de identificación. Todo el mundo lo aprobó, dado que resultaba obvio que ninguna precaución era excesiva. Dijeron que se celebrarían nuevas elecciones, pero que llevaría algún tiempo prepararlas. Lo que hay que hacer, declararon, es continuar como de costumbre.
Sin embargo, se clausuraron las tiendas porno y dejaron de circular las furgonetas de Sensaciones sobre Ruedas y los Buggies de los Bollos. A mí no me dio pena que desaparecieran. Ya sabíamos que eran una tontería.
Ya era hora de que alguien hiciera algo, dijo la mujer que estaba detrás del mostrador de la tienda donde yo solía comprar los cigarrillos. Estaba en una esquina y pertenecía a una cadena de quioscos en los que vendían periódicos, golosinas y cigarrillos. La vendedora era una mujer mayor, de pelo canoso, de la generación de mi madre.
¿Los han prohibido, o qué ocurrió?, pregunté.
La mujer se encogió de hombros. Nadie lo sabe y a nadie le importa, comentó. Tal vez se los llevaron a algún otro sitio. Intentar librarse de eso por completo es como pretender eliminar a los ratones, ya se sabe. Pulsó mi Compunúmero en la caja registradora, casi sin mirarlo. En ese entonces yo era una clienta habitual. La gente empezaba a quejarse, afirmó.
A la mañana siguiente, de camino a la biblioteca, me detuve en la misma tienda para comprar otro paquete de cigarrillos, porque se me habían terminado. Aquellos días estaba fumando más que de costumbre, a causa de la tensión que se percibía como un murmullo subterráneo, aunque aparentemente reinaba la calma. También bebía más café, y tenía problemas para dormir. Todo el mundo estaba un poco alterado. En la radio se oía más música que nunca, y menos palabras.
Ya nos habíamos casado, parecía que hacía años; ella tenía tres o cuatro, e iba a la guardería.
Recuerdo que nos habíamos levantado y habíamos desayunado como de costumbre, con galletas, y Luke la había llevado en coche a la escuela. Iba vestida con el conjunto que le había comprado hacía dos semanas, el guardapolvo de rayas y una camiseta azul. ¿Qué mes era? Debía de ser septiembre. La escuela tenía un servicio de recogida de niños, pero por alguna razón yo prefería que la llevara Luke; incluso el servicio de la escuela me preocupaba. Los niños ya no iban a la escuela a pie, había habido muchos casos de desaparecidos.
Cuando llegué a la tienda de la esquina, vi que la vendedora de siempre no estaba. En su lugar había un hombre, un joven que no debía de tener más de veinte años.
¿Está enferma?, le pregunté mientras le entregaba la tarjeta.
¿Quién?, me preguntó en un tono que me pareció agresivo.
La vendedora que está siempre aquí, aclaré.
¿Cómo quiere que yo lo sepa?, me respondió. Pulsaba mi código utilizando un solo dedo, y estudiaba cada número con detenimiento. Evidentemente, era la primera vez que lo hacía. Yo tamborileaba los dedos sobre el mostrador, impaciente por fumar, y me preguntaba si alguna vez alguien le habría dicho cómo eliminar los granos que tenía en el cuello. Recuerdo claramente su aspecto: alto, ligeramente encorvado, pelo oscuro y corto, ojos castaños -que parecían fijos en algún punto situado detrás de mi tabique nasal-, y granos. Supongo que lo recuerdo tan claramente por lo que dijo a continuación.
Lo siento. Este número no es válido.
Qué ridiculez, protesté. Tiene que serlo, tengo varios miles en la cuenta. Pedí un extracto hace dos días. Vuelva a probar.
No es válido, repitió obstinadamente. ¿Ve la luz roja? Significa que no es válido.
Debe de haber cometido un error, insistí. Vuelva a probar.
Se encogió de hombros y me dedicó una sonrisa de autosuficiencia, pero volvió a pulsar el número. Esta vez observé sus dedos y comprobé los números que aparecían en la pantalla. Era mi número, pero la luz roja volvió a encenderse.
¿Lo ve?, me dijo mostrando la misma sonrisa, como si supiera algún chiste que no pensaba contarme.
Les telefonearé desde la oficina, afirmé. EL sistema había fallado en otras ocasiones, pero normalmente después de una llamada telefónica se arreglaba. De todos modos, estaba furiosa, como si me hubieran acusado injustamente de algo que ni siquiera sabia qué era. Como si yo hubiera cometido el error.
Hágalo, repuso en tono indiferente. Dejé los cigarrillos sobre el mostrador, porque no los había pagado. Pensé que en el trabajo podría pedir uno prestado.
Al llegar a la oficina telefoneé, pero me respondió un contestador automático. Las líneas están sobrecargadas, decía la grabación. ¿Podría llamar más tarde?
Por lo que sé, las líneas estuvieron sobrecargadas durante toda la mañana. Volví a llamar varias veces, pero sin éxito. Tampoco eso era demasiado raro.
Alrededor de las dos, después del almuerzo, el director entró en la sala de discos.
Tengo algo que comunicaros, dijo. Tenía un aspecto terrible: el pelo revuelto y los ojos rojos y turbios, como si hubiera estado bebiendo.
Todos levantamos la vista de nuestras máquinas. Debíamos de ser ocho o diez en la sala.
Lo lamento, anunció, pero es la ley. Lo lamento de veras.
¿Qué es lo que lamenta?, preguntó alguien.
Tengo que dejaros ir, explicó. Es la ley, tengo que hacerlo. Tengo que dejaros ir a todos vosotros. Lo dijo casi amablemente, como si fuéramos animales salvajes o ranas que él tenía encerradas en un recipiente, como si quisiera ser humanitario.
¿Nos está echando?, le pregunté, y me puse de pie. ¿Pero por qué?
No os echo, puntualizó. Os dejo ir. No podéis trabajar más aquí, es la ley. Se pasó las manos por el pelo, y yo pensé que se había vuelto loco. Ha soportado demasiada tensión y ha terminado por perder los estribos.
No puede hacerlo así, sin más, dijo la mujer que se sentaba a mi lado. La frase sonó falsa, improbable, como una frase que uno diría por televisión.
No soy yo, argumentó. No comprendéis. Por favor, marchaos ya. Estaba elevando el tono de voz. No quiero problemas. Si surgieran problemas, podrían perderse los libros, todo quedaría destrozado… Miró por encima del hombro. Ellos están afuera, explicó, en mi despacho. Si no os marcháis ahora, vendrán ellos mismos. Me dieron diez minutos. En ese momento parecía más loco que nunca.
Está turulato, dijo alguien en voz alta; todos debíamos de pensar lo mismo.
Pero pude ver que en el pasillo había dos hombres de pie, con uniforme y ametralladoras. Era demasiado teatral para ser verdad, y sin embargo allí estaban, como repentinas apariciones, como marcianos. Estaban rodeados de un aura de ensueño; eran demasiado vívidos, demasiado incongruentes con el entorno.
Dejad las máquinas, añadió mientras recogíamos nuestras cosas y salíamos en fila. Como si hubiéramos podido llevárnoslas.
Nos reunimos en la escalera de la entrada a la biblioteca. No sabíamos qué decirnos. Como nadie entendía lo que había ocurrido, no era mucho lo que podíamos decir. Nos miramos mutuamente y sólo vimos consternación en nuestros rostros, y algo de vergüenza, como si nos hubieran sorprendido haciendo algo que no debíamos.
No hay derecho, dijo una mujer, pero sin convicción. ¿Qué era lo que nos hacía sentir como si nos lo mereciéramos?