Cuando llegué a casa, no había nadie. Luke todavía estaba en su trabajo, y mi hija en la escuela. Me sentía cansada, absolutamente agotada, pero cuando me senté volví a levantarme, no podía quedarme quieta. Di vueltas por la casa, de una habitación a otra. Recuerdo que tocaba las cosas, no de una manera consciente sino simplemente poniendo los dedos sobre ellas; cosas como la tostadora, el azucarero, el cenicero de la sala. Un rato después cogí a la gata y seguí dando vueltas con ella en brazos. Quería que Luke volviera a casa. Pensé que tenía que hacer algo, tomar alguna decisión; pero no sabía qué decisión podía tomar.
Intenté llamar nuevamente al banco, pero volví a oír la misma grabación. Me serví un vaso de leche -me dije a mí misma que estaba demasiado aterrorizada como para tomarme otro café- y fui hasta la sala; me senté en el sofá y puse el vaso cuidadosamente sobre la mesa, sin beber ni un trago. Tenía la gata contra mi pecho y la oía ronronear.
Un rato después telefoneé a mi madre a su apartamento, pero no obtuve respuesta. En aquella época había sentado cabeza y ya no se mudaba muy a menudo; vivía al otro lado del río, en Boston. Esperé un poco y telefoneé a Moira. Tampoco estaba, pero volví a probar media hora más tarde y la encontré. Durante el tiempo transcurrido entre una llamada y otra, me quedé sentada en el sofá. Pensaba en los almuerzos de mi hija en la escuela. Se me ocurrió que tal vez le había estado dando demasiados bocadillos de manteca de cacahuete.
Me habían echado, se lo conté a Moira cuando hablé con ella por teléfono. Dijo que vendría. En aquel momento ella trabajaba con un colectivo de mujeres, en el departamento editorial. Publicaban libros sobre el control de la natalidad, las violaciones y temas de ese tipo, aunque no había tanta demanda como antes.
Enseguida vengo, me tranquilizó. Por el tono de mi voz debió de darse cuenta de que eso era lo que yo quería.
Llegó a casa poco después. Veamos, dijo. Se quitó la chaqueta y se dejó caer en el enorme sillón. Cuéntame. Pero primero tomaremos un trago.
Se levantó, fue a la cocina y sirvió un par de whiskys; volvió, se sentó y yo intenté contarle lo que me había sucedido. Cuando concluí, me preguntó: ¿Hoy has intentado comprar algo con tu Computarjeta?
Sí, respondí, y también le conté lo ocurrido.
Las han congelado, me explicó. La mía también. La del colectivo también. Todas las cuentas que tienen una H en lugar de una V. Todo lo que tuvieron que hacer es tocar unos cuantos botones. Estamos aisladas.
Pero yo tenía más de dos mil dólares en el banco, me lamenté, como si mi cuenta fuera la única que importaba.
Las mujeres ya no podemos tener nada de nuestra propiedad, me informó. Es una nueva ley. ¿Hoy encendiste el televisor?
No, repuse.
Lo anunciaron. En todo el país. Ella no estaba tan asombrada como yo. De algún modo, extrañamente, estaba alegre, como si esto fuera lo que ella estaba esperando desde hacía tiempo y ahora demostrara que tenía razón. Incluso se la veía más llena de energía, más decidida. Luke puede usar tu Compucuenta por ti, puntualizó. Le traspasarán tu número a él, al menos eso dijeron. Al marido o al pariente masculino más cercano.
¿Y qué harán en tu caso?, pregunté. Ella no tenía a nadie.
Me pasaré a la clandestinidad, apuntó. Algunos gays pueden hacerse cargo de nuestros números y comprarnos lo que necesitemos.
¿Pero por qué?, me indigné. ¿Por qué lo hicieron?
Ya no hay que averiguar el porqué, concluyó Moira. Tenían que hacerlo de ese modo, las Compucuentas y los empleos al mismo tiempo. De lo contrario, ¿te imaginas lo que habría ocurrido en los aeropuertos? No quieren que vayamos a ningún sitio, te apuesto lo que quieras.
Fui a buscar a mi hija al colegio. Conduje con un cuidado exagerado. Cuando Luke llegó a casa, yo estaba junto a la mesa de la cocina. Ella estaba dibujando con los rotuladores en su mesita del rincón en el que habíamos pegado sus pinturas, junto a la nevera.
Luke se arrodilló a mi lado y me rodeó con sus brazos. Lo oí en la radio del coche, dijo, mientras venía. No te preocupes, estoy seguro de que es algo transitorio.
¿Dijeron por qué?, le pregunté.
No me respondió. Saldremos de esto, me aseguró mientras me abrazaba.
No tienes idea de lo que representa, le dije. Me siento como si me hubieran amputado los pies. No lloraba. Y tampoco podía abrazarlo.
No es más que un contratiempo, dijo intentando calmarme.
Supongo que te quedarás con todo mi dinero, comenté.
Y eso que aún no estoy muerta. Quería hacer una broma, pero me salió una frase macabra.
Calla, me pidió. Aún estaba arrodillado en el suelo. Sabes que siempre te cuidare.
Ya empieza a tratarme con aire protector, pensé. Y tú ya empiezas a ponerte paranoica, me dije.
Lo sé, respondí. Te quiero.
Más tarde, cuando ella estaba acostada y nosotros cenábamos, y yo dejé de temblar, le relaté lo que me había sucedido esa tarde. Le hablé de la aparición del director y de su inesperado anuncio. Si no fuera tan espantoso, habría resultado divertido, comenté. Pensé que estaba borracho. Tal vez era así. Pero el ejército estaba allí.
Luego recordé algo que había visto pero en lo que, sin embargo, no me había fijado. No era el ejército. Era otro ejército.
Por supuesto se organizaron marchas de montones de mujeres y algunos hombres. Pero fueron menos importantes que lo que cualquiera podría pensar. Creo que la gente sentía pánico. Y cuando se supo que la policía, o el ejército, o quien fuera, abriría fuego apenas empezara una sola de esas marchas, éstas se irrumpieron. Volaron dos o tres edificios, oficinas de correos y estaciones de metro. Pero uno ni siquiera podía estar seguro de quién estaba haciendo todo eso. Podría haber sido el ejército, para justificar los registros por computadora y los otros, puerta por puerta.
No formé parte de ninguna de esas marchas. Luke opinaba que era inútil, y que yo tenía que pensar en ellos, en mi familia, en él y en ella. Y yo pensaba en mi familia. Empecé a dedicarme más a las tareas domésticas, a guisar. Intentaba no llorar a la hora de comer. Pero aquella vez me eché a llorar inesperadamente y me senté junto a la ventana de la habitación, mirando hacia afuera. Prácticamente no conocía a los vecinos, y cuando nos encontrábamos en la calle nos cuidábamos muy bien de no intercambiar ni una palabra más que el saludo de costumbre. Nadie quería ser denunciado por deslealtad.
Al rememorar esta época, también recuerdo a mi madre, años atrás. Yo debía de tener catorce o quince años, la edad en que las hijas tienen más conflictos con su madre. Recuerdo que regresó a uno de sus muchos apartamentos con un grupo de mujeres que formaban parte de su siempre renovado circulo de amistades. Aquel día habían asistido a una marcha; era la época de los disturbios a causa de la pornografía, o a causa de los abortos, iban muy unidos. Hubo unos cuantos bombardeos: clínicas, tiendas de vídeo; era difícil seguir de cerca los acontecimientos.
Mi madre tenía un morado en la cara y un poco de sangre. No puedes atravesar un cristal con la mano y no cortarte, comentó. Jodidos cerdos.
Jodidos naceristas, la corrigió una de sus amigas. Llamaban naceristas a sus contrarios por las pancartas que llevaban: Dejadlos nacer. Entonces debía de ser un disturbio por el tema del aborto.
Me fui a mi dormitorio para apartarme de ellas. Hablaban demasiado, y en voz muy alta. Me ignoraban y yo me ofendía. Mi madre y sus alborotadoras amigas. No entendía por qué tenía que vestirse de esa manera, con mono, como si fuera joven; y usar esas palabrotas.
Eres una mojigata, me decía, en general en un tono de satisfacción. Le gustaba ser más escandalosa que yo, más rebelde. Las adolescentes siempre son unas mojigatas.
Estoy segura de que parte de mi desaprobación se debía a eso: la negligencia, la rutina. Pero además esperaba de ella una vida más ceremoniosa, menos sujeta a la improvisación y a la huida constante.