– Pues bien -prosigo. Las cosas han cambiado. Ahora sé algo sobre él. Lo que sé es la posibilidad de mi propia muerte. Lo que sé de él es su culpabilidad. Por fin.
– ¿Qué quieres? -pregunta, aún en voz baja, como si fuera simplemente una transacción comercial, y además insignificante; golosinas, cigarrillos.
– ¿Quiere decir además de la loción de manos? -pregunto.
– Además de la loción de manos -confirma.
– Me gustaría… Me gustaría saber -suena como una frase indefinida, incluso estúpida, le digo sin pensar.
– ¿Saber qué?
– Todo lo que hay que saber -afirmo, pero eso es demasiado petulante-. Lo que está ocurriendo.
XI LA NOCHE
CAPÍTULO 30
Cae la noche, O ha caído. ¿Por qué la noche cae, en lugar de levantarse, como el amanecer? Porque si uno mira al este, al ocaso, puede ver cómo la noche se levanta, en lugar de caer; y la oscuridad elevándose en el cielo, desde el horizonte, como un sol negro detrás de un manto de nubes. Como el humo de un incendio invisible, una línea de fuego exactamente debajo del horizonte, una pincelada de fuego o una ciudad en llamas. Tal vez la noche cae porque es pesada, una gruesa cortina echada sobre los ojos. Un manto de lana. Me gustaría ver en la oscuridad mejor de lo que veo.
La noche ha caído, entonces. Siento que me aplasta, como una lápida. No corre ni una brisa. Me siento junto a la ventana parcialmente abierta, con las cortinas recogidas -porque afuera no hay nadie, y no es necesario actuar con recato-; llevo puesto el camisón que incluso en verano es de manga larga para mantenernos apartadas de las tentaciones de nuestra propia carne, para evitar que nos acariciemos los brazos desnudos. Todo permanece inmóvil bajo la luz de la luna. El perfume del jardín asciende como el calor emitido por un cuerpo, debe de haber flores que se abren por la noche, por eso es tan fuerte. Casi puedo verlo, una radiación roja vacilando en dirección ascendente como el resplandor trémulo del alquitrán de la carretera a la hora del mediodía.
Abajo, en el césped, alguien emerge de debajo del manto de oscuridad proyectada por el sauce, y da unos pasos hacia la luz, con su larga sombra pegada obstinadamente a los talones. ¿Es Nick, o es otra persona, alguien sin importancia? Se detiene, mira mi ventana, logro ver el rectángulo blanco de su cara. Nick. Nos miramos. Yo no tengo ninguna rosa para tirarle, y él no tiene laúd. Pero es el mismo tipo de anhelo.
Cosa que no puedo consentir. Estiro la cortina de la izquierda y ésta cae entre delante de mi cara, y un momento después él sigue caminando y se pierde de vista en la esquina de la casa.
Lo que dijo el Comandante es verdad. Uno más uno más uno más uno no es igual a cuatro. Cada uno sigue siendo único, no hay manera de unirlos. No se pueden cambiar el uno por el otro. No se pueden reemplazar uno por otro. Nick por Luke, o Luke por Nick. Aquí no se aplica el condicional.
Uno no puede evitar sentir lo que siente, dijo Moira una vez, pero puede reparar sus actos.
Lo cual está muy bien.
El contexto es todo; ¿o era la madurez? Uno u otro.
La noche antes de dejar nuestra casa por última vez, yo estaba vagabundeando por las habitaciones. No empaquetamos nada porque no íbamos a llevarnos muchas cosas e incluso entonces no podíamos permitirnos el lujo de dar la más mínima impresión de que nos marchábamos. Así que simplemente me paseaba de aquí para allá, mirando las cosas, el orden que juntos hablamos creado en nuestra vida. Se me ocurrió pensar que más adelante sería capaz de recordar cómo habían sido.
Luke estaba en la sala. Me cogió entre sus brazos. Ambos nos sentíamos desgraciados. ¿Cómo supimos que éramos felices, incluso entonces? Porque al menos teníamos eso: nuestros abrazos.
La gata, es lo que dijo.
¿La gata?, le pregunté, apretada contra la lana de su jersey.
No podemos dejarla aquí, sin más.
Yo no había pensado en la gata. Ninguno de los dos había pensado. Habíamos tomado la decisión súbitamente, y luego habíamos tenido que planificar las cosas. Debí de haber pensado que la llevaríamos con nosotros. Pero no podíamos, uno no se lleva el gato cuando cruza la frontera por un día, para dar un paseo.
¿Por qué no la dejamos afuera?, propuse. Podríamos abandonarla.
Rondaría la casa y se pondría a maullar junto a la puerta. Alguien podría notar que nos hemos ido.
Podríamos regalarla, sugerí. A algún vecino. Mientras lo decía, me di cuenta de que habría sido una estupidez.
Yo me ocuparé de eso, decidió Luke. Dijo eso en lugar de ella, y supe que quería decir matarla. Eso es lo que uno tiene que hacer antes de matar, pensé. Tiene que crear algo donde antes no había nada. Primero se hace mentalmente, y luego en la realidad. Entonces es así como lo hacen, pensé. Me pareció que nunca lo había sabido.
Luke encontró a la gata, que estaba escondida debajo de la cama. Ellos siempre lo saben. Se la llevó al garaje. No sé qué hizo, y nunca se lo pregunté. Me quedé sentada en la sala, con las manos cruzadas sobre el regazo. Debería haber salido con él, asumir esa pequeña responsabilidad. Al menos tendría que habérselo preguntado después, para que él no tuviera que soportar la carga solo; porque ese pequeño sacrificio, esa aniquilación del amor, se hacía también por mí.
Ésa es una de las cosas que hacen. Te obligan a matar en tu interior.
Inútilmente, como se demostró. Me pregunto quién les informó. Pudo haber sido un vecino que nos vio salir en el coche por 1a mañana y que tuvo una corazonada y dejó caer la información para añadir una estrella de oro a la lista de alguien. Incluso pudo haber sido el tipo que nos consiguió los pasaportes; ¿por qué no cobrar dos veces? Incluso poniendo ellos mismos a los falsificadores de pasaportes, una trampa para los incautos. Los Ojos de Dios recorren la tierra en toda su extensión.
Porque estaban preparados para cogernos, y esperándonos. El momento de la traición es lo peor, el momento en que uno sabe, más allá de toda duda, que ha sido traicionado: que otro ser humano le ha deseado a uno tantas desgracias.
Fue como estar en un ascensor al que le cortan los cables. Caer y caer sin saber cuándo va a chocar.
Intento conjurar, evocar mis propios espíritus, estén donde estén. Necesito recordar qué aspecto tenían. Intento que se queden inmóviles detrás de mis ojos, sus rostros Como las fotos de un álbum. Pero se niegan a quedarse quietos, se mueven, una sonrisa y enseguida desaparece, sus rasgos se curvan y se doblan como un papel que se quema, la negrura los devora. Una visión momentánea, un pálido resplandor en el aire; arrebol, aurora, danza de electrones, otra cara, caras. Pero se desvanecen, y aunque estiro mis brazos hacia ellas, se escabullen como fantasmas al amanecer, retornando al sitio del cual vinieron. Quedaos conmigo, tengo ganas de decir. Pero no me oyen.
Es culpa mía. Estoy olvidando demasiadas cosas.
Esta noche diré mis oraciones.
Ya no me arrodillo a los pies de la cama, sobre la dura madera del suelo del gimnasio, mientras Tía Elizabeth está de pie junto a las puertas dobles, con los brazos cruzados y el aguijón colgado del cinturón, y Tía Lydia se pasea a lo largo de las filas de mujeres arrodilladas y vestidas con camisón, golpeándonos la espalda o los pies o el trasero o los brazos ligeramente, sólo un toque, un golpecito con el puntero de madera si nos aflojábamos o nos relajábamos. Quería que tuviéramos la cabeza inclinada perfectamente, las puntas de los pies juntas y los codos formando el ángulo correcto. En parte, su interés era estético: le gustaba la apariencia de la cosa. Quería que pareciéramos algo anglosajón, tallado sobre una tumba; o ángeles de una postal de Navidad, uniformadas con nuestras túnicas de pureza. Pero también conocía el valor de la rigidez corporal, la tirantez del músculo: el dolor clarifica la mente, decía.