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O sea que la J no significa judío. ¿Qué podría significar? ¿Testigo de Jehová? ¿Jesuita? Sea lo que fuere, éste está muerto.

Después de esta visita ritual, seguimos nuestro camino, buscando como de costumbre algún espacio abierto para poder conversar. Si es que se puede llamar conversación a estos susurros entrecortados, proyectados a través del embudo de nuestras tocas blancas. Se parece más a un telegrama, a un semáforo verbal. Un diálogo amputado.

Nunca podemos permanecer mucho tiempo en un solo sitio. No queremos que nos cojan por merodear.

Hoy giramos en dirección opuesta a Pergaminos Espirituales, hacia donde hay una especie de parque abierto con un edificio viejo y enorme, de estilo victoriano tardío con vidrios de colores. Solía llamarse Memorial Hall, aunque nunca supe en memoria de qué. De los muertos por algo.

Moira me contó una vez que era el sitio donde comían los estudiantes, en los primeros tiempos de la universidad. Si entraba una mujer, me dijo, le arrojaban bollos.

¿Por qué?, le pregunté. Con el tiempo, Moira se volvió cada vez más versada en anécdotas de este tipo. A mí no me entusiasmaba mucho este resentimiento hacia el pasado.

Para hacerla salir, respondió Moira.

Más bien era como tirarle cacahuetes a los elefantes comenté.

Moira lanzó una carcajada; siempre podía hacerlo. Monstruos exóticos, dijo.

Nos quedamos mirando este edificio, cuya forma es más o menos como la de una iglesia, una catedral. Deglen dice:

– Oí decir que aquí es donde los Ojos organizan sus banquetes.

– ¿Quién te lo dijo? -le pregunto. No hay nadie cerca, podemos hablar más libremente, pero lo hacemos en voz baja, por la fuerza de la costumbre.

– Un medio de comunicación -responde. Hace una pausa, me mira de reojo, siento un reflejo blanco mientras mueve la toca-. Hay una contraseña -añade.

– ¿Una contraseña? ¿Para qué?

– Para saber -me explica-. Quién es y quién no es.

Aunque no comprendo qué sentido tiene que yo la sepa, le pregunto:

– ¿Cuál es?

– Mayday -dice-. Una vez la probé contigo.

– Mayday -repito-. Recuerdo el día. M’aidez.

– No la uses a menos que sea necesario -me advierte Deglen-. No nos conviene saber demasiado de los otros que forman la red. Por si nos cogen.

Me resulta difícil creer en estos rumores, en estas revelaciones, aunque al mismo tiempo lo creo. Después me parecen improbables, incluso pueriles, como algo que uno haría para divertirse; como un club de chicas, como los secretos en la escuela. O como las novelas de espionaje que yo solía leer los fines de semana, cuando debería haber estado terminando los deberes, o como ver televisión a altas horas de la noche. Contraseñas, cosas que no se podían contar, personas con identidades secretas, vinculaciones turbias: no parece que deba ser éste el verdadero aspecto del mundo. Pero es mi propia ilusión, los restos de una versión de la realidad que conocí en otros tiempos.

Y las redes. El trabajo de red, una de las antiguas frases de mi madre, una jerga de antaño, pasada de moda. Incluso a sus sesenta años hacía algo que llamaba así, aunque por lo que pude ver, no significaba otra cosa que almorzar con alguna otra mujer.

Me despido de Deglen en la esquina.

– Hasta pronto -me saluda. Se aleja por la acera y yo subo por el sendero, en dirección a la casa. Veo a Nick, que lleva la gorra ladeada; hoy ni siquiera me mira. De todos modos, debe de haber estado esperándome para entregarme su mudo mensaje, porque en cuanto se da cuenta de que lo he visto, da al Whirlwind un último toque con la gamuza y se marcha a paso vivo hacia la puerta del garaje.

Camino por el sendero de grava, entre los parterres de césped. Serena Joy está sentada debajo del sauce, en su silla, con el bastón apoyado a su lado. Lleva un vestido de fresco algodón. El color que le corresponde a ella es el azul, un tono acuarela, no el rojo que yo llevo, que absorbe el calor y al mismo tiempo arde con él. Está sentada de perfil a mí, tejiendo. ¿Cómo soporta tocar la lana con el calor que hace? Tal vez su piel se ha vuelto insensible, tal vez no nota nada, como si se hubiera escaldado.

Bajo la vista hasta el sendero y paso junto a ella con esperanza de ser invisible, sabiendo que me ignorará. Pero no esta vez.

– Defred -me llama.

Me detengo, insegura.

– Sí, tú.

Vuelvo hacia ella mi mirada fragmentada por la toca. -Ven aquí. Te necesito.

Camino por el césped y me detengo delante de ella con la mirada baja.

– Puedes sentarte -me comunica-. Aquí, en el cojín. Necesito que me aguantes la lana -tiene un cigarrillo; el cenicero está junto a ella, sobre el césped, y también tiene una taza de algo, té o café-. Aquella habitación está endemoniadamente cerrada. Necesitas un poco de aire -comenta. Me siento, dejo el cesto (otra vez fresas, otra vez pollo) y tomo nota de la palabrota: algo nuevo. Ella ajusta la madeja alrededor de mis dos manos extendidas y empieza a devanar. Parece que yo estuviera atada, esposada; mejor dicho, cubierta de telarañas. La lana es gris y ha absorbido la humedad del ambiente, es como la sábana mojada de un bebé y huele terriblemente a cordero húmedo. Al menos las manos me quedarán untadas de lanolina.

Serena sigue devanando; sostiene el cigarrillo encendido a un costado de la boca, chupándolo y echando tentadoras bocanadas de humo. Ovilla la lana lenta y dificultosamente -a causa de la parálisis progresiva de sus manos- pero con decisión. Quizá para ella el tejido supone una especie de ejercicio de la voluntad; quizá incluso le hace daño. Tal vez lo hace por prescripción médica: diez vueltas diarias del derecho y diez del revés. Aunque debe de hacer más que eso. Veo esos árboles de hoja perenne y los chicos y chicas geométricos bajo otra óptica: como una prueba de su obstinación, como algo no totalmente despreciable.

Mi madre no hacía punto, ni nada por el estilo. Pero cada vez que retiraba las cosas de la tintorería -sus blusas buenas, sus chaquetas de invierno-, se guardaba los imperdibles y hacía con ellos una cadena. Pinchaba la cadena en algún sitio -su cama, la almohada, el respaldo de una silla, la manopla para abrir el horno-, para no perderla. Luego se olvidaba de los imperdibles. Yo tropezaba con ellos en cualquier parte de la casa, de las casas; eran las huellas de su presencia, los restos de alguna intención olvidada, como las señales de una carretera que no conduce a ninguna parte. Un retorno a la domesticidad.

– Pues bien -dice Serena. Interrumpe la tarea, dejándome las manos enguirnaldadas de pelo animal, y se saca el cigarrillo de la boca cogiéndolo de la punta-. ¿Todavía nada?

Sé de qué está hablando. Entre nosotras no hay tantos temas de conversación; no tenemos muchas cosas en común, excepto este detalle misterioso e incierto.

– No -respondo-. Nada.

– Eso es malo -afirma. Es difícil imaginarla con un bebé. Pero las Marthas cuidarían de él la mayor parte del tiempo. Le gustaría que yo estuviera embarazada, que todo hubiera terminado y yo me quitara de en medio y se acabaran los sudorosos y humillantes enredos, los triángulos de la carne bajo el dosel estrellado de flores plateadas. Paz y quietud. No logro imaginar otra explicación al hecho que me desee tan buena suerte.

– Se te termina el tiempo -señala. No es una pregunta, sino una realidad.

– Sí -replico en tono neutro.

Enciende otro cigarrillo toqueteando torpemente el encendedor. Definitivamente, el estado de sus manos es cada vez peor. Pero sería un error ofrecerle ayuda, se ofendería. Sería un error notar alguna debilidad en ella.