Una mañana, mientras nos vestíamos, noté que Janine todavía tenía puesto el camisón. Se había quedado sentada en el borde de su cama.
Eché un vistazo a las puertas dobles del gimnasio, donde solía haber alguna Tía, para comprobar si había reparado en ello, pero no había ninguna Tía. En aquella época confiaban más en nosotras, y de vez en cuando nos dejaban durante unos minutos sin vigilancia en la clase, e incluso en la cafetería. Probablemente desaparecían para fumarse un cigarrillo, o tomarse una taza de café.
Mira, le dije a Alma, cuya cama estaba junto a la mía.
Alma miró a Janine. Entonces las dos nos acercamos a ella. Vístete, Janine, dijo Alma a sus espaldas. No queremos rezar el doble por tu culpa. Pero Janine no se movió.
Moira también se había acercado. Fue antes de que se escapara por segunda vez. Aún cojeaba a causa de lo que le habían hecho en los pies. Rodeó la cama para poder ver el rostro de Janine.
Venid, nos dijo a Alma y a mí. Las demás también empezaban a reunirse formando una pequeña multitud. Apartaos, les dijo Moira. No hay que darle importancia. Si ella entrara…
Yo miraba a Janine. Tenía los ojos abiertos y desorbitados, pero no me veía; la boca, abierta en una sonrisa fija. A través de la sonrisa, a través de sus dientes, susurraba algo para sus adentros. Tuve que inclinarme hacia ella.
Hola, dijo, sin dirigirse a mí. Me llamo Janine. Esta mañana soy tu servidora. ¿Te traigo un poco de café para empezar?
Cristo, dijo Moira a mi lado.
No blasfemes, le advirtió Alma.
Moira cogió a Janine por los hombros y la sacudió. Olvídalo, Janine, dijo en tono brusco. Y no pronuncies esa palabra.
Janine sonrió. Es un hermoso día, dijo.
Moira le dio dos bofetadas, con el dorso y el envés de la mano. Vuelve, insistió. ¡Vuelve ahora mismo! No puedes quedarte allí, ya no estás allí. Todo eso ha terminado.
La sonrisa de Janine se quebró. Se llevó la mano a la mejilla. ¿Por qué me golpeaste?, preguntó. ¿No era bueno? Puedo traerte otro. No necesitabas golpearme.
¿No sabes lo que harán?, prosiguió Moira. Hablaba en voz baja pero áspera, profunda. Mírame. Mi nombre es Moira y éste es el Centro Rojo. Mírame.
Janine empezó a centrar la mirada. ¿Moira?, dijo. No conozco a ninguna Moira.
No te van a enviar a la Enfermería, ni lo sueñes, continuó Moira. No se complicarán la vida intentando curarte Ni siquiera se molestarán en trasladarte a las Colonias. Como máximo te subirán al Laboratorio y te pondrán una inyección. Luego te quemarán junto con la basura, como a una No Mujer. Así que olvídalo.
Quiero irme a casa, dijo Janine. Y rompió a llorar.
Jesús, protestó Moira. Ya basta. Ella estará de vuelta en un minuto, puedes estar segura. Así que ponte tu maldita ropa y cierra el pico.
Janine siguió sollozando, pero se puso de pie y empezó a vestirse.
Si vuelve a hacerlo y yo no estoy aquí, me dijo Moira, sólo tienes que abofetearla. No hay que permitirle que pierda la noción de la realidad. Esa mierda es contagiosa.
Entonces ya debía de estar planeando su fuga.
CAPITULO 34
El espacio del patio destinado a las sillas, ya se ha llenado; nos agitamos en nuestros sitios, impacientes. Por fin llega el Comandante que está a cargo del servicio. Es calvo y de espaldas anchas, y parece un entrenador de fútbol de cierta edad. Va vestido con su uniforme sobriamente negro y con varias hileras de insignias y condecoraciones. Es difícil no quedar impresionado, pero hago un esfuerzo: intento imaginármelo en la cama con su Esposa y su Criada, fertilizando como un loco, como un salmón en celo, fingiendo que no obtiene ningún placer. Cuando el Señor dijo creced y multiplicaos, ¿se refería a este hombre?
El Comandante sube la escalera que conduce al podio, adornada con una tela roja que lleva bordado un enorme ojo blanco con alas. Recorre la sala con la mirada y nuestras voces se apagan. Ni siquiera tiene que levantar las manos. Su voz entra por el micrófono y sale por los altavoces despojada de sus tonos más graves, de modo tal suena ásperamente metálica, como si no la emitiera boca, su cuerpo, sino los propios altavoces. Su voz tiene color del metal y la forma de un cuerno.
Hoy es un día de acción de gracias -comienza-, un día de plegaria.
Desconecto mis oídos de la parrafada sobre la victoria y el sacrificio. Luego hay una larga plegaria acerca de las vasijas indignas, y después un himno: «En Gilead hay un bálsamo.»
«En Gilead hay una bomba», solía llamarle Moira.
Ahora viene lo más importante. Entran los veinte Angeles recién llegados de los frentes, recién condecorados, acompañados por la guardia de honor, marchando uno-dos uno-dos hacia el espacio central. Atención, en posición de descanso. Y entonces las veinte hijas con sus velos blancos avanzan tímidamente, cogidas del brazo por sus madres. Ahora son las madres, y no los padres, las que entregan a las hijas y facilitan los arreglos de las bodas. Los matrimonios, por supuesto, están arreglados. Hace años que a estas chicas no se les permite estar a solas con un hombre; de alguna manera durante muchos años a todas nos ha ocurrido lo mismo.
¿Tienen edad suficiente para recordar algo de los tiempos pasados, como jugar al béisbol, vestirse con tejanos y zapatos de lona, montar en bicicleta? ¿Y leer libros, ellas solas? Aunque algunas de ellas no tienen más de catorce años -Iniciadlas pronto, es la norma, no hay un momento que perder-, igualmente recordarán. Y las que vengan después de ellas, durante tres o cuatro o cinco años, también recordarán; pero después no. Habrán vestido siempre de blanco y formado grupos de chicas; siempre habrán guardado silencio.
Les hemos dado más de lo que les hemos quitado, dijo el Comandante. Piensa en los problemas que tenían antes. ¿Acaso no recuerdas las dificultades de los solteros, la indignidad de las citas con desconocidos en los institutos de segunda enseñanza? El mercado de la carne. ¿No recuerdas la enorme diferencia entre las que podían conseguir un hombre fácilmente y las que no podían? Algunas llegaban a la desesperación, se morían de hambre para adelgazar, se llenaban los pechos de silicona, se achicaban la nariz. Piensa en la miseria humana.
Movió la mano en dirección a las estanterías de revistas antiguas. Siempre se estaban quejando. Problemas por esto, problemas por aquello. Recuerda los anuncios de la columna personaclass="underline" Mujer alegre y atractiva, treinta y cinco años… De este modo todas conseguían un hombre, sin excluir a ninguna. Y luego, si llegaban a casarse, podían ser abandonadas con un niño, dos niños, sus maridos podían hartarse e irse, desaparecer, y ellas tenían que vivir de la asistencia social. O de lo contrario, él se quedaba y los golpeaba. O, si tenían trabajo, debían dejar a los niños en la guardería o al cuidado de alguna mujer cruel e ignorante, y tenían que pagarlo de su bolsillo, con sus sueldos miserables. El dinero era la única medida valiosa para todos que no respetaba a las madres. No me extraña que renunciaran a todo el asunto. De este modo están protegidas, pueden cumplir con su destino biológico en paz. Con pleno apoyo y estímulo. Ahora dime. Eres una persona inteligente, me gustaría saber lo que piensas. ¿Qué es lo que pasamos por alto?
El amor, afirmé.
¿El amor?, se extrañó el Comandante. ¿Qué clase de amor?
El enarnorarse, repuse.
El Comandante me miró con su mirada franca e infantil. Oh sí, dijo. He leído las revistas, es lo que ellas fomentaban, ¿verdad? Pero considera los testimonios, querida. ¿Realmente valía la pena enamorarse? Los matrimonios arreglados siempre han funcionado perfectamente bien, como mínimo.
Amor, dijo Tía Lydia en tono disgustado. Que yo no os sorprenda en eso. Nada de estar en la luna, niñas. Moviendo el dedo delante de nosotras. El amor no cuenta.