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Históricamente hablando, aquellos años eran simplemente una anomalía, argumentó el Comandante. Un fiasco. Todo lo que hemos hecho es devolver las cosas a los cauces de la Naturaleza.

La Peregrinación de las Mujeres se organiza generalmente para casamientos en grupo, como éste. Las de los hombres son para las victorias militares. Ésta es una de las cosas que más nos deben regocijar. Sin embargo en ocasiones, y en el caso de las mujeres, se organizan cuando una monja decide retractarse. La mayor parte de estos casos tuvieron lugar al principio, cuando las acorralaban; pero incluso en estos tiempos descubren a algunas, y las hacen abandonar la clandestinidad, donde han estado ocultándose como topos. Y tienen el mismo aspecto: los ojos debilitados, la mirada estupefacta por el exceso de luz. A las mayores las envían directamente a las Colonias, pero a las jóvenes y fértiles intentan convertirlas y, cuando lo logran, todas venimos aquí para verlas cómo celebran la ceremonia de renunciar al celibato y sacrificarse por el bien común. Se arrodillan y el Comandante reza y luego ellas toman el velo rojo, tal como hemos hecho todas nosotras. Sin embargo, no se les permite convertirse en Esposas. Aún se las considera demasiado peligrosas como para que accedan a posiciones de tanto poder. Parecen rodeadas de olor a bruja, algo misterioso y exótico; algo que permanece en ellas a pesar del fregado y de las llagas de los pies, y del tiempo que han pasado aisladas. Siempre tienen llagas, ya las tenían en aquel tiempo, o eso se rumorea: no se les quitan con facilidad. De todos modos, muchas de ellas eligen las Colonias. A ninguna de nosotras le gusta tenerlas como compañeras de compra. Están más destrozadas que el resto de nosotras; es difícil sentirse a gusto con ellas.

Las madres han colocado en su sitio a las niñas tocadas con velos blancos, y han regresado a sus sillas. Entre ellas se produce un breve lloriqueo, mutuas palmaditas y estrechamientos de manos, y el uso ostentoso de los pañuelos. El Comandante prosigue con el servicio:

– Deseo que las mujeres se adornen con indumentarias modestas -dice-, con recato y sobriedad; que no lleven el cabello trenzado, ni oro, ni perlas, ni atavíos costosos;

»Sino (lo cual se aplica a las mujeres que se declaran devotas) buenas obras.

»Dejad que la mujer aprenda en silencio, con un sometimiento total -en este punto nos dedica una mirada-. Total -repite.

»No tolero que una mujer enseñe, ni que usurpe la autoridad del hombre, sólo que guarde silencio.

»Porque primero fue creado Adán, y luego Eva.

»Y Adán no fue engañado, pero la mujer, siendo engañada, cometió una transgresión.

»No obstante, se salvará mediante el alumbramiento si continúa en la fe y la caridad y la santidad con sobriedad.

Salvarse mediante el alumbramiento, pienso. ¿Y qué es lo que nos salvaba antes?

– Eso debe decírselo a las Esposas -murmura Deglen-, cuando se dedican a beber -se refiere al párrafo acerca de la sobriedad. Ahora podemos volver a hablar, el Comandante ha concluido el ritual principal y se ponen los anillos y levantan los velos. Tongo, digo mentalmente. Fijaos bien, porque ahora es demasiado tarde. Los Ángeles tendrán derecho a las Criadas, más adelante, sobre todo si sus nuevas Esposas no pueden reproducirse. Pero a vosotras, niñas, os han timado. Lo que conseguís es lo que veis, con todas sus consecuencias. Pero nadie espera que lo améis. Lo descubriréis muy pronto. Simplemente cumplid con vuestra obligación en silencio. Cuando dudéis, cuando os tendáis de espaldas, podéis mirar el cielo raso. Quién sabe lo que veréis allí arriba. Coronas funerarias y ángeles, constelaciones de polvo, estelar o del otro, los rompecabezas que dejan las arañas. Una mente inquieta siempre tiene algo en qué ocuparse.

¿Algo va mal, querida?, decía un viejo chiste.

No, ¿por qué?

Te has movido.

No os mováis.

Lo que pretendemos lograr, dice Tía Lydia, es un espíritu de camaradería entre las mujeres. Todas debemos actuar de común acuerdo.

Camaradería, una mierda, dice Moira por el agujero del retrete. Que se vaya a hacer puñetas la Tía Lydia, como solían decir. ¿Qué apuestas a que logra que Janine se ponga de rodillas? ¿Qué crees que traman en su despacho? Apuesto a que la hace trabajar en ese reseco peludo viejo y marchito…

¡Moira!, exclamo.

¿Moira, qué?, susurra. Sabes que tú también lo has pensado.

No es bueno hablar de ese modo, afirmo, sintiendo sin embargo el impulso de reír. Pero en aquel entonces yo imaginaba que debíamos intentar preservar algo parecido a la dignidad.

Siempre fuiste una mojigata, dice Moira, en tono afectado. Claro que es bueno. Lo es.

Y tiene razón, lo sé ahora, mientras estoy arrodillada en este suelo irremediablemente duro, escuchando el ronroneo de la ceremonia. Hay algo convincente en el hecho de susurrar obscenidades sobre los que están en el poder. Hay algo delicioso, algo atrevido, sigiloso, prohibido, emocionante. Es como un maleficio, en cierto modo. Los rebaja, los reduce al común denominador en el que pueden ser encuadrados. Sobre la pintura del retrete alguien desconocido había garabateado: Tía Lydia chupa. Era como una bandera agitada desde una colina durante una rebelión. La sola idea de que Tía Lydia hiciera semejante cosa era alentadora.

Así que ahora, entre estos Ángeles y sus blancas esposas desecadas, imagino gruñidos y sudores trascendentales, encuentros húmedos y peludos; o, mejor aún, fracasos ignominiosos, pollas semejantes a zanahorias pasadas, angustiosos toqueteos de la carne, fría e insensible como un pescado crudo.

Cuando por fin la ceremonia concluye y salimos, Deglen me dice en un débil pero penetrante susurro:

– Sabemos que lo ves a solas.

– ¿A quién? -le pregunto, resistiendo el impulso de mirarla. Sé a quién se refiere.

– A tu Comandante -aclara-. Sabemos que lo has estado viendo -le pregunto cómo-. Simplemente lo sabemos -responde-. ¿Qué busca? ¿Perversiones sexuales?

Sería difícil explicarle lo que él quiere, porque aún no sé cómo denominarlo. ¿Cómo describirle lo que realmente ocurre entre nosotros? En primer lugar, ella se reiría. Me resulta más fácil decir:

– En cierto modo -esta respuesta tiene, al menos, la dignidad de la coerción.

Ella reflexiona.

– Te sorprendería -comenta- saber cuántos lo hacen.

– No puedo evitarlo -me justifico-. No puedo decirle que no iré -ella debería saberlo.

Ya estamos en la acera y no es conveniente hablar, estamos muy cerca del resto y ya no contamos con la protección del murmullo de la multitud. Caminamos en silencio, rezagadas, hasta que ella cree prudente decir:

– Claro que no puedes. Pero averigua y cuéntanos.

– ¿Que averigüe qué? -me extraño.

Casi me parece percibir el ligero movimiento de su cabeza.

– Todo lo que puedas.

CAPÍTULO 35

Ahora, en la atmósfera caliente de mi habitación, tengo un espacio por llenar, y también un tiempo; un espacio-tiempo, entre el aquí y el ahora, el allí y el después, interrumpido por la cena. La llegada de la bandeja, subida por las escaleras como si fuera un inválido. Un inválido, alguien que ha sido invalidado. Sin pasaporte válido. Sin salida.

Eso fue lo que ocurrió el día que intentamos cruzar la frontera, con nuestros flamantes pasaportes que demostraban que no éramos quienes éramos: que Luke, por ejemplo, nunca habla estado divorciado, que por lo tanto era legal, según la nueva ley.

Después que le explicamos que íbamos de picnic y de echar una mirada al interior del coche y ver a nuestra hija dormida, rodeada por su zoo de sucios animales, el hombre se fue adentro con nuestros pasaportes; Luke me dio unas palmaditas en el brazo y bajó del coche fingiendo que salía a estirar las piernas, y observó al hombre a través de la ventana del edificio de inmigración. Yo me quedé en el coche. Encendí un cigarrillo para tranquilizarme y aspiré el humo, una larga bocanada de falsa relajación. Me dediqué a mirar a los soldados vestidos con esos uniformes desconocidos que, para ese entonces, empezaban a resultar familiares; estaban ociosamente de pie junto a la barrera de rayas amarillas y negras, que se encontraba levantada. No hacían gran cosa. Uno de ellos miraba una bandada de pájaros que alzaban el vuelo, se arremolinaban y se posaban sobre la barandilla del puente, al otro lado. Yo lo miraba a él, y al mismo tiempo a ellas. Todo tenía el color de siempre, sólo que más brillante.