Llaman a mi puerta. Es Cora, con la bandeja.
Pero no es Cora.
– Te he traído esto -dice Serena Joy.
Entonces levanto la vista, miro a mi alrededor, me levanto de mi silla y camino en dirección a ella. La sostiene entre sus manos, es una copia de una Polaroid, cuadrada y brillante. Entonces aún fabrican esas cámaras. Y también habrá álbumes familiares, llenos de niños; sin embargo, ni una sola Criada. Desde el punto de vista de la historia futura, seremos invisibles. Pero los niños sí existirán, serán algo para que las Esposas miren en el piso de abajo mientras esperan el nacimiento mordisqueando en el bar.
– Sólo puedes tenerla cinco minutos -me dice Serena Joy, en tono bajo y conspirador Tengo que devolverla antes de que noten que ha desaparecido.
Debe de haber sido una Martha la que se la consiguió. Ellas forman una red de la que obtienen algo. Es bueno saberlo.
La cojo de sus manos, y la doy vuelta para verla del derecho. Es ella, ¿éste es su aspecto? Mi tesoro.
Tan alta y cambiada. Sonriendo un poco, con su vestido blanco, como si fuera vestida para tomar la primera comunión, como en los viejos tiempos.
El tiempo no ha quedado estancado. Me ha mojado, me ha erosionado, como si yo no fuera más que una mujer de arena abandonada por un niño descuidado cerca del agua. Para ella he quedado borrada. Ahora sólo soy una sombra lejana en el tiempo, detrás de la superficie lisa y brillante de esta fotografía. La sombra de una sombra, que es lo que terminan siendo las madres muertas. Se ve en sus ojos: no estoy allí.
Pero ella existe, con su vestido blanco. Crece y vive. ¿No es algo bueno? ¿No es una bendición?
Sin embargo, no puedo soportar haber quedado borrada de esa manera. Mejor sería que no me hubiera traído nada.
Me siento a la mesa pequeña a comer copos con crema con un tenedor. Me dan tenedor y cuchara, pero nunca cuchillo. Cuando hay carne, me la cortan con antelación, como si yo no supiera manejar las manos, o no tuviera dientes. Pero no carezco de ninguna de las dos cosas. Por eso no me permiten usar cuchillo.
CAPÍTULO 36
Llamo a su puerta, oigo su voz, me arreglo la cara y entro. Él está de pie junto a la chimenea; en la mano tiene un vaso casi vacío. Normalmente espera a que yo llegue para empezar a beber alcohol, aunque sé que con la cena beben vino. Tiene la cara ligeramente colorada. Intento calcular lo que ha bebido.
– Bienvenida -me saluda-. ¿ Cómo está la pequeña esta noche?
Por la elaborada sonrisa que me dedica, calculo que poco. Está en la fase de la cortesía.
– Estoy bien -respondo.
– ¿Preparada para una pequeña emoción?
– ¿Cómo? -le pregunto. Detrás de sus palabras siento una incomodidad, una incertidumbre acerca de lo lejos que puede ir conmigo, y en qué dirección.
– Esta noche tengo una pequeña sorpresa para ti -anuncia y se echa a reír. Es más bien una risita. Noto que esta noche todo es pequeño. Desea disminuir las cosas, incluso a mí misma-. Algo que te gustará.
– ¿Qué es? -pregunto-. ¿Cuadros chinos? -puedo tomarme estas libertades; a él parecen divertirle, sobre todo después de un par de tragos. Prefiere que sea frívola.
– Algo mejor -puntualiza, intentando parecer seductor.
– Estoy impaciente.
– Bien -dice. Va hasta su escritorio y revuelve en un cajón. Luego se acerca a mí, con una mano a la espalda.
– Adivina -propone.
– ¿Animal, vegetal o mineral? -pregunto.
– Oh, animal -afirma con burlona gravedad-. Definitivamente animal, diría yo -aparta la mano de detrás de su espalda. Sostiene algo semejante a un puñado de plumas color malva y rosa. Las despliega. Es una prenda de vestir, según parece, y de mujer: se ven las dos copas para los pechos, cubiertas de lentejuelas color púrpura. Las lentejuelas son estrellas diminutas. Las plumas están colocadas alrededor del agujero para las piernas y a lo largo de la parte de arriba. O sea que después de todo no estaba equivocada con respecto a la faja.
Me pregunto dónde la habrá encontrado. Se supone que toda la ropa de ese tipo ha sido destruida. Recuerdo haberlo visto en la televisión, en fragmentos filmados en diversas ciudades. En Nueva York se llamaba Limpieza de Manhattan. En Times Square había hogueras y las multitudes cantaban alrededor de ellas, mujeres que levantaban los brazos, agradecidas, cada vez que sentían que las cámaras las enfocaban, hombres jóvenes de rostro pétreo y bien afeitado que arrojaban objetos a las llamas: prendas de seda, nylon y piel de imitación, ligas verdes, rojas y violetas, raso negro, lamé dorado, plata brillante; bragas bikini, sujetadores transparentes con corazones rosados de raso cosidos para tapar los pezones. Y los fabricantes, importadores y vendedores arrodillados, arrepintiéndose en público, con las cabezas cubiertas con sombreros de papel, de forma cónica -como unas orejas de burro- con la palabra VERGUENZA pintada en rojo.
Pero algunas cosas deben de haberse salvado de las llamas, lo más probable es que no las encontraran todas. Él debe de haberla conseguido del mismo modo que consiguió las revistas: deshonestamente; apesta a mercado negro. Y no es nueva, ha sido usada con anterioridad, debajo de los brazos, la prenda está arrugada y ligeramente manchada con el sudor de alguna otra mujer.
– Tuve que adivinar la talla -me advierte-. Espero que te siente bien.
– ¿Pretende que me ponga esto? -me asombro. Sé que mi voz suena mojigata y desaprobadora. Sin embargo, hay algo atractivo en la idea. Nunca me he puesto nada ni remotamente parecido, tan brillante y teatral, y eso es lo que debe de ser, una vieja prenda de teatro, o algo de un número de un club nocturno desaparecido; lo más parecido que me puse alguna vez fueron trajes de baño y un conjunto de cubrecorsé con encajes de color melocotón que Luke me compró una vez. Sin embargo, hay algo seductor en esta prenda, encierra el pueril atractivo de ponerse de tiros largos. Y sería tan ostentoso, como una burla a las Tías, tan pecaminoso, tan libre… La libertad, como todo lo demás, es relativo.
– Bien -acepto, intentando no parecer demasiado ansiosa. Quiero que él sienta que le estoy haciendo un favor. Tal vez hemos llegado a su verdadero y profundo deseo. ¿Tendrá un látigo escondido detrás de la puerta? ¿Se sacará las botas y se arrojará o me arrojará a mí sobre el escritorio?
– Es un disfraz -me explica-. También tendrás que pintarte la cara; traje todo lo que hace falta. No podrías entrar sin esto.
– ¿ Dónde? -pregunto.
– Esta noche voy a llevarte afuera.
– ¿Afuera? -es una expresión arcaica. Seguramente ya no queda ningún sitio donde llevar a una mujer.
– Fuera de aquí -afirma.
Sé, sin necesidad de que me lo diga, que lo que propone es arriesgado para él, pero especialmente para mí; de todos modos, quiero ir. Quiero cualquier cosa que rompa la monotonía, que subvierta el respetable orden de las cosas.
Le digo que no quiero que me mire mientras me pongo la prenda; delante de él, aún tengo vergüenza de mi cuerpo. Dice que se volverá de espaldas, y lo hace; me quito los zapatos y los calcetines, los leotardos de algodón y me pongo las plumas bajo la protección del vestido. Luego me quito el vestido y deslizo sobre mis hombros los finos tirantes con lentejuelas. También hay un par de zapatos de color malva con tacones absurdamente altos. Nada me sienta a la perfección: los zapatos son un poco grandes y la cintura del traje es demasiado ceñida, pero servirán.
– Ya está -anuncio, y él se da vuelta. Me siento estúpida; quiero verme en un espejo.
– Encantadora -comenta-. Y ahora tu cara.
Todo lo que tiene es un lápiz labial viejo, blando y con olor a uvas artificiales, un delineador y maquillaje. Ni sombra para párpados, ni colorete. Por un momento pienso que no recordaré cómo se hace, y mi primer intento con el delineador me deja un párpado manchado de negro, como si me lo hubiera hecho en una pelea; pero me lo limpio con la loción de manos de aceite vegetal y vuelvo a probar. Me froto ligeramente los pómulos con el lápiz labial y lo extiendo. Mientras realizo la operación, él me sostiene un enorme espejo de mano con dorso de plata. Reconozco el espejo de Serena Joy. Él debe de haberlo cogido de su habitación.