– Es como viajar al pasado -comenta el Comandante en tono satisfecho, incluso encantado- ¿No te parece?
Intento recordar si el pasado era exactamente así. Ahora no estoy segura. Sé que contenía estas cosas, pero de algún modo la mezcla es diferente. Una película sobre el pasado no es lo mismo que el pasado.
– Sí -afirmo. Lo que siento no es una cosa simple. Ciertamente, estas mujeres no me espantan, no me impresionan. Reconozco en ellas al tipo de mujer holgazana. El credo oficial las rechaza, niega su existencia misma, y sin embargo, aquí están. Al menos eso es algo.
– No te quedes mirando tontamente -me aconseja el Comandante, o te delatarás. Actúa con naturalidad
– vuelve a guiarme. Un hombre lo ha reconocido, lo ha saludado y ha empezado a caminar en dirección a nosotros. El Comandante me coge el brazo con más fuerza-. Tranquila -susurra-. No pierdas la calma.
Todo lo que tienes que hacer, me digo a mí misma, es mantener la boca cerrada y parecer estúpida. No es tan difícil.
El Comandante habla por mí, con este hombre y con los otros que vienen con él. No dice gran cosa sobre mí, no necesita hacerlo. Explica que soy nueva y ellos me miran, me descartan y se dedican a hablar de otras cosas. Mi disfraz ha cumplido con su función.
Él sigue sujetándome del brazo y, mientras habla, su columna se vuelve imperceptiblemente rígida, su pecho se ensancha, su voz adopta cada vez más la vivacidad y la jocosidad de la juventud. Se me ocurre que está exhibiéndose. Me está exhibiendo a mí ante ellos, y ellos lo comprenden y son lo suficientemente decorosos, mantienen las manos quietas pero me observan los pechos y las piernas como si no hubiera razón para no hacerlo. Pero también se está exhibiendo ante mí. Me está demostrando su dominio del mundo. Está quebrando las normas delante de narices, burlándose de ellos. Tal vez ha alcanzado ese estado de intoxicación que, según se dice, inspira el poder, ese estado que hace que algunos se sientan indispensables y crean que pueden hacer cualquier cosa, absolutamente lo que les plazca, cualquier cosa. Por segunda vez, cuando cree que nadie lo mira, me guiña el ojo.
Todo esto es una ostentación infantil, y una situación patética; pero es algo que comprendo.
Cuando se harta de la conversación vuelve a llevarme cogida del brazo, esta vez hasta un mullido sofá floreado, como los que antes había en los vestíbulos de los hoteles; de hecho, en este vestíbulo hay un dibujo floral que aún recuerdo, un fondo azul oscuro con flores rosadas de estilo art nouveau.
– Pensé que con esos zapatos -explica- tal vez tenias los pies cansados -tiene razón, y me siento agradecida. Me ayuda a sentarme, y se sienta a mi lado. Pone un brazo alrededor de mis hombros. La tela de su manga resulta áspera en contacto con mi piel, tan desacostumbrada estoy a que me toquen-. ¿Y bien? -prosigue-. ¿Qué te parece nuestro pequeño club?
Vuelvo a mirar a mi alrededor. Los hombres no forman una masa homogénea, como me pareció al principio. Junto a la fuente hay un grupo de japoneses vestidos con trajes de color gris claro, y en un rincón una mancha blanca: árabes ataviados con sus largas túnicas, sus tocados y las badanas de rayas.
– ¿Es un club? -pregunto.
– Bueno, así lo llamamos, entre nosotros. El club.
– Creí que este tipo de cosas estaba prohibido -comento.
– Oficialmente, sí -reconoce-. Pero al fin y al cabo todos somos humanos.
Espero que me dé más detalles pero, como no lo hace, le pregunto:
– ¿Y eso qué significa?
– Significa que es imposible escapar a la Naturaleza -asegura-. En el caso de los hombres, la Naturaleza exige variedad. Es lógico, forma parte de la estrategia de la procreación. Es el plan de la Naturaleza -no respondo, de modo que continúa-. Las mujeres lo saben instintivamente. ¿Por qué en aquel entonces se compraban tantas ropas diferentes? Para hacerles creer a los hombres que eran varias mujeres diferentes. Una mujer nueva cada día.
Lo dice como si lo creyera, pero dice muchas cosas de esta manera. Tal vez las cree, tal vez no, o tal vez le ocurren las dos cosas al mismo tiempo. Es imposible saber lo que piensa.
– Por eso, ahora que no tenemos diferentes ropas -sugiero-, ustedes simplemente tienen diferentes mujeres -es una ironía, pero él no la capta.
– Esto resuelve un montón de problemas -dice sin inmutarse.
No le respondo. Empiezo a hartarme de él. Tengo ganas de mostrarme fría con él, de pasar el resto de la velada de mala cara y muda. Pero no puedo permitirme ese lujo, lo sé. Sea lo que fuere, esto al menos es una noche fuera.
Lo que realmente me gustaría hacer es charlar con las mujeres, pero comprendo que tengo pocas posibilidades de hacerlo.
– ¿Quiénes son estas personas? -pregunto.
– Esto sólo es para oficiales -me aclara-. De todas las ramas; y para altos funcionarios. Y delegaciones comerciales, por supuesto. Estimula el comercio. Es un sitio ideal para conocer gente. Fuera de aquí apenas se pueden hacer negocios. Intentamos proporcionar al menos lo mismo que pueden conseguir en cualquier otro sitio. También puedes enterarte de cosas, información. A veces un hombre le dice a una mujer cosas que jamás le contaría a otro hombre.
– No -puntualizo-. Me refiero a las mujeres.
– Oh -exclama-. Bueno, algunas de ellas son verdaderas prostitutas. Chicas de la calle- lanza una carcajada- de los tiempos pasados. No podrían ser asimiladas; de todos modos, la mayoría de ellas prefieren esto.
– ¿Y las otras? -pregunto.
– ¿Las otras? Bueno, tenemos toda una colección. Aquella de allí, la de verde, es socióloga. O era. Ésa era abogada, aquélla se dedicaba a los negocios, tenía un puesto ejecutivo en una especie de cadena de tiendas de comida para llevar, o tal vez eran hoteles. Me han dicho que si uno sólo tiene ganar de hablar, ella es la persona ideal para mantener una charla interesante. Ellas también prefieren estar aquí.
– ¿Prefieren esto a qué otra cosa? -pregunto.
– A las alternativas -responde-. Incluso tú podrías preferir esto a lo que tienes -dice en tono tímido, está buscando elogios, quiere que le haga cumplidos, y sé que la parte seria de la conversación ha llegado a su fin.
– No sé -digo, como analizando la posibilidad-. Debe de ser un trabajo duro.
– Tendrías que vigilar tu peso, eso no lo dudes -afirma-. Son muy estrictos con eso. Si llegas a engordar cuatro kilos, te envían a Solitario -¿está bromeando? Es lo más probable, pero no quiero saberlo-. Ahora -dice-, para ponerte a tono con el ambiente, ¿qué te parece un trago?
– No debo beber -le recuerdo-. Ya lo sabe.
– Por una vez no te hará daño -insiste-. Por otra parte, no sería normal que no lo hicieras. ¡Aquí dentro, nada de tabúes para la nicotina y el alcohol! Ya ves que aquí gozan de ciertas ventajas.
– De acuerdo -acepto. Para mis adentros estoy encantada con la idea, hace años que no bebo un trago.
– ¿Entonces qué pido? -me pregunta-. Aquí tienen de todo, e importado.
– Una tónica con ginebra -decido-. Pero suave, por favor. No querría ponerle en un aprieto.
– No lo harás -dice, sonriendo. Se pone de pie y, sorpresivamente, me coge la mano y me besa la palma. Luego se marcha en dirección al bar. Podría haber llamado a una camarera -hay unas cuantas, todas vestidas con minifalda negra y borlas en los pechos-, pero parecen tan ocupadas que es difícil que respondan a una señal.
Entonces la veo. Moira. Está de pie con otras dos mujeres, cerca de la fuente. Tengo que volver a mirarla con atención para asegurarme de que es ella. La miro entrecortadamente, con movimientos rápidos de los ojos, para que nadie lo note.
Está absurdamente vestida con un conjunto negro de lo que alguna vez fue raso brillante y ahora es una tela desgastada. No lleva tirantes y en el interior tiene un alambre que le levanta los pechos, pero a Moira no e sienta bien; es demasiado largo, lo que hace que un pecho le quede erguido y el otro no. Ella tironea distraídamente de la parte superior, para levantarlo. Lleva una bola de algodón en la espalda, la veo cuando se pone de perfil; parece una compresa higiénica que ha reventado como si fuera una palomita de maíz. Me doy cuenta que pretende ser un rabo. Lleva atadas a la cabeza dos orejas, no logro distinguir si son de conejo o de ciervo; una de las orejas ha perdido su rigidez, o el armazón de alambre, y está medio caída. Lleva una corbata de lazo en el cuello, medias negras de tul y zapatos negros de tacón alto. Siempre odió los tacones altos.