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Miro al cielo raso.

– ¿Hay micrófonos ocultos? -pregunto. Me limpio los ojos cuidadosamente con los dedos. La pintura negra se me sale.

– Probablemente -admite Moira-. ¿Quieres un pitillo?

– Me encantaría.

– Tú -le dice a la mujer que está a su lado-. Déjame uno, ¿quieres?

La mujer le entrega uno de buena gana. Moira sigue siendo una habilidosa sablista. Sonrío al comprobarlo.

– Por otro lado, puede que no -reflexiona Moira-. No creas que les importa lo que decimos. Ya lo han oído casi todo, y de cualquier modo nadie sale de aquí si no es en una furgoneta negra. Pero si estás aquí ya debes saberlo.

Me acerco a ella para poder susurrarle al oído.

– Estoy aquí transitoriamente -le explico-. Sólo por esta noche. No debería estar aquí, de ninguna manera. Él me pasó de contrabando.

– ¿Quién? -me pregunta, también en un susurro-. ¿Ese mierda que te acompaña? Yo también estuve con él, es infernal.

– Es mi Comandante -aclaro.

Asiente con la cabeza.

– Algunos de ellos lo hacen, les produce placer. Es como joder en el altar, o algo así. Las de tu pandilla deben ser castos recipientes. Les encanta veros maquilladas. No es más que otro lamentable desliz del poder.

Nunca se me había ocurrido esta interpretación. Se la aplico al Comandante, pero me parece demasiado simple para él, demasiado tosca. Seguramente sus motivaciones son más delicadas. Aunque puede que sólo sea la vanidad lo que me mueve a pensar así.

– No nos queda mucho tiempo -le advierto-. Cuéntamelo todo.

Moira se encoge de hombros.

– ¿Qué interés tiene? -comenta. Pero sabe que tiene interés, de modo que comienza su relato.

Esto es lo que dice, lo que susurra, más o menos. No logro recordar las palabras exactas, porque no tuve con qué escribirlo. He completado el relato por ella en la medida de lo posible: no teníamos mucho tiempo, así que sólo me hizo un resumen. Me lo contó en dos sesiones, nos las arreglamos para hacer juntas un segundo descanso. He intentado emplear su mismo estilo. Es una manera de mantenerla viva.

– Dejé a esa vieja bruja de la Tía Elizabeth atada como un pavo de Navidad, detrás del horno. Quería matarla, de verdad que tenía ganas, pero ahora me alegro de no haberlo hecho, o las cosas habrían sido mucho peores para mí. No podía creer lo fácil que era salir del Centro. Vestida con aquel traje marrón, me limité a caminar con paso firme. Seguí andando como si supiera a dónde iba, hasta que quedé fuera de la vista. No tenía ningún plan; no fue algo organizado, como ellos creyeron, aunque cuando intentaron sonsacarme me inventé un montón de cosas. Es lo que cualquiera hace cuando le ponen los electrodos, y otras cosas. No te importa lo que dices.

»Seguí con los hombros echados hacia atrás y la barbilla alta, avanzando e intentando pensar qué haría. Cuando destrozaron la imprenta cogieron a muchas mujeres que conocía y pensé que ya habrían cogido al resto. Estaba segura de que tenían una lista. Fuimos lo suficiente tontas para pensar que podríamos continuar como hasta ese momento, incluso en la clandestinidad, y trasladamos todo lo que teníamos en el despacho a nuestros sótanos y habitaciones traseras. Así que supe que no me convenía acercarme a ninguna de esas casas.

»Tenía una ligera idea del punto de la ciudad en el que me encontraba, aunque no recordaba haber visto jamás la calle por la que caminaba. Pero por el sol pude calcular dónde estaba el norte. Después de todo, haber pertenecido a las Niñas Exploradoras tenía alguna utilidad. Pensé que más me valía seguir esa dirección y ver si lograba encontrar la Estación o la Plaza, o cualquiera de esas cosas. Entonces estaría segura de dónde me encontraba. También pensé que para mí sería mejor ir directamente al centro de las cosas, en lugar de alejarme. Eso parecería más plausible.

»Mientras estábamos encerradas en el Centro, habían instalado más puestos de control; estaban por todas partes. Al ver el primero se me pusieron los pelos de punta. Me encontré con él repentinamente, al girar en una esquina. Sabía que no sería normal dar media vuelta y retroceder en sus propias narices, así que logré engañarlos del mismo modo que lo había hecho en el Centro, mostrando el ceño fruncido, el cuerpo rígido, apretando los labios y mirándolos directamente, como si fueran llagas supurantes. Ya conoces la expresión que adoptan las Tías cuando pronuncian la palabra hombre. Funcionó a las mil maravillas, lo mismo que en el siguiente puesto de control.

»Pero mi mente daba vueltas y vueltas, como si me estuviera volviendo loca. Sólo tenía tiempo hasta que encontraran a la vieja bruja y dieran la alarma. Pronto empezarían a buscarme: una Tía que va a pie, una impostora. Intenté pensar en algo, recorrí mentalmente la lista de gente que conocía. Finalmente intenté recordar lo que pude de la lista de personas a las que enviábamos información. Por supuesto, hacía tiempo que la habíamos destruido; mejor dicho, no la destruimos, nos la repartimos, cada una memorizó una sección y luego la destruimos Aún usábamos el servicio postal, pero ya no poníamos nuestro logotipo en los sobres. Era demasiado arriesgado.

»Así que intenté recordar mi sección de la lista. No te diré el nombre que escogí porque no quiero meterlos en problemas, si es que no los han tenido ya. Podría ser que yo hubiera soltado toda esta mierda, es difícil recordar lo que dices cuando te lo están haciendo. Dirías cualquier cosa.

»Los elegí a ellos porque eran una pareja casada y los matrimonios eran más seguros que cualquier soltero, y más aún que cualquier homosexual. También recordé la designación que había junto a sus nombres. Era una Q, que significaba Cuáqueros. En el caso de la gente que tenía alguna religión, la marcábamos así. De esa manera podíamos saber quién serviría para qué. Por ejemplo, no era conveniente llamar a un C para un aborto; y no es que hiciéramos muchos últimamente. También recordaba su domicilio. Nos habíamos torturado mutuamente con las direcciones, era importante recordarlas exactamente, con el código postal y todo.

»Para ese entonces había llegado a Mass Avenue, y supe dónde estaba. Y también supe dónde estaban ellos. Ahora me preocupaba otra cosa: cuando esta gente viera que una Tía se acercaba a su casa, ¿no cerrarían la puerta con llave y fingirían no estar? Pero de cualquier manera tenía que intentarlo, era mi única alternativa. Pensé que no era probable que me dispararan. En ese momento eran alrededor de las cinco. Estaba agotada de tanto caminar sobre todo de esa manera en que lo hacían las Tías, como un maldito soldado, con el culo levantado; además, no había comido nada desde la hora del desayuno.

»Lo que, como es lógico, no sabia era que en aquellos días la existencia de las Tías, e incluso del Centro, no eran del dominio público. Al principio, todo lo que ocurría detrás de las alambradas se mantenía en secreto. Incluso entonces podría haber habido objeciones a lo que estaban haciendo. Así que aunque alguna gente hubiera visto a la extraña Tía, realmente no sabían quién era. Podrían haber pensado que era una especie de enfermera del ejército. La gente ya no hacía preguntas, a menos que no tuviera más remedio.

»Así que estas personas me dejaron entrar enseguida. Fue la mujer la que vino a abrir la puerta. Le dije que estaba haciendo una encuesta. Lo hice para que, en el caso de que alguien nos viera, no notara su asombro. Pero en cuanto estuve dentro de la casa, me quité el tocado y les expliqué quién era. Podrían haber telefoneado a la policía, o algo así, sé que corría ese riesgo, pero como digo no tenia otra alternativa. De todos modos, no lo hicieron. Me proporcionaron algunas ropas, un vestido de ella, y quemaron el traje de la Tía y el pase en el hogar; sabían que era lo primero que había que hacer. Era evidente que no les gustaba tenerme en su casa, los ponía nerviosos. Tenían dos hijos pequeños, ambos menores de siete años. Comprendí su situación.